Estudio
introductorio
Marcelo
Velarde Cañazares*
1.
El filósofo en su contexto
Frente a esta Obra reunida en tres volúmenes, acaso el
lector querría que se le diga cuanto antes cuál fue la cuestión filosófica
capital del autor, y en qué residiría su actualidad, o el interés en leerlo
“todavía”. Sin embargo, anticipando tan solo que esa cuestión central es
prácticamente inseparable de cualquier tentativa de saber quién fue Ángel Vassallo, y que la “actualidad” de su pensamiento
podría decirse de varias maneras, voy a trazar ante todo un rápido cuadro de la
situación histórico-cultural en la que a él le fue dado pensar. Lo cual sería
casi como pretender precisar, primero, qué
fue Ángel Vassallo; aun cuando no por eso lo objetivemos, ni nos limitemos a la
simpleza de decir que fue filósofo.
Para empezar, habría
que señalar entonces que Vassallo es, sin duda, una de las figuras mayores de
la filosofía argentina
de mediados del siglo veinte. Y sin embargo, en esta
intención de ponderar la jerarquía del pensador en su contexto, pareciera que
ya estamos tropezando o embarrándonos, en lugar de allanar el acceso a su
obra; pues no faltarán quienes se pregunten: “¿Existe la filosofía argentina?” Esta
misma pregunta es además el
título que hace muy pocos años asignaba la propia Biblioteca
Nacional de la República Argentina a un grueso doble número de
su revista.[1]
De manera tal que la cuestión, por mucho que se planteara un siglo atrás, seguiría
abierta. Pero ahora no vamos a examinar sus diversos sentidos, ni a aclarar en
qué medida y por qué la deconstrucción europea de las identidades nacionales –
especialmente en tanto que construcciones filosóficas, según Jacques Derrida y
Jean-Luc Nancy, entre otros – no sería igualmente válida en tierras
latinoamericanas. Dejaremos la cuestión en su registro nominal, tomando el
atajo de ir a ciertas consecuencias extremas para, desde ahí, retorcer un poco,
críticamente, el sentido de ciertas expresiones que solemos emplear en la historia de las ideas:[2]
¿qué podría significar ser una figura mayor, según dije, en una presunta tradición
filosófica nacional cuya identidad, status y existencia misma parecieran
indecidibles? Puesto que, en efecto, ¿qué suerte corre el héroe si el escenario
de sus hazañas se torna fantasmagórico? Para colmo de males, esta imagen se
asemeja a una de las más sugerentes que acuñara Albert Camus al definir lo
absurdo, y que el
propio Vassallo cita en su ensayo sobre el tema (III, pág. 351 ss.).[3]
O bien, ¿en qué podría consistir allí, en el evanescente escenario llamado “filosofía
argentina”, la sabiduría heroica que nos propone Vassallo?
Si estas metáforas
son apresuradas y engañosas, cuando menos nos dan pie para pensar en una alteración
radical en los términos del problema: acaso la primera condición para empezar a
apreciar en qué sentido podemos hablar de filosofía argentina – y
latinoamericana en general – resida en postular que su genuina consistencia se
caracteriza, antes bien, por carecer de figuras. Más precisamente, se trata de
observar que los filósofos argentinos, en las constantes confrontaciones de su propio
pensar con las ideas de prestigiosos filósofos europeos, no sólo tuvieron que
desfigurar ideas ajenas, sino también los cánones vigentes de lo que presuntamente
debía ser un filósofo digno del nombre (qué tiene que discutir y enseñar, en
qué lenguas puede hacerlo, dentro de cuáles marcos institucionales, etc.), al tiempo
que “se desfiguraban” a sí mismos, esta vez en el correlativo sentido opuesto de
mostrar, mediante sus prácticas discursivas, que ellos, los “otros” de los
europeos, no se ajustaban a ciertas figuras de la alteridad más o menos mudas o
bárbaras forjadas por un Mismo dominante, ni se limitaban a representar a tal ens realissimum del pensar, a reflejarlo en imágenes devaluadas (en
tanto que meros traductores, divulgadores y glosadores), sino que eran también
ellos filósofos, subjetividades pensantes en trance de emancipación. Tendríamos
así tres modalidades básicas de la desfiguración, estrechamente vinculadas:
desfiguraciones conceptuales, desfiguraciones del canon de “filósofo”, y desfiguraciones de los
“otros” en sentido subjetivo (y no sólo del genitivo gramatical), es decir, prácticas
liberadoras frente a los roles pasivos y reproductores que les asignaba una
poderosa presión ideológica.
Bien entendido,
este planteo es relevante para una mejor comprensión de los escritos de
Vassallo. Y no menos hay que decir respecto de otros filósofos argentinos de su generación,
de los cuales tomaremos algunas líneas ilustrativas a fin de esbozar el contexto que
nos interesa. Acotemos antes que aquella recurrente cuestión en torno de la existencia de la
filosofía latinoamericana admite ser interpretada fecundamente, desde ciertas
perspectivas, como un signo característico de su apertura crítica y de su
vocación cosmopolita; pero que percibir e interpretar desfiguraciones como
prácticas de emancipación resulta pertinente incluso para nuestros filósofos de
hoy, en la medida en que aquella discusión sigue dando lugar a falaces
equívocos de desdén e incomprensión. En todo caso, si no obstante el acentuado
despliegue de la filosofía latinoamericana desde los años setenta, tal es aún en
nuestros días su ambivalente situación, tanto más cabe tener en cuenta la
magnitud y las incidencias de las dificultades que enfrentaron los filósofos argentinos de mediados
del siglo XX, sin descuidar, entre otros factores, el incipiente e inestable
marco institucional en el que desarrollaron sus actividades y publicaron sus
obras.
Vassallo
pertenece a la autoproclamada “nueva generación” que, alentada por la reforma
universitaria de 1918 y por la marcada decadencia del positivismo clásico, se
manifestó sobre todo, en la década del veinte, a través de la revista Inicial; donde de hecho apareció la
primera página conocida de Vassallo. Este movimiento de jóvenes escritores,
artistas y filósofos confiaba en cumplir su misión histórica, una misión que
solían calificar de heroica, aunque cada cual le diera un sentido diferente a
esta heroicidad.[4]
Sin embargo, poco a poco las aludidas dificultades hicieron sentir su peso,
llegando a revertir el optimismo en desencanto. La evolución de Vassallo en
particular fue más bien íntima y equilibrada, aunque aun en él terminará
opacada esa imagen de heroicidad. En todo caso, nadie mejor que Miguel Ángel
Virasoro (1900-1966) para ilustrar ambos extremos de la evolución colectiva,
incluyendo palabras elocuentes sobre las desfiguraciones.
En sus primeros
ensayos Virasoro sostenía que la espiritualidad latinoamericana era de “una
vitalidad demasiado vigorosa para adoptar sin deformaciones valores heterónomos”;
y celebraba: “Por primera vez, ahora, se perfila en nuestra historia espiritual
una generación con suficiente vida interior como para sentirse determinada hacia
un ideal de cultura desinteresada, insinuándose los primeros atisbos de un
pensamiento metafísico y religioso original”.[5]
En 1961, tres décadas y media más tarde, Virasoro escribía, en cambio: “El
pensador argentino trabaja aislado y sin ninguna resonancia, y por lo común
bajo el sentimiento de no ser él mismo más que una resonancia, un eco más o
menos perdido, y en la mayoría de los casos desfigurante y trivializante”.[6]
Agreguemos que ese mismo artículo, dedicado a trazar un brevísimo panorama de
la filosofía argentina, desató una reacción insolente de Adolfo Carpio,[7]
quien criticó la ponderación que hiciera Virasoro de Macedonio
Fernández como una de
las claves de la conciencia filosófica argentina, en
desmedro, sobre todo, de Francisco Romero. Al margen del inaceptable sarcasmo
de Carpio, lo cierto es que ambos gestos de Virasoro eran bastante audaces en
esos años, y que la discusión, en la que no faltaban fuertes ingredientes ideológicos,
dejaba en evidencia perspectivas muy dispares acerca de lo que debía entenderse
por “filósofo argentino”. Pero sin detenernos más en este asunto, notemos que
el tono derrotista de aquel (auto-)retrato no le impedirá a Virasoro dar a luz
su mejor obra, La intuición metafísica,[8]
donde sus desfiguraciones de Heidegger, muy lejos de ser trivializantes, despliegan
una abierta y lúcida disputa contra el presunto vocero único del Ser, y abonan
la originalidad de su propia concepción de la trascendencia, no sin referencias
explícitas además a sus afinidades con Vassallo.
A pesar de los
magisterios previos de José Ingenieros y Alejandro Korn, así como del entusiasmo
juvenil de “la nueva generación”, la década infame de los treinta no tardaría
en hacer de nuevo patente la dimensión del desafío de ser filósofo, siendo argentino.
Así lo vería Carlos Astrada (1894-1970) cuando en 1933 publicaba su primer
libro (y el primero de filiación existencialista aparecido en la Argentina),
advirtiendo que “la labor del pensador en tanto existente no es algo que puede
ser suplido, una tarea susceptible de ser realizada por otro”, y que era
inevitable, por consiguiente, asumir “el riesgo personal” de pensar e
interpretar los signos del tiempo.[9]
Ese “otro” que no podía suplirlo era ante todo Heidegger, cuyas clases tanto cautivaran
a Astrada durante su estada en Alemania. Y aunque Astrada había dado ya pruebas
más tempranas de la originalidad y la autonomía de su filosofar, no es menos
cierto que la maduración de sus distancias críticas hacia Heidegger le
insumiría casi dos décadas más. Por otra parte, nadie en su tiempo puso mayor
empeño en descifrar filosóficamente el “ser argentino”, no obstante lo cual en su
obra más lograda al respecto, El mito
gaucho,[10]
Astrada recurre con frecuencia a expresiones alemanas, muchas de ellas prescindibles,
pero como si de esa manera ofreciese garantías de la índole filosófica de su
ensayo. Por supuesto, no se trata de desconocer la calidad literaria de los
escritos de Astrada, por momentos incluso de un gran lirismo, sino de advertir
cómo la presión de ciertos prejuicios eurocéntricos lo inducía a practicar
estrategias a veces poco afortunadas de legitimación discursiva en el plano
conceptual. En este aspecto, diferente es el caso de Vassallo, que no se priva
de citar algunas expresiones o versos en francés, pero no con funciones
conceptuales sino más bien literarias o testimoniales en relación a la experiencia
metafísica.
En cierta
medida, por lo mismo que se mantuvo muy distante de cualquier pretensión de
desarrollar una “filosofía nacional” atenta a sus mitos y a su circunstancia
social, Vassallo fue en la Argentina
el exponente más acabado del carácter estrictamente personal de aquel
riesgo de filosofar que indicaba Astrada. Tan filósofo y argentino como él, se
diría que Vassallo, sin embargo, no vio ninguna necesidad de hacer a su vez de
esa conjunción de términos un asunto filosófico. Contrariamente a Astrada, para
quien la historicidad concreta agotaba el horizonte de posibilidades esenciales
del ser humano, Vassallo estimaba, con Pascal, que “el hombre sobrepasa infinitamente
al hombre”, y que el
filósofo en especial debía poner el mayor empeño en liberarse de sujeciones
históricas. Acaso por eso tampoco tenemos noticias de alguna línea suya acerca
del peronismo, como sí ocurre en Astrada y Virasoro. No obstante la acentuada
polarización política durante los primeros gobiernos peronistas, la continuidad
de la actividad docente de Vassallo no sería indicio suficiente de su adhesión
ideológica; y aunque ciertas resonancias bergsonianas en su pensamiento nos
tentasen a vislumbrar una pista en ese sentido, por lo pronto sólo cabe sugerir
que Vassallo no consideró necesario justificar sus opciones políticas desde la
filosofía, tal como él la
entendía. Una actitud que, lejos de toda indiferencia,
tendría en cierto modo un carácter socrático, según veremos tras examinar la
cuestión medular de su pensamiento.
Por otra parte,
nada de esto debería impedir la apreciación de sus notorias afinidades con
Astrada, que siguen pendientes de estudio: cotejando sus textos juveniles, en
ambos pensadores se observa el vértigo frente al misterio metafísico, como
“abismo de la nada” en Astrada, como “abismo del ser” en Vassallo , pero con pareja
intensidad en los dos. Casi como si se tratara del anverso y el reverso de una
misma experiencia, si no fuese porque los separa una diferencia de actitud. En
efecto, Astrada rechaza toda presunción de redención, optando por un heroísmo
de la resistencia en la acción, y repitiendo con Obermann (de Senancour): “si
la nada nos está reservada, no hagamos que ella sea una justicia”.[11]
Mientras que Vassallo, en cambio, deja abierta la posibilidad de la mística, y hasta
le seduce dar con Pascal y
Kierkegaard el gran “salto”; si bien éste, no menos contrario
a lo mundanamente razonable, no sería tampoco menos heroico. Más adelante
tendremos que observar las calladas pero crecientes prevenciones de Vassallo
frente a la religión y a la
teología. Por lo pronto destaquemos que Astrada y Vassallo,
por sobre las diferencias indicadas, e incluso por sobre las que evidencian sus
escritos de madurez, fueron en la Argentina de su tiempo los pensadores con mayor sensibilidad
para la finitud de la existencia humana, y los más conscientes de la importancia de conjurar
con firmeza las ilusiones de la razón hegeliana, además de ser los primeros en
entender a Nietzsche, sin dejarse confundir por los tantos prejuicios y
distorsiones ideológicas de entonces. En este registro, se entiende que ambos filósofos
fuesen particularmente sensibles al existencialismo, sin menoscabo de la
variante “dialéctica” del existencialismo ensayado por Miguel A. Virasoro en
la etapa media de su evolución, ni del derrotero marxista que adoptará Astrada
desde los años cincuenta. A los fines de esta introducción ya nos es lícito señalar
también, sin mayores detalles, que todos ellos formularon críticas a las grandes
figuras europeas del existencialismo; de modo tal que si no carece de todo
asidero hablar de existencialistas argentinos, ya sabemos que esto, en su
sentido necesariamente desfigurado, no se resuelve bajo la categoría de “recepción”.
En lo que concierne
a la aludida vía mística, el filósofo local más cercano a Vassallo fue Vicente
Fatone (1903-1962), quien se distingue igualmente por sus críticas al existencialismo,
así como por su ya más peculiar atención a las filosofías de Oriente. Por otra
parte, el “lenguaje sacrificial” al cual, según Fatone, debía atenerse el
filósofo en tanto que profesor o expositor de ideas ajenas,[12]
guarda semejanzas con la “limpia intención de objetividad” que procuraba
Vassallo (II,pág. 81) cuando ejercía esos roles, aunque ninguno de los dos se
ajustara a la letra. En
el caso de Vassallo en particular, importará observar la inevitable tensión desfigurante
entre tal objetividad y la gravitación esencial que le asignaba, sin embargo, a
la subjetividad.
Pero siguiendo ahora con Fatone, agreguemos que tanto él como
Vassallo fueron discípulos de Alejandro Korn, y que ninguno de los dos le
hallaba mucho sentido a la idea de filosofía nacional. En realidad, Fatone
llega a insinuarlo, pero no para asignarle a esa idea una particularidad definitoria
– del mismo modo que negaba la existencia de una filosofía francesa o alemana
–, sino para identificarla con una vocación de emancipación universal, haciendo
suyas estas osadas palabras de su maestro: “Argentino y libre son sinónimos”, y
concluyendo: “El pensamiento que ponga obstáculos a la libertad y pretenda
negarla, no puede ser pensamiento argentino”.[13]
Por su parte,
Vassallo señalaba que la libertad era en Korn una experiencia metafísica personal
antes que una idea. Y es precisamente en su último homenaje a Korn, en 1963,
donde encontramos su único pronunciamiento acerca de la filosofía argentina, aunque
en rigor no aluda a un conjunto de postulaciones, sino a una actividad. Tras
precisar allí que el pensamiento de su maestro fue original por ser auténtico,
y no al revés, advierte Vassallo: “Los dos escollos que tiene ante sí la
actividad filosófica argentina y latinoamericana son, en un extremo, la improvisación
y falsa originalidad; y de otro lado, la servil imitación de un modelo, el
gritar en forma de proclama la adhesión a filosofías de moda” (III, pág. 421). Acaso
la más dura ironía que tuvo que soportar Vassallo en este sentido, al igual que
Astrada, Virasoro, Fatone y otros filósofos de su generación, fue justamente la
recurrente insistencia de críticos y lectores de sorprenderlo
en pecado de falsa originalidad o servil imitación, casi como si a un pensador
argentino no le fuese posible sino uno o el otro extremo, de manera excluyente.
Pero antes de aclarar la pertinencia de esta cuestión para la comprensión de
Vassallo, vale la pena indicar algunos factores más o menos externos pero
convergentes del contexto histórico y cultural.
La ensayística
de cortes sociológicos, políticos y psicológicos se hallaba por entonces en
pleno auge, y aunque esté fuera de duda su enorme riqueza e importancia, ese
fenómeno contribuyó a reducir los márgenes de comprensión y reconocimiento para
los filósofos. Por otra parte, la revista Sur
y la Sociedad
Argentina de Escritores, ámbitos claves de prestigio
cultural, se volvieron contra los intelectuales que simpatizaban con el peronismo,
incluidos los filósofos a quienes antes habían brindado espacios. Bajo esta
campaña de deslegitimación caían así los participantes del Primer Congreso Nacional de Filosofía
celebrado en Mendoza entre marzo y abril de 1949, gracias al decidido apoyo
financiero y logístico del gobierno de Perón. Sabiendo además que el presidente
de la nación se reservaría la conferencia de clausura (publicada de inmediato
como La comunidad organizada), Sur no dedicó ni una palabra al evento,
a pesar de
la participación de filósofos de veinte países, algunos in situ (Vasconcelos, Gadamer, Löwith,
Abbagnano, etc.), otros mediante el envío de comunicaciones (Blondel, Marcel, Croce,
Jaspers, etc.). Mientras tanto, el libro de Fatone sobre Jean-Paul Sartre,[14]
el primero en español sobre el polémico intelectual francés, recibía la faja de honor de la SADE, es
cierto; pero sería ingenuo creer que los indiscutibles méritos de la obra
bastasen para tal distinción, como si no contara también el hecho de que
Fatone, de los cuatro filósofos que hemos considerado, era el único
antiperonista. Del lado opuesto a la línea liberal, la tenaza ideológica del
momento se cerraba con la presión de la derecha hispanista de la gran mayoría
de los intelectuales católicos, quienes a pesar del ideario laico de la reforma
universitaria conservaban una fuerte presencia en todos los ámbitos y niveles de la
educación, y que lograron una tan larga como equívoca alianza con el peronismo,
aunque finalmente se volvieran contra éste.
Desde ya que las
dificultades que enfrentaron nuestros filósofos más genuinos no se explican
solamente por factores políticos, los cuales pueden señalarse con relativa facilidad,
pero que corresponde ubicar dentro de una trama compleja de diversas incidencias.
Si nos situamos un momento en el plano de la historia académica , sería
pertinente recordar, por ejemplo, que hasta 1930 no había sino dos
universidades con carreras
de filosofía , abiertas a fines del siglo XIX: las de Buenos
Aires y La Plata. La tercera comienza a funcionar aquel año en la sede de Paraná de la Universidad
del Litoral, y es justamente allí donde Vassallo y Fatone obtienen por concurso
sus primeras cátedras.[15]
No puede extrañar entonces, si echamos un vistazo a los “viejos” filósofos argentinos de la época,
que Korn e Ingenieros no fuesen diplomados en filosofía sino en medicina, al
tiempo que Macedonio Fernández, abogado, no tenía cátedra alguna, y Coriolano
Alberini, que daba sus clases en la universidad porteña y era el menor de todos ellos,
fuese igualmente diplomado en derecho. Pero sin contar a los que optaron por la
teología en ámbitos ligados al clero, la situación no cambiaría tan rápidamente
entre los más jóvenes: si bien Fatone completó su carrera de filosofía,
Vassallo y Virasoro fueron abogados, mientras que Astrada, que también había
iniciado estudios de derecho, no llegó a diplomarse nunca. Aunque los status
sociales y las proyecciones profesionales asociadas a ciertas titulaciones
tuvieran su peso, es claro que el nivel de institucionalización de
la filosofía era incipiente, y obviamente no existían cargos
docentes de dedicación exclusiva, siendo Astrada el primero en obtener tal
privilegio, en 1950. Excediendo los limitados marcos universitarios, la
actividad filosófica generó en Buenos Aires importantes espacios propios muy
activos durantes las décadas del treinta y el cuarenta, tales como la Sociedad Kantiana
y el Colegio Libre de Estudios Superiores, donde Vassallo dictó clases y
conferencias, varias de las cuales integraría a sus libros. Hacia 1940, no
pocos de los mejores filósofos argentinos, incluidos Vassallo, Fatone y Francisco Romero , entre
otros, profesaban igualmente en ámbitos oficiales no universitarios tales como
la Escuela de Profesores
Mariano Acosta y el
actualmente denominado Instituto Superior del Profesorado Joaquín V. González.
Mientras tanto, al margen de algunas iniciativas pioneras y de las funciones
supletorias de las revistas literarias, recién desde esa misma década comienzan
a aparecer revistas académicas consagradas a la filosofía. En suma,
no es casual que por aquellos años el mismo Romero, promotor y director de la
primera colección latinoamericana de obras filosóficas, insistiera tanto en la importancia
de “normalizar” la actividad filosófica en todo el continente.
No examinaremos
aquí las presuposiciones conceptuales del programa de Romero, ni nos
detendremos tampoco en el sentido de otros indicadores de la evolución del
campo intelectual argentino luego de la caída de Perón ,
tales como las críticas del grupo Contorno a la docencia académica, los
espacios que va ganando la filosofía analítica, el surgimiento de las filosofías de la
liberación, o las divergencias entre la historia intelectual y la historia de las
ideas. Sin duda, todo eso permitiría una mayor comprensión del generalizado
olvido que padecieron Vassallo y los restantes filósofos de su tiempo. Pero los
factores culturales, políticos e institucionales señalados en relación a las
décadas de formación y maduración del pensamiento de nuestro autor, son suficientes
para calibrar las limitaciones y las contrariedades del entorno en el que le
tocó pensar, enseñar y escribir. Ciertamente, estas dificultades no iban solas,
y a falta de una
tradición filosófica consolidada, nutrían una serie de prejuicios que perturbaban
aun más esa consolidación. Prejuicios que ya podemos sintetizar en una fórmula,
a fin de entender un poco mejor tanto las palabras de Virasoro en 1961 como las
también citadas de Vassallo en 1963: el esquizofrénico reclamo general de
originalidad, para desestimarla en el acto si no exhibía credenciales de
filiación europea, y viceversa. Tanto peor, valga decirlo, si el lector
advierte que esa misma esquizofrenia sigue en gran medida activa, y con lo cual
dejamos indicada una de
las razones de la “actualidad” de Vassallo, aun cuando esto
no concierna al meollo de su pensamiento. Tanto peor, efectivamente, si la
autorizada voz del gran Mismo, sordo a las diferencias de los otros, continúa
siendo más una construcción imaginaria de sus ciegos devotos locales que de los
propios filósofos europeos. Pero notemos además, retomando aquel contexto, que difícilmente
podía avanzarse entonces en la discusión acerca de la existencia y el carácter
de una filosofía argentina o latinoamericana, sobre todo si la cuestión se
planteaba en el agitado terreno social y político: quien se proponía elaborar
un filosofar comprometido en este sentido, se arriesgaba a ser desestimado como
filósofo, mientras que aquel que optaba por un filosofar más afín a las
tradiciones europeas, corría el riesgo cierto de ser tomado por un repetidor
desarraigado. Ambos se exponían así a ser tildados poco menos que de charlatanes,
y no era nada sencillo sortear semejante círculo vicioso.
Ahora bien,
sería un error creer que la esquizofrenia de aquel reclamo y de estas desvalorizaciones
no tenía efecto alguno en los filósofos. Ya hemos apuntado el caso de Astrada
echando mano de no pocos términos alemanes en su mejor libro sobre lo que él
gustaba llamar “la argentinidad”, y que encuadraba además bajo el enfoque de la
antropología kantiana. En cierta medida, aquella presión solía penetrar, en
efecto, hasta los fueros internos del pensamiento y de la escritura de los
filósofos argentinos
de entonces. ¿Hasta qué punto estamos libres hoy de esto? Por
lo pronto nos interesa tenerlo en cuenta para la lectura de Vassallo, aunque no
para quedarnos en eso, sino para desentrañar con mayor cuidado las motivaciones
profundas y la originalidad auténtica de su pensamiento. Pero dado que hemos
empezado hablando de figuras y desfiguraciones, cerremos este apartado
histórico con un par de referencias a los escritos del propio Vassallo, muy
pertinentes para entender en qué sentido más preciso él mismo no era ni podía
ser una figura.
Por un lado, si
miramos el subtítulo de Retablo de la
filosofía moderna, leemos: “Figuras y
fervores”. ¿Cuáles figuras? Todas europeas, por cierto, mientras que él,
Vassallo, se reservaba los fervores por ellas, con una modestia autobiográfica
que, como se observa en el prólogo del libro (II, pág. 81 ss.), dice pero
desdice sus incidencias personales en los ensayos y estudios allí reunidos. Redactado
en 1968, este prólogo incluye la insólita disculpa de llamar “propio” a su
pensamiento, en divergencia con el tono más afirmativo y promisorio de sus
presentaciones de libros anteriores. Como si la parábola de la que Virasoro nos dejó
testimonio, la parábola del entusiasmo a la desventura, fuese válida también en
alguna medida para Vassallo, aunque no por eso dejasen ellos de pensar y de
desfigurar forzosamente cada idea ajena que tocaran. Porque al fin y al cabo,
la tensión entre las figuras y los fervores no es otra que la ya indicada entre
los afanes de objetividad y la insobornable subjetividad, muy especialmente en Vassallo , aunque no
podamos profundizar en este asunto sin antes ocuparnos de la tremenda gravedad que
asumía en él esa palabra: “subjetividad”. Lo que sí podemos traer ahora a
colación – y ésta es la segunda referencia a la que aludía –, es una elocuente
confesión de Vassallo en su primer homenaje a Korn, en 1938, aunque la hiciera
como al pasar: “El Dr. Korn gustaba reprocharme – a lo mejor con secreta aprobación
– el que yo propendiera a atribuir, tal vez sin quererlo, ideas de mi
predilección a los filósofos cuyo pensamiento me apasionaba” (III, pág. 414). Pero
justamente eso es lo que siguió haciendo Vassallo cada vez que se ocupaba de
otros pensadores, manteniendo a la vez la más intachable objetividad que quepa
esperar entre filósofos. De manera tal que no en vano sospechaba la aprobación
de Korn, ya que si en realidad ningún filósofo puede sino desfigurar a los
otros, si el Kant de Nietzsche es menos Kant que Nietzsche, así como el
Nietzsche de Heidegger es menos Nietzsche que Heidegger, y así como el propio
Korn de Vassallo es seguramente menos Korn que Vassallo, ¿qué otra cosa era
deseable que hiciera ese filósofo que el maestro veía ya en su discípulo, aun
cuando no contara con una vigorosa tradición local, ni con un entorno más
emancipado y propicio para su despliegue personal, y aun cuando acaso sólo a
los europeos pudiese tocarles en suerte el ambivalente honor de ser convertidos
a su vez en figuras?
Haríamos mal en
desdeñar las cualidades literarias de un filósofo, tales como la claridad y la
expresividad de su escritura. De Vassallo en especial, bien podemos decir que
su prosa es de las mejores, si no la mejor a secas, de la filosofía argentina de su tiempo.
Sin embargo, en el marco de las limitaciones y las presiones que quedaron señaladas,
más los pudores y las constricciones filosóficas del propio Vassallo, y a falta
también de herramientas de análisis más apropiadas por parte de sus intérpretes,[16]
o simplemente a falta de la debida atención, esa calidad de su prosa dio lugar
al mayor malentendido acerca de su pensamiento.[17]
No podía dejar de percibirse en
Vassallo una eficaz manera personal de decir ,
pero como si a lo así dicho le estuviese vedado tener igualmente un carácter
personal; ya fuese porque esto sería contrario a la validez universal a la cual
aspiraría toda enunciación filosófica, o bien porque presuntamente Vassallo no
hacía mucho más que exponer de esa manera las ideas de otros. Se tendió así a
disociar la lengua del pensamiento, descuidándose que las cualidades literarias
de un filósofo constituyen sólo un aspecto de su estilo, el cual resulta ante
todo y justamente
de cruentos combates entre su pensamiento y su lengua,
incluso en condiciones históricas poco propicias, y aunque la “objetividad” de ocuparse de otros
filósofos le imponga al desafío condiciones adicionales.
Reseñando Elogio de la vigilia, de Vassallo, Miguel A. Virasoro afirmaba:
“En un estilo preciso y rico en sugerencias emocionales, desenvuelve el autor
un núcleo de pensamientos que organizan, si no una filosofía propia, una manera
peculiar de vivir una determinada plenitud de exigencias espirituales”.[18]
Y luego de otras apreciaciones de fondo que comentaremos en su momento, concluía
destacando a Vassallo como “una de nuestras mentes más equilibradas y vigorosas”,
pero acotando: “posee un modo muy personal de hacer suyos los problemas esenciales que
sus lecturas le suscitan.”[19]
Lo que no advertía Virasoro es que Vassallo no habría podido hacer suyos esos
problemas si éstos no hubiesen sido ya de antemano también los propios, en la
exacta medida en que su propio filosofar definía su estilo como una ecuación necesariamente
frágil pero estrecha entre pensar y escribir. Sin embargo, treinta y cinco años
más tarde, Eugenio
Pucciarelli reiteraba juicios similares y aun más alejados de
entrever la cuestión del estilo en
Vassallo , aunque intentara una valoración positiva de la
misma obra: “Aun cuando la presentación de las ideas es personal, las ideas
mismas no son originales, si por original se entiende la expresión de un
pensamiento inédito, el pueril prurito de la novedad. Pero las
ideas ajenas han sido vivificadas por la propia experiencia del autor, y sobre
esta base han sido organizadas en un estilo personal. Es original y sobremanera
distinguida la nota que da este libro en la filosofía argentina”.[20]
¿Pero qué podría significar aquí la originalidad de esta “nota”, la de
“vivificar” ideas ajenas, mediante recursos literarios de “honda resonancia
afectiva”, según señala también Pucciarelli?[21]
Reducido el estilo a un asunto de forma, como si lo pensado no tuviese nada que
ver con ella, ¿en qué residiría entonces la originalidad propiamente filosófica
del libro, por no hablar ya de distinguirlo en el marco de la filosofía
argentina? Al igual que Fatone, Vassallo nunca se interesó por la originalidad
entendida como novedad, es cierto; pero ¿se sigue de ahí que las ideas que
expuso no pudiesen ser sino ajenas? Más aun, si Fatone y Vassallo estimaron ellos
mismos que la filosofía no tenía nada que ver con la novedad, mejor haríamos en
examinar cómo entendían y practicaban su filosofar, en lugar de asignarle
apresuradamente a sus obras un valor proporcional a la escasa o nula novedad aparente
de sus ideas. Pero además, ¿es posible repensar una idea sin desfigurarla, sin
alterarla? O más precisamente, si cada idea es personal, pero lo pensado es más
bien el problema implicado en ella – de donde provendría la validez al mismo
tiempo “universal” de la idea, cuestión que dejamos en suspenso –, ¿no se
trataría acaso de repensar lo ya pensado y aun lo impensado del problema, dando
lugar así a una idea “nueva”, por mucho que la novedad no sea una finalidad en
sí misma, sino un derivado de la índole forzosamente personal del filosofar? De
lo contrario, ¿a qué se debería que términos como “razón”, “trascendencia”,
“finitud” o “sujeto”, por no hablar ya de sus relativos equivalentes en cada
lengua, asuman sentidos a veces tan diversos de un filósofo a otro? Esto, en
cambio, no es ninguna novedad: al menos desde Platón, todos los filósofos han
gestado y formulado sus ideas repensando problemas a través de las ideas de sus
predecesores o contemporáneos, siendo a su vez incontables los equívocos de
terminología y
traducción de esa larga historia, hasta que el asunto alcanzó
un destacado rango filosófico en la Aufhebung
(superación que anula) de Hegel, así como luego en la Wiederholung (reiteración que recupera) de Heidegger. Pero finalmente,
si las palabras de Pucciarelli, referidas a uno de los libros más
personales de Vassallo, fuesen justas, ¿qué quedaría por decir de aquellos
donde Vassallo interpreta las ideas de otros pensadores?
En estos
últimos libros, como Nuevos prolegómenos
a la metafísica o Retablo de la filosofía
moderna, cobra mayor intensidad la tensión entre objetividad y subjetividad.
En una actitud característica de todos sus escritos sobre otros filósofos, ya
en uno de los primeros, sobre Maurice Blondel, nos dice Vassallo que procurará
“la mayor objetividad en la exposición de su pensamiento a fin de no confundir
lo propio con lo ajeno” (II,pág. 206). Esta objetividad, sin embargo, no podía
ser nunca la de un espejo ante su objeto, pues implicaba más bien internarse en
el pensamiento de otra subjetividad, internando en él también al lector. Y
justamente porque su propia subjetividad se ve involucrada en los desafíos de
ese otro pensamiento, Vassallo no puede dejar de desfigurarlo y evaluarlo, pero
de modo tal que a la vez, en la tensión misma entre afinidades y divergencias,
lo comunica al lector con inusual fidelidad
y claridad. Para quien quisiera así introducirse en las filosofías de Kant,
Blondel, Bergson o Marcel, tendría ya en esto motivo suficiente para leer a
Vassallo. Pero aun así, y especialmente cuando manifiesta o insinúa juicios
críticos, convendrá tener presente para él mismo lo que nos dice comentando a
Bergson: “el enfoque que un pensamiento original hace de los puntos de vista a
los que se contrapone es parte también de la originalidad de aquel pensamiento”
(III, pág. 217).
Por otra parte,
lejos de agotarse en sus virtudes “didácticas”, y como se ve con mayor
dramaticidad en sus ensayos más personales, hay en el estilo de Vassallo una incesante
lucha por decir algo que se resiste a ser dicho, como a su turno habría señalado
ahora Bergson, y que repercute en las incesantes reescrituras de las que da cuenta
un análisis evolutivo de sus textos, según veremos. Una lucha que se entabla en
medio de una apremiante tensión entre la validez personal y la validez
universal de lo que el filósofo quiere comunicarnos, y que se advierte
igualmente en la función clave que en su escritura cumplen las metáforas. A la
vez, el pudor del filósofo no se limita a la relativa inhibición de hablar con
voz propia frente a los demás, sino que está ya en su profunda conciencia de la
experiencia metafísico-moral en la que le va el ser. Pero esta experiencia no
se deja transmitir como una verdad objetiva, aunque admita otro modo de comunicación,
y por eso el estilo de Vassallo no se define por el propósito de enseñar, ni
siquiera en sus cursos. Sobre todo nunca asoma en él la intención edificante o
moralizante; y Pucciarelli advierte esto, pero estimando equivocadamente que nuestro
autor sólo “dibuja el derrotero de sus propias experiencias espirituales”.[22]
Sin sospechar la dimensión filosófica implicada en este derrotero, Pucciarelli
no tiene en cuenta que un metafísico, según el propio Vassallo, se diferencia
del poeta, del místico y también del inquisidor de su alma, por hallarse “poseído
de una irresistible exigencia teórica”,
por sentir “la exigencia de
justificar el contenido de la experiencia metafísica” (II,pág.
268).
La cuestión de
la justificación teórica, valga anticiparlo, constituye un grave problema en Vassallo , pero conforme
al sentido que asume en él la “gravedad”, por razones que no hacen sino
intensificar en él esa exigencia filosófica, y que excede todo teorizar
posible, para revelarse como exigencia moral. En todo caso, no es casual que lo
que rige su estilo sean proposiciones, pero no en tanto que enunciaciones de presuntas
verdades o de normas éticas universalmente válidas, sino en tanto que formas de
sugerir y proponer; como si finalmente apuntasen a despertar conciencias, en un
sentido mucho más radical que el de cualquier moralizar. Y es paradigmática al
respecto la frase de inicio del primer ensayo de Elogio
de la vigilia:
“Yo propongo un pavor: saberse embarcado en la existencia” (I,pág. 329). Dejando
para su momento la interpretación de este “saberse embarcado”, ahora tan sólo notemos
la siguiente paradoja, aunque nadie se detuviera antes en ella: ¿cómo es
posible proponer un pavor? Supuesto que fuese posible en algún sentido más o
menos convencional, ¿por qué hacer, o cómo justificar, semejante proposición? O
mejor todavía, si admitimos que la frase escapa a un régimen semántico y
pragmático convencional, y que no obstante Vassallo la formula – en lugar, por
ejemplo, de declarar que es pavoroso darse cuenta de existir –, ¿a cuál
necesidad o exigencia responde tal proponer, encabezado además por un “yo” que en
nuestra lengua sería gramaticalmente prescindible? Más aun, ¿cómo y por qué esa
exigencia del filósofo, al trasponerse al discurso, a la tentativa de comunicarla,
no se traduce en un imperativo, sino precisamente en la insólita propuesta de
un pavor, o en una “Invitación al sondeo inicial en la cuestión del ser”, o en
“Proposiciones para la noche oscura de la libertad” (“para” y no “sobre” o
“acerca de”), como titula Vassallo otros ensayos del mismo libro?
Estas preguntas
nos empujan al centro de su
pensamiento, sólo desde el cual se comprenden rasgos más específicos de su
estilo. Y aunque sea innegable su “dominio” de la lengua – dominio que
paradojalmente, en un filósofo, siempre testimonia su saberse en última
instancia dominado por ella –, no nos faltarán ocasiones para comprobar que ese
estilo implica, en una manera de decir, una manera de filosofar. Comprobaremos
así en Vassallo
lo que del estilo filosófico en general afirmara Deleuze, que tanto sabía de leer
e interpretar a otros: “En filosofía, el estilo es el movimiento del concepto”,
es “una modulación y una tensión del lenguaje entero hacia un afuera”.[23]
3.
Enigma personal y constricciones filosóficas
Las alusiones
precedentes a la subjetividad y al carácter personal no sólo del decir sino de
lo dicho por Vassallo, así como al pronombre de “Yo propongo un pavor”, apuntan
en la dirección de lo
que indiqué al principio: la cuestión central de su filosofía es casi inseparable de la cuestión acerca
de quién fue Vassallo. Al margen de
la infinita distancia entre su singularidad existencial en primera persona y lo
que nosotros pudiésemos saber de ella, en el “casi” de esa inseparabilidad está
enteramente en juego la diferencia entre la índole personal de una
experiencia y su validez filosófica. Porque apurando el asunto en dos palabras,
tendríamos que afirmar que la principal cuestión filosófica de Vassallo, si no
la única, fue él mismo… Y en una primera impresión, esto no puede sino sonar
escandaloso o provocativo: ¿qué importancia tendría tal cuestión para nosotros?
O bien, ¿cómo podía Vassallo hacer de él mismo una cuestión propiamente
filosófica, y sólo así de eventual validez para otros? Pero empecemos por esta
corrección: Vassallo no hizo de él mismo una cuestión, como quien elige hacer esto
o lo otro, sino que tuvo conciencia de haberse convertido en un enigma sin
proponérselo. Al igual que San Agustín cuando afirmaba justamente eso, quaestio mihi factus sum, según recuerda
el propio Vassallo en un fragmento de 1944 donde hallamos su más clara confidencia
acerca de lo que definiría a un filósofo en general: “Testigo y documento de terribles
experiencias, puesto que él ha sido problemas, y sobre todo ha visto cómo se
transformaba él mismo hasta quedar reducido a un viviente problema” (III, pág.
454). Una caracterización breve pero elocuente, y próxima además de aquella otra
célebre de Nietzsche,[24]
a cuyo desafío de crearse a sí mismo – así como a la variante sartreana de
elegirse mediante un proyecto – Vassallo opone, sin embargo, el desafío de realizarse
a sí mismo. Pero retomando el asunto previo que nos ocupa, también Kierkegaard
había destacado el interés infinito del existente en él mismo, y si desde Heidegger
quedó claro que la obra del genial danés no tiene sólo valores literarios y
teológicos, sino un genuino valor filosófico, al menos se concederá que la
cuestión medular de Vassallo no queda impedida de ser filosófica en
virtud de su carácter profundamente personal. La tarea consistiría más bien en
mostrar cómo y en qué sentido lo es, al hilo de las claves que iremos examinando
más adelante. Pero dado que nos hemos remitido a San Agustín y a Kierkegaard,
tendremos que ver también cómo y por qué Vassallo nunca se pronuncia, sin
embargo, en términos teológicos.
Si alguna vez Vassallo
hubiese parafraseado la tesis más conocida de José Ortega y Gasset,
seguramente habría afirmado: “Yo soy yo y mi trascendencia”. Con lo cual
pretendo indicar, ante todo, que el “yo” de Vassallo no se agota en sí mismo, no
se queda ciegamente enclaustrado en su finitud. Muy por el contrario, el
“verse” en su finitud le es esencial. Pero por otra parte, no por eso se define
ese “yo” en función de sus circunstancias, ni de lo que existencialistas como
Sartre llamaron situación, sino desde un más
o un ultra ajeno a la facticidad del
mundo. Más exactamente, el “yo” de Vassallo ni siquiera se define desde tal
alteridad indefinidamente transmundana, sino que se torna indefinible para sí
mismo, se vuelve enigma. Y puesto que esta experiencia le concierne al “yo” en
la singularidad de su destino, la trascendencia viene a ser, no obstante su
infinita alteridad y su presunta universalidad, una trascendencia para ese “yo”:
es “mi trascendencia”.
Ahora bien,
aunque esta rápida aproximación al núcleo del pensamiento vassalliano sea aceptable,
es muy insuficiente; pero no simplemente por no mostrar de qué manera esas
indefiniciones no admiten nada parecido a la indiferencia, sino porque, a
primera vista, esto podría mostrarse recurriendo a ciertos poetas y místicos,
dejando abierta la cuestión de la relevancia filosófica de esa experiencia metafísico-moral.
De hecho, Vassallo nunca escribe “mi trascendencia”, así como jamás se dirige a
su Dios; y mejor haríamos en sospechar que si en Vassallo hay una
filosofía, en lugar de una mística (o cuando menos como mística de fe, de signo
manifiestamente religioso), en alguna medida esto se debe a que la
trascendencia no cobra para él los rasgos de un rostro divino. Uno de sus
textos breves más claros al respecto es “Quaestio
de fide” (III, pág. 451). Además, su propio “yo” se insinúa como pronombre
ineludible de ciertas afirmaciones, pero tendiendo con mayor frecuencia a
ocultarse, a invisibilizarse, y sin ser nunca la expresión de un concepto,
mientras que el término “subjetividad” no es un mero sustituto más abstracto al
efecto. Observemos ya entonces lo siguiente: si Vassallo ofrece escasas líneas
en primera persona acerca de aquella experiencia, hablándonos mucho más de la
trascendencia y la subjetividad en general, esto se debe a que su interés no es
ofrecernos una mera descripción de su experiencia, sino mostrarnos precisamente
su relevancia filosófica. Más aun, cuando se trata de brindar lo que Heidegger
llamaría testimonios ónticos, Vassallo prefiere casi siempre valerse de los
testimonios de otros. Como estrategia discursiva, esto le permite satisfacer,
si se quiere, las apelaciones a la autoridad que demandaba el ambiente cultural;
pero es ante todo un recurso fiel a su propia necesidad de corroborar y mostrar
que esa experiencia, en lo que a su validez filosófica concierne, no era sólo
la suya.
Sin embargo, mostrar
la validez de esta enigmática experiencia significa justificarla
filosóficamente, lo cual aquí viene a ser tanto como hacerle justicia en el
plano teórico, y persistimos así frente a un asunto extremadamente delicado,
pues si el filosofar se elevara a expensas de esa experiencia que la moviliza,
el resultado sería exactamente el opuesto. Y en efecto, hay en Vassallo una desconfianza
intensamente alerta frente a los riesgos de la teoría, en la medida en que ésta,
tendiendo a hacer de todo un espectáculo, se presta a tergiversar y a devaluar
más pronto que tarde la experiencia que debería aclarar y explicar. En sus
palabras, el único conocimiento que le interesa al existente singular en cuanto
tal, es el que le está destinado, el
“saberse” en el cual le va el ser; y mucho más vale el ser verídico que todas las verdades objetivas juntas.[25]
Entre otras razones, por eso Vassallo está más cerca de Kierkegaard o de Amiel
que de Heidegger; y de ahí también una de sus afinidades más importantes con
Gabriel Marcel, para quien la necesidad metafísica, escribe Vassallo, no es “apetencia
del conocimiento del ser, sino apetencia del ser – derechamente” (I, pág. 240).
Algo similar le ocurre en sus afinidades juveniles con Blondel, y en este sentido,
a Vassallo le atrae el coincidente planteo de Jean Wahl que tan buena fortuna
hiciera entre las décadas del treinta y el cincuenta: la necesidad de una
ontología concreta. Pero aunque no lo expresara en estos términos, para nuestro
filósofo había un gran trecho entre el llamado de Wahl hacia lo concreto (vers le concret) y el llamado de Husserl
a las cosas mismas (zu den Sachen selbst);
pues la pureza eidética de la fenomenología se consigue sólo al precio de poner
entre paréntesis, neutralizándola, la gravedad metafísica y moral de la subjetividad
que le importa a Vassallo, de modo que no podía ser esa su vía teórica. La
“conciencia trascendental”, afirma, es un “verdadero rendez-vous de fantasmas” (II, pág. 261), mientras que la vigilia
que él nos propone, en cambio, “es
conciencia, pero transida de ser” (I, pág. 349 ). De ser, y no de nada , según
pretenderá Sartre. Además, la vigilia no implica despedirse de lo eterno, sino
asumir el vértigo de su ausencia, y por eso a Vassallo no podía seducirlo
tampoco el ser-para-la-muerte que según Heidegger haría posible la
autenticidad, ni su concepto de cuidado o preocupación (Sorge), definido desde y para la historicidad del ser-en-el-mundo,
y como si la voz de la conciencia obtuviese un rango ontológico al costo de abstraerse de todo
sentido moral.[26]
Los grados que Vassallo distingue en la conciencia llevan a destacar, por el
contrario, que hay un sentido en el cual la conciencia, en su singularidad,
puede y debe ser “un permanecer despierto infinitamente más de lo debido” (I,pág.
347) y III, pág. 303). Un
sentido, además, según veremos, en el cual la conciencia del deber no es un factum (Kant), pues ante todo ella misma
debe ser, de un modo más originario que cualquier deber que emanase a su vez de
ella.
Para Vassallo,
la cientificidad entera de la filosofía, supuesto que fuese posible, tiene que
estar al servicio de esta conciencia individual; una cientificidad, entonces,
que no sería más que un esquema o “un canevas
sobre el que cada vida filosófica edifica su original acceso a la verdad” (I, pág.
341). Aunque asuma el desafío de teorizar, Vassallo se resiste a practicar una
distinción tan tajante, a la manera de lo que leemos en Ser y tiempo, entre lo ontológico y lo óntico, entre lo existencial
(existenzial) y lo existentivo (existenziell). Pero justamente por eso,
son diferentes sus recursos para hacernos ver que la subjetividad es siempre la
de cada cual, sin esa necesidad de Heidegger de repetir
que el ser del estar (Dasein) es cada
vez el mío (je meines). Por lo demás,
al ocuparse del más propio e íntegro poder-ser del “Dasein”, Heidegger admitía
la presuposición de “un ideal fáctico” en la base de su ontología;[27]
y en sus obras posteriores terminará declinando, en favor de un lenguaje más
poético, ese estilo donde la “ontología fundamental” presumía garantías de neutralidad
y universalidad.[28]
En definitiva,
en las distancias entre Vassallo y los planteos fenomenológicos y hermenéuticos
clásicos, lo que está en juego son distintas concepciones de la filosofía, las
cuales no se dejan reducir fácilmente a etapas de una evolución histórica.[29]
Más aun, así como el verdadero ser del hombre, según Vassallo, es uno con su vigilia,
y sólo puede ganarse o perderse cuando ya se sabe en riesgo, así la filosofía misma
sólo puede hallarse en alta mar y malograrse cuando, en un sentido esencial, ha
asumido de antemano su naufragio, sin menoscabo del goce muy íntimo pero
exaltado que suscitan las hazañas heroicas; según puede apreciarse leyendo,
entre otros, su ensayo “Sobre el ser del hombre, ser amenazado” (I, pág. 351
ss.). Curiosamente, para este pensador nacido en Italia y llegado de muy
pequeño al Río de la
Plata, podríamos hacer valer aquella paradojal sentencia de un antiguo fenicio imprevistamente
empujado a las costas de Atenas y devenido a su modo también “porteño”
(estoico), filósofo auroral del puerto: “Tras haber naufragado es cuando me
place navegar” (Zenón de Citio).[30]
En todo caso, si es desaconsejable dejarse llevar por metáforas y analogías aún
no suficientemente justificadas, al menos se concederá que indagar sobre la
posibilidad de la filosofía implica estar ya filosofando. E indudablemente,
esta cuestión concierne de lleno, en Vassallo en especial, a un problema que por lo
pronto tendríamos que formular así: ¿cómo pasar de la existencia singular a una
concepción de la existencia en general? O según expresa Norma Fóscolo: “En el
contexto del pensamiento de Vassallo, hablar de la existencia, en general, sería,
quizás, hablar de nadie, de nada. Y lo que es quizás peor: nadie le diría nada
a nadie. Y eso contradiría la noción – y vivencia – que el mismo Vassallo tiene
de la filosofía”.[31]
Fóscolo toca
aquí un asunto clave, pero si vacila y roza la presunción de imposibilidad de una
filosofía de la existencia en
Vassallo , es porque llega ahí desde un enfoque tan verosímil como
engañoso; aunque por lo demás, y al margen de otros desaciertos menores, sea
ella quien más amplia y lúcidamente estudió hasta ahora a nuestro filósofo. En
efecto, Fóscolo piensa que Vassallo no sobrepasa “el ámbito de la existencia
singular”, hacia la elaboración de una antropología filosófica que dé acabada
cuenta de las
estructuras de la finitud (tal como él mismo postulara), y atribuye
esto a la falta de “una reflexión metodológica”.[32]
Pero “tanto peor” además, diríamos, si Vassallo parece apuntar a esa
antropología sólo o principalmente para volver al ámbito de la singularidad: no
es casual que Rafael Virasoro (hermano de Miguel Angel) planteara la cuestión
más bien en términos del riesgo de un subjetivismo extremo y desentendido, al
parecer, de la alteridad concreta.[33]
Pero dejando este asunto para retomarlo en el momento adecuado, casi al final
de nuestro recorrido, notemos que Fóscolo descuida ciertas prevenciones de
Vassallo, según leemos ya, por ejemplo, en un texto de 1935: “Como todo
filósofo auténtico, [Bergson] no ha dado importancia excesiva a la cuestión del
método”, el cual, precisa también, es indisociable del filosofar mismo (I, pág.
153). Vassallo continúa allí sosteniendo que el método de un filósofo, en tanto
que instrumento, sólo importa a los epígonos, y que cuando finalmente éstos
logran darle forma, en el afán de hacerlo útil a otros objetos, lo han
desvinculado del único que le daba sentido, y ya no sirve para nada. Fóscolo se
asoma a un problema delicado, y sospecha que ahí entra en juego por entero la
concepción vassalliana de la filosofía; pero al equivocar el enfoque, no
examina de cerca ese vínculo, entre cuyos aspectos están los reparos de
Vassallo en relación a la teoría, las características de su propio estilo, y la
cuestión moral.
Nada exime a Vassallo de la exigencia
teórica, a tal punto que ella se torna incluso más apremiante frente a sus
realizaciones efectivas, que parecieran dispersarse en las tentativas de un
náufrago, en “los pedazos esparcidos sin orden, los disjecta membra, de una filosofía” (I, pág. 328). Y nada nos asegura
tampoco a nosotros contra el riesgo de naufragio en la tentativa de reunir
tales piezas, hacer visibles sus articulaciones, e insinuar formas y sentidos de los
huecos restantes en el rompecabezas así reconstruido. Pero estos fragmentos no
se encuentran dispersos en medio de una multitud de testimonios ónticos, los
cuales, muy por el contrario, aparecen en contadas ocasiones, y a veces apenas
al pasar, en la oportuna cita de un verso. Según la distinción que nos sugieren
ciertas metáforas suyas, la dispersión acontece, desde la experiencia personal de Vassallo ,
en medio del mar, en una noche oscura, mientras que en el plano teórico en el
cual cristalizan, esos fragmentos serían más bien como pequeños oasis, si no quizás
espejismos, en medio de un desierto de conocimiento. Secundariamente, la
dificultad de ensamblar tales fragmentos se debe a que Vassallo, siempre con la
gran cautela que mantenía frente a lo teórico, exploró con frecuencia sus
propias vías conceptuales a través de espíritus afines, pero como buscando nutrirse
menos de sus ideas que de su fe en ellas. Incluso de espíritus muy poco afines,
pues si algo admiraba Vassallo
de Hegel , con cierta nostalgia, era justamente su fe en el conocimiento;
y aquí encontramos el motivo más profundo del interés de Vassallo, a primera
vista desconcertante, en el racionalismo en general.[34]
Además, si algo criticó a ciertos irracionalistas y vitalistas, fue la
tendencia a disolver la filosofía en emociones de una “vida estética”.
Con esta
aproximación al filosofar según lo concebía Vassallo, se van aclarando las
constricciones ellas mismas filosóficas que, abonadas – o mejor dicho, casi esterilizadas
– por el terreno cultural, contribuyeron a hacer prácticamente inevitable para
sus contemporáneos el malentendido general sobre su pensamiento y su estilo. Al
respecto, Miguel A.
Virasoro , desde una concepción diferente de la filosofía y una
fe casi inquebrantable en el conocimiento, hizo sin embargo la valoración más
equilibrada que hubo de Vassallo durante largo tiempo, aun cuando entretanto le
quedara velado lo esencial de su pensamiento. Paralelamente, interpretando mal
sus planteos acerca de la razón, no faltaron los que creyeron descubrir en Vassallo un pensador
cristiano de inconfesa proximidad con el tomismo.[35]
Con todo, las lecturas que más irritaron a Vassallo – según consta en las
quejas que desliza en algunos de sus prólogos, y podemos empezar a entender por
qué – son las de quienes, tomando sus escritos por meras reproducciones bien entonadas
de ideas de moda ,
no se percataron de su propia problematización, por fragmentaria y pudorosa que
fuese, ni de cómo la gravedad de sus planteos sobre lo teórico agrietaban y
precarizaban por igual la validez de aquellas ideas. Tal problematización puede
hallarse en diversos lugares, especialmente en los textos de neto sello personal,
como los reunidos en ¿Qué es filosofía?,
pero siendo el más conciso y rotundo al respecto el titulado “Defensa y
rectificación del conocimiento”, en Elogio
de la vigilia. El autor advierte allí, en efecto, que tanto la ciencia como la metafísica,
dado lo inseguro de toda verdad teórica, “están siempre amenazadas”, y sentencia:
“la pura aprehensión teórica del ser (…) y, en especial, la del ser total o
último, o metafísico, según es usual llamarlo, lleva en su interna dialéctica
una semilla de autodestrucción” (I, pág. 381).
Es sintomático,
por otra parte, el itinerario de Vassallo con respecto, justamente, a la
dialéctica, que en general aparece designando el tipo de justificación crítica que
se espera de un filósofo. Quizás por lo mismo que los logros de semejante
empresa serían siempre precarios, Vassallo no sólo no reduce la dialéctica a una
secuencia triádica de tesis, antítesis y síntesis (ni siquiera cuando
interpreta a Hegel), sino que parece eludir precisiones conceptuales sobre ella.
Pero a la vez, aun cuando ya había dejado atrás el atractivo que encontrara en
la dialéctica a la manera de Blondel, Vassallo sugiere que la dialéctica sería,
en todo caso, el nombre que mejor le cabe a la racionalidad distintiva de un
filósofo. Hacia 1951 llega así a caracterizarla como el camino “más seguro y
críticamente controlable”, y aun como “la vocación del filósofo” en su relación
personal negativa con la
trascendencia, en contraste con la relación “de unión positiva” que el místico guardaría con ella (I, pág. 444). Sin
embargo, en 1962 ensaya una distinción entre la filosofía como “ejercicio
radicalmente crítico del intelecto” y la metafísica como “un saber positivo,
quiero decir: no dialéctico y no correctivo” (III, pág. 459). Y un año después,
a propósito de cómo dar cuenta de la transición de la
pura autoconciencia a la suprema vigilia o “conciencia desde” en aquella
relación personal con la trascendencia, nos confiesa: “Inaceptable, con mucho
de prestidigitación, me parece ahora toda explicación ‘dialéctica’.”[36]
Si aquí, ante su
inquietud más cara, hace aguas el ansia de seguridad y control, y si con ella
pareciera hundirse la posibilidad del filosofar, bien podría conjeturarse que
Vassallo experimenta algo así como una tentación mística. Como si aquél que se
descubrió convertido en problema para sí mismo, se recluyera en su intimidad
abismal, procurando regresar al Pascal de su primera página, allá por 1923 (III,
pág. 265 ss.). Se diría incluso que esa fue la tentación más constante de
Vassallo, según lo sugiere una fórmula pascaliana que leemos en ese breve
escrito y que vuelve casi como un leitmotiv
en varios textos todavía: “No me buscarías si no me hubieses ya encontrado”. Sin
embargo, tan movilizadora como equívoca, esa tentación, si así podemos
llamarla, no podía alcanzar consumación; y justamente porque es casi constante,
en pocos filósofos se percibe con tanta nitidez como en Vassallo este “destino”:
ser filósofo, es algo que no se elige. Si de Pascal ha podido afirmarse que es
antes un apologeta del cristianismo que un filósofo, de Vassallo hay que decir,
en cambio, que aun allí donde pareciera y hasta quisiera identificarse con los
místicos, sentirse redimido, no sigue haciendo otra cosa que filosofar. Aunque
sorprenda, el propio Vassallo señala, a propósito del pensador francés, “la escasa
amplitud de su espíritu filosófico”, concluyendo, no sin admiración y gratitud
por su penetrante visión de la condición humana, que “se puede y hasta se debe
ir más allá de Pascal” (II, pág. 289).
En la
diferencia entre el filósofo y el apologeta hallamos, de hecho, la primera
razón de la variación que le imprime Vassallo a otra célebre frase de Pascal: “está
usted embarcado” (vous êtes embarqué),
le dice el cristiano al escéptico, procurando inducirlo a apostar por la existencia
de Dios,[37]
mientras que el filósofo argentino se pone y nos pone en el lugar del segundo,
escribiendo “Estamos embarcados”. Consiente así un drama existencial que se agrava
además como vértigo y pavor, pues tampoco la apuesta es voluntaria. Por igual
razón, cuando Vassallo reitera con San Agustín que se ha vuelto enigma para sí
mismo, el enigma ya es otro, pues no dice que esto le ocurra, como al místico, ante
los ojos de un Dios a quien le elevara su clamor de sanación.[38]
Y una de las distancias más claras que toma nuestro filósofo frente a Blondel,
ya en su juventud, tiene lugar allí donde éste pretende pasar de la dialéctica de la
acción pura a la hipóstasis platónica de una voluntad infinita, lo cual, se
atreve a señalar Vassallo, “resulta extraño” desde los postulados del propio
filósofo francés.[39]
En un sentido semejante hallamos reparos (o silencios elocuentes) en sus
escritos sobre Bergson y Marcel, mientras que poco a poco se muestra, en
cambio, más cercano a Jaspers; puesto que, como él, también el filósofo alemán indica
una trascendencia, rehusando a la vez aquella tentación más bien teológica de
querer convalidar experiencias místicas como verdades filosóficas.
En la evolución
de sus ensayos de más explícito carácter personal, se observa parejamente un
creciente rigor crítico de Vassallo respecto de la cuestión religiosa. Expresiones
tales como “participación” o “indigencia de ser” van desapareciendo de su
lenguaje, al tiempo que “misterio” cede a veces su lugar a “problema”, y el
término “ser”, que en un principio mantenía resonancias substanciales, queda
desplazado por “trascendencia”, en su sentido más relacional de pura alteridad.
Porque si en algún momento el ser, señalado como “la consistencia, la verdad y
la vida”, asomaba como “lo otro” de la subjetividad finita y, no obstante su
“presente ausencia”, requería ser mencionado (I, pág. 369 ss.), más tarde no
quedará nada ya ni siquiera de la posibilidad de mencionarlo (III, pág. 302). A
su turno, tampoco el ser puede dirigirle la palabra a la existencia vigilante,
pues sólo “en una figura de prosopopeya”, aclara Vassallo, el ser le diría
aquello de “No me buscarías…” (III, pág. 303).[40]
En Elogio de la vigilia no falta, es
cierto, algún verso de San Juan
de la Cruz, como su paradojal “sin arrimo y con arrimo”; y
todavía en 1945, Vassallo afirma que “el metafísico es hombre de espera : espera la respuesta”, llegando a sugerir que esta respuesta, de improbable
índole racional, podría consistir en “una especie de saber de salvación” (III,
pág. 289). Sin embargo, esta conjetura
no suprime la espera, no cancela la metafísica; y bien conocía además nuestro
filósofo la diferencia entre la espera y la esperanza.[41]
O como dirá hacia 1958 con ironía poco habitual, rehusando soluciones teológicas:
“acaso felizmente” sabe él poco de la trascendencia, pues “sólo para el Dios al
que tienen fácil acceso algunos metafísicos y teólogos el mundo es
transparente”, mientras que la verdadera metafísica “no es sino algunas
vislumbres y claridades en medio de una espesa oscuridad” (II, págs. 259-260).
En todo caso, el “Dios oculto” de Pascal se ha ocultado todavía más, tanto que
ya ni siquiera es posible saber si se trata de un dios. De ahí que la citada
frase pascaliana admita en Vassallo otro sentido: su conciencia filosófica lo mueve a
“buscar” formulaciones conceptuales para la trascendencia que ya ha
“encontrado” intuitivamente en la experiencia metafísica, pero en la vigilia
heroica de mantenerse fiel a esa alteridad en tanto que infinito exceso
respecto de todo lo que pudiera decirse de ella.
Estas rápidas
indicaciones nos bastan para observar que el filósofo se torna más patente en los
escrúpulos con que corrige y precisa sus palabras o lanza una alerta. Es el
rigor al cual lo apremia la trascendencia misma, tal como ella se le presenta
en su experiencia, “en el linde ajustado y preciso de la finitud
de la subjetividad”.[42]
Una trascendencia que no puede desconocer, en absoluto, y desde la cual procura
saberse, pero que al mismo tiempo lo mantiene a raya en su finitud. A diferencia,
además, de lo que pasa en el formalismo en tanto que pretensión de abstraer una
forma universal a partir de una multiplicidad de instancias empíricas o
fenoménicas, lo indeterminable de la trascendencia vassalliana es formal de un modo genuinamente
esencial y a priori.[43]
Pero justamente porque no admite que algún contenido particular (llámese Dios,
Bien o Espíritu) haga de ella un trono – o pero aun, un objeto de contemplación
–, el carácter formal de esa trascendencia no despierta una conciencia
religiosa sino filosófica, aunque a la vez no se trate del tipo de formalidad
que le garantiza a las ciencias la universalidad de sus verdades. Y si desde
los años cincuenta hay en los escritos de Vassallo, especialmente en sus
fragmentos, indicios paralelos de un regreso de la tentación mística, es precisamente
porque la exigencia filosófica que no ha dejado de intensificar, y que ha
purificado la fidelidad a su experiencia, le ha dado también mayor conciencia
de lo improbable de hacerle justicia por medios teóricos y “dialécticos”. Pero
en el peor de los casos, lo que ocurre no es que la filosofía desemboque
imprevistamente en una aporía, como si una fe religiosa pudiese sacarla de ahí,
sino que la filosofía misma, en su finitud, se le revela a Vassallo como la aporía
o el linde preciso y ajustado en la cual “habita” la trascendencia; de modo que
esta trascendencia es justamente la que lo “condena” a filosofar como única vía
de “salvación”. O como leemos en “Subjetividad y trascendencia”, el ensayo que
mejor sintetiza su pensamiento maduro: “La subjetividad misma en su desnudez ya es filosofar” (III, pág. 304).
Lo decisivo es
que la exigencia de justificación teórica, aun cuando sus resultados estén
condenados al naufragio, no constituye un designio del cual Vassallo pudiese
prescindir, puesto que es inherente a su propia experiencia. Considerada en sus
rasgos más generales, bien podemos reservarle a ésta el nombre de “experiencia
metafísica”, observando con Vassallo que ella se verifica no solamente en filósofos,
sino también en poetas, místicos e inquisidores de su alma. En esta pluralidad de
caracteres o temples individuales, sólo desde la cual serían concebibles
distintas determinaciones de la trascendencia, hallaríamos la apertura hacia
una posible convalidación intersubjetiva y “universal”. Pero si la
trascendencia persiste en su indeterminación o, más precisamente, en su
determinación como indeterminable, incitando a su justificación teórica,
entonces estamos ante una experiencia que, previamente a su descripción,
análisis y justificación, es de antemano más específicamente filosófica. De lo
contrario, ¿cómo entender que la subjetividad consista ya en filosofar? O en
otras palabras, ¿en qué residiría la validez universal de tal aserto sobre la subjetividad
– y de una subjetividad concreta –,
como si cualquiera pudiese reconocerse en sus palabras? Además, ¿cómo no
sospechar que la desnudez de esa subjetividad filosofante es esencialmente correlativa
de la desnudez o indeterminabilidad de su trascendencia? Para colmo de males, rara
vez lo que diga el filósofo de su trascendencia concitará identificaciones por
parte de aquellas otras sensibilidades metafísicas a cuyos ojos el filósofo
cometería, digámoslo así, el doble pecado de hablar en abstracto y de arrogarse
hablar de este modo también de
ellos. El filósofo puede replicar que la trascendencia deja
de ser la verdadera trascendencia, lo infinitamente otro, en cuanto acoge una
determinación, así como no hay subjetividad y personalidad sino en la propia
finitud y por ella. Paradojalmente, todo ocurre entonces como si el filósofo,
por hablar “en abstracto” de la trascendencia, y a la vez según una experiencia
personal que lo separa incluso de otros filósofos, no consiguiera sino hablar su
propia subjetividad. Notemos, por otra parte, que así como la experiencia
metafísica de Vassallo no es de jubilosa esperanza , ni se asimila fácilmente a la
que el estremecido poeta sublima y conjura para pasar a otro asunto, tampoco es
menos distante de la de esos otros metafísicos que, procurando neutralizar sus
subjetividades, avanzan confiados por la pendiente teórica (y sobre todo si
ésta los lleva a hacer de la trascendencia una subjetividad infinita). En este
sentido, y no obstante las motivaciones que encuentra en filósofos y pensadores
místicos como San Agustín, Pascal, Kierkegaard, Nietzsche, Blondel, Bergson,
Marcel o Jaspers – a quienes habría que ir sumando ya un cierto Descartes y un
cierto Kant –, Vassallo parece encontrar mayor afinidad en al menos un gran
inquisidor de su alma, como lo llama: Henri-Frédéric Amiel, autor de una monumental
obra póstuma titulada Fragmentos de un
diario íntimo. Vassallo cita a Amiel en contadas ocasiones, pero siempre
claves, y aunque no comparta su pathos
romántico ni sus inflexiones pesimistas, halla en él un testimonio
ejemplarmente lúcido del vértigo metafísico-moral que suscita la trascendencia
en la subjetividad.
En todo caso,
filosofar es para Vassallo no sólo un conocer sino un modo de realizarse a sí
mismo. A lo cual añade expresamente (y lo dice por única vez, pero es
suficiente): “Por eso, aunque la filosofía aliente la exigencia de un saber de
validez universal, los filósofos no se preocupan demasiado de la universalidad,
y se conforman de buena gana con la validez” (III, pág. 306). El lector a quien
esto le resultara demasiado osado, y echara de menos una reconfortante
referencia europea, podrá acaso recuperar la calma si se le recuerda esta otra
afirmación no menos contundente de Deleuze y Guattari que nos sugeriría, de
paso, una de las inesperadas razones de la “actualidad” de nuestro filósofo: “El
primer principio de la filosofía es que los Universales no explican nada, que
deben ser ellos mismos explicados”.[44]
Pero volviendo a Vassallo, sus palabras no significan que el filósofo se
desentienda de la universalidad, sino que, en cuanto los términos entran en
tensión y parecen contrariarse, se inclina forzosamente por la validez. ¿Cómo
podría preferir, en efecto, una universalidad acaso menos arriesgada pero
también menos fiel a su experiencia, menos veraz, y en tal sentido malamente
abstracta? La afirmación de Vassallo significa además que el tipo de
universalidad a la cual aspira el filósofo, nada tiene que ver con el reino de
los objetos, y que sólo le importa en tanto y en cuanto ella se derive
necesariamente de la
validez. En otras palabras, la validez es aquí condición sine qua non de la universalidad, y no
al revés. O como leemos en otro lugar, la filosofía es “un conocimiento vivido
y militante: sabiduría individual y sólo así, sin embargo, de veras universal”
(I, pág. 431). Fundada en la veracidad de una experiencia metafísica, esta
sabiduría resulta válida en un sentido eminentemente moral; y dado que esta
validez no es, sin embargo, la de un imperativo para la acción sino para el
ser, su universalidad adquiere más bien el carácter de una propuesta lanzada a
todos como un llamado a la vigilia, al realizarse de cada cual. Acaso sean numéricamente
muy pocos los que tengan oídos para esa propuesta, según sea la propia
experiencia metafísica de cada cual, y Vassallo lo sugiere; pero no por eso el
llamado se verá disminuido en su alcance como tal, y mucho menos en su validez.
Sin duda, el sentido propiamente filosófico de este llamado dependerá ante todo
de la índole de la
experiencia vital de la cual procede, y del rigor crítico con que el filósofo
indague en ella para elaborar y formular su propuesta. Pero cualquiera sea el
resultado de esta exigente tarea, su verdad no será nunca, como en las ciencias
(y en otras concepciones filosóficas), una adaequatio
rei et intellectus, sino antes bien, y en la medida en que lo logre, adaequatio intellectus et vitae (III, pág. 307).
Tras haber
cercado y rozado en movimientos concéntricos el núcleo de la cuestión
vassalliana, entraremos a examinarla con detenimiento. Confío que confirmaremos
así lo que, de algún modo, ya estamos en condiciones de apreciar al cierre de
este apartado: como ocurre en todo filósofo digno del nombre, no hay en Vassallo algo así como
una concepción de la filosofía que delimite luego su problemática, sino que es
la problemática misma que se le ha planteado, haciendo de él un filósofo, la
que define y modela, desde su interna estructura, una concepción personal de la filosofía,
así como su “método”, sus desafíos teóricos y su estilo.
4.
El itinerario de la subjetividad
¿Cómo hace
Vassallo para pasar de su existencia singular a la existencia en general, y en
qué sentido le importa este “paso”? O mejor dicho, ¿cómo resuelve la tensión
entre su infinito interés en sí mismo y su indeclinable necesidad de filosofar?
Si de algún modo esta tensión tiene origen en la experiencia metafísica que
mueve todo su pensamiento, ¿en qué reside entonces la índole filosófica de un
enigma que, sin embargo, sería a la vez y siempre profundamente personal?
¿Acaso no se revela esta tensión en su conformarse “de buena gana” con la
validez, aun cuando ésta no exhiba credenciales de universalidad, así como se
revela en lo fragmentario de su realización teórica? ¿Acaso Vassallo no se
mantuvo intensamente alerta al peligro de que la teoría desvirtuara la
veracidad de su experiencia metafísica, en lugar de hacerle justicia? Pero
entonces, ¿cómo podemos nosotros, a nuestro turno, interpretar adecuadamente sus
fragmentos teóricos, si estamos privados de esa decisiva instancia personal de validación ,
puesto que obviamente no estamos en la piel de Vassallo?
No nos bastará indicar
que si en sus escritos hay una filosofía, la misma ya no depende de su autor,
quedando en nosotros la constatación de su validez. Sin duda, sería imposible o
un completo desatino interpretar su propuesta si ésta no hubiese encontrado algún
eco en nosotros, pero es no menos claro que tal eco no puede reducirse al goce
o a la conmoción que nos brinden su lectura. Vassallo no pretendía que nos
pusiésemos en su lugar, ni para compadecernos ni para maravillarnos de su
suerte, sino que descubramos cada cual la necesidad de ser en la vigilia. Por otra parte,
si bien el llamado a realizarse a sí mismo tiene desde Píndaro una larga
historia, al tiempo que no pocos filósofos desde Sócrates han concebido su
actividad en ese mismo sentido, esto no nos ahorra la comprensión de la
justificación que Vassallo le diera al suyo. Pero si prestamos atención a lo
que llevamos dicho – o “si nos fijamos bien”, como él gustaba decir –, ya tenemos
las pistas necesarias para empezar a responder a esa serie de preguntas.
En efecto, una
subjetividad consciente de sí misma como enigma experimenta a la vez tanto la
infinitud de la trascendencia como el vértigo de su propia finitud. Pero
además, justamente porque esa trascendencia no tiene rostro, el enigma no se
agota en un no saber cómo salvarse, ni en un estarle velado a la subjetividad
el secreto de su propio quién, como
si aquella trascendencia tuviese de antemano la respuesta, sino que constituye
más bien el “misterio” de hallarse esa subjetividad embarcada en la existencia
sin ser ya alguien, a tal punto que su “salvarse” no se distingue de su
realizarse a sí misma. La suma de sus particularidades empíricas y psicológicas
define solamente el aspecto fáctico de su finitud, de modo que en vano
buscaríamos allí la respuesta al enigma. Tal respuesta no podría tener otro sitio
que el de la finitud,
pero desde su relación esencial con la trascendencia, y no en el plano de los
objetos científicos. Lo que ocurre es
que el enigma no es personal por serlo de alguien sino para
alguien; y dado que lo enigmático consiste en una pavorosa indeterminación
tanto del saberse como del ser, mejor haríamos en decir que sólo cuando tal
“alguien” se desfonda así en su finitud, minando y excediendo la calma de su
propia autoconciencia, puede experimentar la necesidad de determinarse, de
realizarse como persona. En tanto que vigilia, la subjetividad “nace” del
enigma, y justamente porque la trascendencia es para ella sólo una presente
ausencia, viéndose así también ella desnuda o como despersonalizada, su más
honda inquietud no radica en cómo pasar de su incierta singularidad a la
existencia en general, sino al revés: todo su filosofar consiste en un regreso justificado
a su propia interioridad. Lo que hace posible su teorizar no es ninguna
generalización desde su existencia individual, sino un mantenerse lúcidamente
fiel a la impersonalidad estructural de una experiencia en la cual ella, la
subjetividad, no es más que enigma. Evitando la intromisión de falaces determinaciones
“personales”, a esta subjetividad nada le resultaría más fácil que teorizar, si
no fuese por su infinito interés en sí misma; y precisamente porque la teoría,
ante el menor descuido, ya le está dando la espalda al destino personal, el
desafío de develar el
enigma, de regresar a sí misma, asume para ella un carácter heroico. A la vez,
tampoco tiene nada que envidiarle esta subjetividad a quienes presuntamente
tiene sus vidas resueltas sin necesidad de tal heroísmo, y mucho menos si éstos
viven como sonámbulos, pues si algo “define”, sin elección, el destino personal de esa
subjetividad, es su tener que realizarse filosóficamente, aun cuando su única
posibilidad de salvación esté en el naufragio.
Describir y
examinar la experiencia metafísica conlleva siempre en Vassallo la necesidad de
justificarla en tanto que llamado a la realización de sí mismo, y de modo que
este teorizar sea ya un estar respondiendo al llamado, en la medida en que no se encamina a una
contemplación desinteresada, sino que se reorienta como práctica de retorno a
la individualidad, aunque para eso la teoría deba contrariar sus impulsos, o
simplemente deshacerse y ceder retroactivamente ante ciertas consecuencias
últimas. Es lo que en 1931 Vassallo propusiera como “conversión de la
metafísica en ética”; expresión que él mismo considerará desacertada tiempo
después, avanzando a la vez en una distinción implícita aunque sumamente
importante entre ética y moral, como veremos después. Por lo pronto destaquemos
que esa “conversión”, que como tal no aparece sólo ni principalmente en sus
ensayos más personales, es la clave en la cual Vassallo desfiguró,
es decir, interpretó a otros pensadores. Por otra parte, en lo que concierne a
la justificación filosófica, ya observamos que Vassallo optó por calificarla de
“dialéctica”: una caracterización frágil, más nominal que real, que terminará
rechazando rotundamente. Sin duda, las paradojas y los saltos de Kierkegaard lo
atraían más, pero verosímilmente no viendo en ellos tanto maneras de justificar
como de evadir la justificación, y de entregarse a la religión. Finalmente ,
vimos también por qué Vassallo toma distancia de la fenomenología y de la hermenéutica.
En todo caso, si hay un “método” que haya influido con fuerza en Vassallo , fue el de la intuición bergsoniana,
pero con la salvedad no menos importante de que la intuición lleva, en Bergson,
a una suerte de
disolución de la individualidad en el impulso vital
universal, y como si el cosmos mismo, en su inmanencia, tuviese los rasgos de
una subjetividad trascendente e infinita. Pero aunque Vassallo no se haya
ocupado del método como cuestión aislada, y aunque quepa sugerir incluso que en
lugar de hacer un camino que lo lleve más allá (según la etimología de
“método”) ensayó más bien un camino de retorno al más acá de su interioridad, su
justificación de este retorno tenía ciertamente que estructurarse de algún
modo. Y en efecto, adopta ante todo el carácter de un itinerario en el cual la
subjetividad va trasponiendo distintas etapas, y que constituye a la vez la
segunda clave de las interpretaciones que hace Vassallo de otros
filósofos.
Este es entonces el
itinerario que vamos a examinar. Pero antes conviene agregar un par de
observaciones con respecto a cómo justificar a su vez una interpretación de la
filosofía de Vassallo. Porque, por un lado, aún podría plantearse si es lícito
ensamblar sus fragmentos de teoría, si al hacerlo no estaríamos confiando más
de la cuenta en lo teórico, ignorando así el riesgo de traicionar el
propósito de esta filosofía, subestimando las alertas que en tal sentido
lanzara el propio Vassallo. Una respuesta rápida consistiría en señalar que si
su filosofía es suficientemente consistente, debe aceptar la prueba, sin
depender ya de
la experiencia personal del autor como instancia excluyente de validación. De hecho ,
ya vimos en qué sentido Vassallo aceptaría esto, proponiéndonos que cada cual compruebe
en su propia experiencia el llamado a realizarse. Pero además, hay que señalar que
su teorizar fue fragmentario a pesar suyo, y que por consiguiente, no obstante
el grado de desfiguración que le imprimamos a la tarea de recomponer su
pensamiento, identificando y seleccionando sus fragmentos, “adivinando” otros
que se dejen entrever o colegir para cubrir algunos vacíos, o explicitando lo
no pensado en lo pensado, no haremos otra cosa que mostrar, hasta donde nos sea
posible, la riqueza de un filosofar cuyas cautelas no deben confundirse con negativas
a una elaboración más orgánica. Más aun, esos fragmentos no son simplemente
partes de un todo teórico incompleto, sino que con frecuencia constituyen a la
vez microcosmos o versiones germinales de ese todo, cada cual desde una
perspectiva vital y temática acotada, pero de modo tal que su cotejo y su examen
permiten ver los pliegues y los despliegues teóricos de una misma intuición.
Por lo demás, así como ninguna interpretación de la obra de un
filósofo puede sustituirla, a la vez son sólo sus interpretaciones las que,
abriendo el juego de las confrontaciones, dan prueba de sus alcances y sus potencialidades. Finalmente,
es claro que la solidez de una interpretación reside en el sustento “objetivo”
que tenga en los textos, mientras que su dosis de subjetividad será siempre obligada,
porque sólo filosofando (y así “desfigurando”) es posible interpretar a un filósofo
y recuperarlo para la “actualidad”; y porque en este caso, la fidelidad al
pensamiento de Vassallo implica también entender su propio llamado a ser
“subjetivo”.
Para exponer el
itinerario de la subjetividad, recurro a los cuatro textos que mejor permiten
apreciarlo en sus instancias claves, y que en orden cronológico son: “Corta
meditación amplificadora” (tercer apartado de “Regreso al punto de partida de Descartes ”,
1937-1938), “Ensayo sobre la subjetividad, y de sus tres transformaciones” (1939),
“Sobre los modos de
entender el punto de partida del filosofar” (1941), y “Los grados
de la conciencia” (1963-1976).[45]
Motivado por el esbozo presentado en el primer texto, el segundo es el único
explícitamente estructurado como un itinerario, llegando incluso a trazar el guión
de una desfigurada “historia” de la filosofía, como veremos, mientras que los dos últimos
textos adoptan perspectivas en principio más teóricas, como si quedara en ellos
relegado el itinerario en cuanto tal, pero hasta que lo teórico se resquebraja,
sin soportar la intensa exigencia de la vigilia. Ocurre
que hay a su vez, implicado en la secuencia de estos textos, lo que por lo
pronto podríamos calificar de meta-itinerario biográfico-filosófico; no porque
se correspondan con las etapas de aquel itinerario, sino en el sentido de que a
sus respectivos momentos de elaboración les corresponden también diferencias de
enfoque. Esta evolución implica así gran parte de la obra vassalliana, no
obstante lo cual vamos a ceñirnos a los textos señalados, apoyándonos en lo que
llevamos visto, y procurando iluminar un poco mejor el sentido del itinerario
de la subjetividad mediante su confrontación con conocidos relatos de Nietzsche
y Hegel.
Vassallo esboza
por primera vez este itinerario en su ensayo sobre Descartes (II, pág. 122 ss.),[46]
que es además el
que mejor ilustra cómo nuestro filósofo “desfigura” a otros, llegando a
sostener que en su punto de partida más originario, acaso “el hombre Descartes”
traicionó
al cartesianismo, pero no a sí mismo. El núcleo de la interpretación
vassalliana está en que el cogito
cartesiano consiste en un saber “donante de ser”, pero “de un ser imperfecto y
finito”, puesto que su conciencia dubitativa conlleva la “presencia” de lo
infinito y perfecto.[47]
Al menos en ese Descartes asomaría así una subjetividad consciente de la
trascendencia en su propia finitud, lo cual corresponderá en el itinerario a su
etapa más elevada, o mejor dicho, a su culminación. Pero admitiendo
que el filósofo francés inaugura otras direcciones de pensamiento, Vassallo se
ve inducido a hacer el esbozo que nos interesa, donde el itinerario está aun
implícito en una secuencia numérica acerca de los cuatro modos de asumir que la
filosofía no puede comenzar sino por la conciencia. Ahora
bien, como esta convicción “idealista” – a falta de mejor calificativo, nos
dice – es
una condición sine qua non de su
concepción de la filosofía, Vassallo se detiene ante todo en un enérgico
rechazo del craso realismo que pretendería “la intrusión guaranga de un
comportamiento del hombre inconsciente – es decir, como cosa – en el
filosofar”. Así como el mesurado Aristóteles se desencaja cuando trata de
melones a los que niegan el principio de no contradicción, tan caro a su
concepción filosófica, Vassallo, a su turno, lamenta con inusual acidez que los
realistas, según debieran hacerlo, afirma, si fuesen consecuentes, no se hayan
arrancado la conciencia.[48]
Obviamente, esto no significa que Vassallo excluya a Aristóteles de la historia de la
filosofía. Al fin y al cabo, el estagirita supo afirmar que el alma es en
cierto modo todas las cosas, y de hecho Vassallo nos habla en otros lugares del
realismo intelectualista según el cual las formas racionales reflejarían la realidad o
coincidirían con ella; una corriente en la que se inscribirían
incontables filósofos, de Platón a Leibniz, incluyendo cierto Descartes. Lo que
sí quiere advertir Vassallo es que en este modo de filosofar la conciencia
queda sometida al “prejuicio realista” de tal correspondencia, aun cuando lo
real adopte, como en Platón, la fisonomía de una idealidad independiente. El
segundo modo de comenzar por la conciencia rompe con ese prejuicio, acotando la
idealidad al orden de lo válido, y atribuyéndole al sujeto la soberbia tarea de hacer que haya un
mundo pensable, cuando no de crearlo. Sin proponérselo, Descartes habría dado
tan solo el puntapié inicial de este otro modo de filosofar que se observa en
Kant y en la fenomenología husserliana. El tercer modo, a su turno, también habría
sido incitado por el filósofo francés, pero anclando sólo en aquello de un
saber donante de ser, y dejando completamente al margen que este ser del saber es
finito e imperfecto: es el modo que se anticipa en Anaxágoras y Parménides,
pero que se consuma en los idealistas post-kantianos, especialmente en Hegel.
Finalmente, el cuarto modo de empezar por la conciencia, el “correcto”, dice
Vassallo, no sería sino el que quedó señalado como el genuino punto de partida de Descartes ,
donde a pesar del resabio realista implicado en la pretensión de que exista un
Dios, asoma el ser finito de la conciencia misma – y no el de sus verdades –
como una “conciencia infeliz” o “conciencia-desde”. ¿Desde dónde? No es fácil
precisar el sentido teórico de esta expresión, pero volveremos a verla. Por lo
pronto es claro que de alguna manera se trata de la vigilia, y que junto a
Descartes, también San Agustín o Marcel y el propio Vassallo se ubicarían en
este modo de filosofar.
En el segundo
texto, “Ensayo sobre la subjetividad, y de sus tres transformaciones” (I, pág.
365 ss.),[49]
Vassallo nos dice expresamente que va a referirnos “el itinerario de la
subjetividad”. Aquí el personaje ya no es Descartes y sus máscaras, sino la
subjetividad misma, en tanto que aquellos modos de comenzar por la conciencia
se corresponderán de cerca con etapas netamente jerarquizadas. El itinerario se
inicia bajo el imperio de una objetividad “monumental y sólida” ante la cual la
subjetividad no tiene más que “caer de rodillas”. Es la experiencia ascética en la que querría
tener asidero, no sin incoherencia, el “realismo” filosófico, el cual es
sutilmente aludido esta vez con mayor crudeza, sin
considerar sus variantes intelectualistas, que no aportarían,
después de todo, ninguna diferencia esencial a la conciencia de la subjetividad
como tal. En
esta etapa, en efecto, ella no es más que una ilusión o un vano capricho, pues
el objeto lo es todo, y la objetividad es así la única “trascendencia”
concebible. “Pero un día la subjetividad, un día uno mismo – dice Vassallo –, cae
súbitamente en la cuenta que no es tanta su pobreza y fragilidad”, aconteciéndole
entonces la primera transformación: ahora el ser ya no es pura objetividad sino
“algo que la conciencia aporta para que del caos surja un mundo contemplable”. La
subjetividad, sin embargo, no es todavía genuinamente personal, sino sólo “conciencia
en general”, como en Kant, pues el ser que ella aporta no vale aquí ni como lo
objetivo ni como lo subjetivo, sino como “el abstracto imperio de la Ley, la
norma, la capacidad ordenadora de una equis”. En esta segunda etapa, el ser se
ubica así formalmente entre la objetividad y la subjetividad. Hasta
que ésta “se abandona a su gran tentación”, a su “mayor lucidez especulativa”:
con su segunda transformación, la subjetividad asume el ser como substancia
propia, deviniendo infinita, y de manera tal que todo se torna diáfano para
ella, pues todo es manifestación inmanente de esa conciencia suya que ostenta
ahora, adulterándolos por completo, los títulos de la trascendencia misma. Esta
tercera etapa es la de la
alucinación absoluta (Hegel), que consuma el más completo triunfo sobre el
objeto. Un momento de gloria por el que la subjetividad ha pagado, sin embargo,
con la claudicación de su finitud personal, que vale casi tanto como su propia
sangre, aunque aún no lo advierta, pues desconoce hasta el sentido de lo trágico. Pero
no hay tampoco vuelta atrás, y el itinerario continúa con la tercera y última
transformación: la subjetividad experimenta entonces la “hora oscura” en la que
recoge las velas “y llora sobre el mar”. Ahora la subjetividad se reconoce
personal, finita, reconociendo a la vez la alteridad de la verdadera trascendencia.
El ser se ha desplazado nuevamente: no está en la objetividad, ni entre ésta y
la subjetividad, pero tampoco está ya en la subjetividad, sino entre ella y una
alteridad infinita que de algún modo está a sus espaldas, siéndole a la vez
oscuramente entrañable. Culminando su recorrido, la subjetividad se sabe a sí
misma desde esa oscuridad, pero paradojalmente con más justa lucidez que nunca,
pues es sólo entonces, en ese “perfecto encuentro” en el que ahora consiste el
ser, y justamente porque este encuentro no es más que la experiencia de una
“presente ausencia”, cuando se le abre a la subjetividad el enigma de su propio
ser. Un enigma cifrado en su sentido del misterio, en su conciencia de culpa y
en su libertad de
elección , que valen tanto como manifestaciones negativas de
lo otro, de lo infinito, en la finitud misma. O como escribe Vassallo,
subrayando lo que ha sido ahora de aquella conciencia hipertrofiada que en su
divina autosuficiencia no sabía nada de la alteridad: “Misterio, culpa y
libertad son el pliegue nocturno de la subjetividad infinita en uno”. En
adelante, la subjetividad se dedicará a su finitud, viviéndola en vigilia como
“preservación y pudor esforzado del ser”.
El esquema cuatripartito del
itinerario aparece todavía en un curso de 1940, acerca de la
razón y el racionalismo (III, pág. 109 ss.); aunque me limitaré a algunas indicaciones para
el lector interesado en profundizar en el tema. Con diferencias
de contenido, el curso es caracterizado como el “itinerario de la concepción de lo
metafísico” (III, pág. 160), siendo “la razón” y no la subjetividad su
personaje central, no obstante lo cual el orden de las cuatro clases se
corresponde mucho con el de las
etapas del ensayo de 1939. La primera clase no trata del realismo, ni de una
objetividad omnímoda, sino del logos
objetivado según Platón, anticipándonos el enfoque de 1941 que vamos a comentar
en seguida. Las clases segunda y tercera, en cambio, dedicadas a Kant y a Hegel
respectivamente, mantienen intacto el esquema previo; mientras que en la última
(en apéndice), el lugar de Descartes es ocupado por un abordaje exploratorio de
Heidegger, aunque preservándose la intención – dubitativa y a la larga insatisfecha
– de
hallar ahí elementos para una formulación de lo que ocurre con la razón en la subjetividad
que se sabe finita. La idea guía del curso, si cabe resumirla así, es la
siguiente: la razón ha sido el marco tradicional en el cual se ha planteado la
cuestión de la verdad como cuestión central del filosofar, pero finalmente, luego
de la conversión kantiana de la metafísica en ética y del infinito retorno
hegeliano a la inmanencia, la exigencia racional de lo absoluto se revela como el
llamado de una trascendencia constitutiva del fundarse de la subjetividad en la
veracidad de su propia finitud. Arriesgando todavía una fórmula, digamos que el
verdadero personaje de
esta historia , largamente oculto tras la máscara de la razón,
no sería sino la trascendencia.
Pero retomando
nuestro propio plan de ruta, el tercer texto en el que nos inte-resa detenernos
un poco más, titulado “Sobre los modos de entender el punto de
partida del filosofar” (I, pág. 409 ss.),[50]
supone, a diferencia del primero, una distinción más rigurosa entre maneras de
concebir la conciencia y
maneras de empezar por ella. Por otra parte, aunque Vassallo
nos indique aquí que “la filosofía se realiza constantemente como una vuelta a
la pura interioridad”, no desarrolla esta idea en la forma de un itinerario.
Ambas diferencias se comprenden mejor desde una confrontación con Hegel, según
veremos. Pero examinando antes la perspectiva de este ensayo, tenemos que Vassallo, para introducirnos
en el tema, hace una reivindicación general del asombro, citando a Platón y a Aristóteles,
y rescatando de este
último que la filosofía, al igual que el hombre libre, tiene su fin en sí
misma. El primer modo de
entender el punto de partida del filosofar consistiría, desde
Platón, en identificar en la conciencia aquellos contenidos acordes con las
determinaciones esenciales de la realidad, y que por eso mismo serán llamados
“racionales”. A diferencia de lo que ocurría en la primera etapa del
itinerario, donde la subjetividad ni siquiera ha despertado al filosofar, y sin
hacer esta vez ninguna referencia polémica al realismo, Vassallo se limita a
hacer una rápida contraposición entre lo natural y lo espiritual, para situar
este primer modo de empezar a filosofar a un nivel donde tal polémica resultaría
estéril. El segundo modo no nos presenta novedades, pues se trata básicamente del
planteo kantiano, más radical y exigente, para el cual aquella adecuación de la
razón a la realidad pasa a ser una suposición infundada y aporética. Con Kant, en
efecto, no hay mundo sino para un sujeto ordenador en el que residen incluso las
condiciones de posibilidad del objeto. Pero el tercer modo, en cambio, no se
corresponde con las respectivas instancias ordinales de los textos precedentes,
sino con la última de ambos. Más aun, no hay en este texto ni una palabra que
aluda a Hegel, aunque no es difícil comprender lo que ocurre: según el enfoque
del ensayo, Hegel queda ubicado junto a Platón y Aristóteles, porque no hizo
otra cosa que llevar la adecuación entre lo racional y lo real a una identidad
completa, y porque el
saber absoluto en el que esto se consumaría, no es un punto de partida sino de
llegada. Lo interesante está más bien en preguntarse por qué Vassallo adoptó
este otro enfoque; cuestión que nos remite a la confrontación que practicaremos
en seguida. Por el momento notemos que el tercer y último modo de entender el punto de
partida del filosofar es presentado nuevamente bajo el signo de Descartes (y no de Heidegger ), en
quien podrán hallarse resonancias de los anteriores, pero alterados y
relativizados desde un nivel “más originario”, que es lo que cuenta. Lo
decisivo de esta conciencia dubitativa reside en que su primera revelación no
son sus contenidos, sean éstos adecuados a la realidad o no, y sean o no
condiciones de objetividad, sino que es “ella
misma como conciencia infeliz, finita”.
Esto le acontece en tanto que se descubre en coexistencia con una infinita
trascendencia, en cuya más lúcida aprehensión, sin embargo – y no obstante el
errado camino “cartesiano” –, sólo podrá ahondar abocándose a la tarea de
“establecer las categorías de la finitud”, y haciendo sobre todo de la
filosofía misma “un modo de existir”.
Si nos atenemos a un orden cronológico, no podemos dejar de indicar que
el itinerario reaparece en 1957, desde una perspectiva “ética”, en El problema moral (II, pág 15 ss.).
Exceptuando su primer capítulo, que oficia de introducción, los restantes capítulos
de este libro constituyen, en efecto, las etapas de un itinerario, con la salvedad
de que la primera y la última del esquema cuatripartito están aquí desdobladas.
Así, el capítulo titulado “Insensibilidad” se corresponde con el bajo realismo
que, en nombre del placer o la utilidad, desconoce por completo la dimensión
espiritual, mientras que “La gran moral del arquero” se ocupa de la “conformidad
de la conducta con el ser” según el realismo intelectualista, dejando
expresamente al margen el caso de San Agustín. Luego, el capítulo titulado
“Sólo el deber”, está dedicado a Kant, así como el siguiente, “Intermedio: los
que se olvidaron”, se centra en una crítica de la eticidad hegeliana. A
continuación, “A la intemperie” retrata, en torno a Sartre, esa situación
post-hegeliana donde la trascendencia ha quedado devaluada por un “heroísmo
para la nada”; lo cual corresponde al instante de la última transformación,
cuando la subjetividad recoge sus velas. Pero con referencias a Jaspers, y con
el acento puesto más en la trascendencia que en la finitud – por lo mismo que
la problemática está planteada más del lado moral que del lado metafísico – el
itinerario concluye, en el capítulo “¿Y ahora qué?”, con una subjetividad cuya
libertad es inseparable de su descubrimiento de la verdadera trascendencia.
Más adelante nos ocuparemos de la cuestión moral. Pero retomando otra vez
nuestro plan de ruta, tenemos que el cuarto y último texto a examinar es a la
vez el más distante de los precedentes (en la evolución de Vassallo) y el más
teórico, según un planteo donde las referencias a filósofos de renombre pasan a
un segundo plano. Ahora bien, para comprender mejor este giro, y el sentido en
el que podemos seguir leyendo allí un cierto itinerario como justificación del
filosofar - hasta abrirnos a un nuevo sentido
–, es oportuno detenerse con calma a observar antes en qué se distingue tal
itinerario, según lo visto hasta aquí, de otros dos conocidos relatos a los que
se asemejaría.
Por un lado, se
recordará el primer discurso del Zaratustra nietzscheano, titulado precisamente
“De las tres transformaciones”, donde el espíritu se convierte en camello,
luego en león, y finalmente en niño. Sin embargo, el “vigoroso, resistente [tragsame] espíritu” con el que comienza
Zaratustra su relato no tiene nada que ver con la fantasmagórica subjetividad
con la que inicia Vassallo el
suyo, aunque también ella, como el camello, se arrodille. Porque si éste se arrodilla
para cargar con las cosas más pesadas, esa subjetividad enajenada lo hace para
contemplar y adorar el
objeto; de modo que tanto menos hallaremos coincidencias entre las restantes
imágenes nietzscheanas y las etapas que atraviesa la subjetividad vassalliana.
Ocurre que los ejes de cada relato son muy distintos: en el filósofo alemán se
trata de la voluntad, que sería el atributo esencial del espíritu, mientras que
en el filósofo argentino se trata de la conciencia como atributo esencial de la
subjetividad, y aun como punto de partida del filosofar, por mucho que esto
último admita modos donde la subjetividad sabe poco y nada de su interioridad. No
faltan cuestiones en las que Vassallo coincide con Nietzsche, pero la que ahora
nos ocupa concierne al gran trecho que hay entre el llamado a realizarse y el
llamado a crearse a sí mismo. Como veremos luego, Vassallo considera
explícitamente erróneo, en efecto, el desafío nietzscheano de hacer pender la
propia voluntad sobre sí mismo. Y cotejando otros escritos, cabe decir que la
cuestión de la voluntad conserva, a los ojos del pensador argentino, una
impronta demasiado teológica, incluso cuando se la vuelve contra la religión. Esto
explica, por ejemplo, su sutil rodeo crítico al exponer la alternativa que la
acción, según Blondel, le plantea a la voluntad humana al cabo de su desarrollo
dialéctico: querer lo infinito o querer infinitamente.[51]
Pero si Blondel opta por lo primero, y Nietzsche por lo segundo (“Sí y amén”
del eterno retorno), Vassallo rechaza la disyuntiva misma, pronunciándose, como
sabemos, por la necesidad de mantenerse infinitamente consciente de la propia
finitud.
El otro relato
que nos interesa, y que sí asigna a la conciencia un rol protagónico, es el de la portentosa Fenomenología del Espíritu de Hegel, que
por su parte constituye la paradojal vía de acceso a un sistema circular, su
justificación, aunque a la vez se llegue a él, como señala Vassallo, “por un
proceso, que es [para Hegel] la filosofía misma” (I, págs. 300-1 ). Ahora bien, a primera vista bastaría
invertir el orden de las dos últimas etapas del itinerario de la subjetividad –
en su versión cuatripartita – para obtener un esquema aproximado de la
fenomenología hegeliana. Pero importa advertir cómo esa alteración está
implicada en una diferencia completa entre los sentidos de ambos recorridos.
Ante todo, porque en Hegel es ya siempre el espíritu absoluto el que hace su
experiencia, mientras que en
Vassallo es ya siempre una subjetividad finita la que cumple
su itinerario, aunque cada cual asuma su auténtica naturaleza sólo en sus
respectivas culminaciones. Como diría Deleuze, se trata de dos personajes
conceptuales muy dispares que se alienan uno en el otro: la “conciencia infeliz”
es para Hegel la figura (Gestalt) de
la alienación del Espíritu en una conciencia individual desgarrada, mientras
que para Vassallo, cuando esta conciencia se identifica a sí misma con tal
Espíritu – o se considera felizmente inmersa en él – padece su más delirante
enajenación. Además, la subjetividad finita de Vassallo sólo puede ser una mera
figura, y experimentar el ser como espectáculo, mientras no ha completado su
itinerario, al cabo del cual se descubre más bien desnuda; pues muy lejos de
saberse absolutamente, su propio ser es enigma y potencialidad. O como señala
nuestro filósofo en otro lugar, “lo propio de una subjetividad finita es que
ese saberse [suyo] no sea actual, sino tendencia, apetencia; filosofía” (III,
pág. 301). Lo cual significa entonces, entre otras cosas, que la subjetividad
finita no es substancia. Frente a esto, el principio rector de Hegel, tal como
se lee en el prólogo de su obra, es que todo lo verdadero (y real) sea pensado
no sólo como substancia sino igualmente como sujeto. A su turno, Vassallo no
cuestiona esta identidad, sino – implícitamente – la validez de sus términos:
tras adorar el objeto, para atreverse luego a legislarlo y construirlo, tarde o
temprano la subjetividad tenía que caer, como era lógico, en la tentación de apropiarse de la substancialidad
del objeto; pero en rigor, la subjetividad sólo pudo “ser” para sí misma un
sujeto mientras persistió equivocadamente sometida a sus relaciones con el
objeto. Por eso es oportuno subrayar que, exceptuando a lo sumo sus primeros
estudios sobre otros filósofos, Vassallo jamás emplea de manera indistinta los
vocablos “sujeto” y “subjetividad”, sugiriéndonos que este último no indica, en
su propio pensamiento, la cualidad meramente abstracta de algo, sino más bien
esa abierta y siempre muy personal apetencia de realizarse que no puede cuajar
nunca en algo, y mucho menos como figura, pues su “esencia” – su reincidente
desfigurarse, su ser libre – no es sino ese vivir así en la finitud, en la
conciencia de una trascendencia que nada tiene tampoco de substancial. En
términos de mutación de uno en el otro, cuando menos tendríamos que decir
entonces que la subjetividad es el “sujeto” que, desfigurándose, se ha vuelto
cuestión metafísico-moral para sí mismo.
Para que haya
fenomenología, en su sentido hegeliano, es necesario que al final esté el saber
absoluto, de manera que el itinerario vassalliano no es una fenomenología que tan
sólo hubiese trastocado y simplificado la secuencia de algunas figuras. Y por
cuanto implica una crítica al racionalismo en general, incluido el panlogismo
hegeliano, este itinerario tampoco podía constituir un proceso cabalmente
dialéctico: no hay para Vassallo nada semejante a una superación de la
oposición entre lo finito y lo infinito, mucho menos bajo la forma de una
identidad “final” entre lo real y lo racional, condición necesaria para que el desarrollo
previo sea retroactivamente concebible como un despliegue dialéctico, y
viceversa. O como indicaba Vassallo en el curso de 1940 que hemos referido al
pasar: “según el espíritu de la filosofía de Hegel , precisamente porque la
razón es dialéctica, y solamente si es dialéctica, puede llegar a constituir y
cerrar la serie entera de las condiciones (que constituye lo incondicionado),
que viene a ser lo mismo que lo absoluto” (III, pág. 150). Y si la
fenomenología de Hegel quiere valer como justificación de una filosofía
entendida como “ciencia”, incluyendo una superación de la moralidad en la
eticidad (y así de lo individual en lo social), el itinerario de Vassallo
quiere valer como justificación de una filosofía entendida como sabiduría
heroica, propiciando más bien una moralidad del propio deber ser. Por lo demás,
sin duda que la subjetividad es el principal personaje conceptual de Vassallo,
pero cumpliendo a la vez, al menos en textos como en el que nos relata sus
transformaciones, una función en cierta manera opuesta a la que le adjudican
Deleuze y Guattari a tales personajes:[52]
la subjetividad aparece allí personificada de tal modo que busca despojarse de
su función conceptual para valer sólo como un índice personal que queda forzosamente
abierto, pues sin dejar de ser una insinuación autorreferencial del autor, nos
señala a la vez a todos. A diferencia del “cada cual” del Dasein heideggeriano, esta personificación del concepto es una de las principales
tácticas discursivas de Vassallo para que cada lector se descubra aludido, para
incitar en él su propia vigilia. Algo similar ocurre todavía, aunque en menor
medida, en el ensayo sobre los modos de entender el comienzo del filosofar, donde lo
personificado es por momentos lo que ahí se llama espíritu, o la filosofía
misma, que en definitiva son a su vez otros tantos nombres de la subjetividad.
En 1940, Miguel A. Virasoro
afirmaba que Vassallo, en su ensayo sobre las transformaciones, narra “la
aventura íntima de su subjetividad, que es también la peripecia intelectual más
honda que ha sufrido toda su generación filosófica, formada en el criticismo y
poseída y obsedida por la ‘gran tentación’ del idealismo absoluto”.[53]
Donde dice “su generación”, bien podría haber dicho “nuestra”, como si sólo
elípticamente se diera también
por aludido, cuando lo cierto es que nadie en la Argentina experimentó
con mayor fuerza y por más tiempo que el propio Virasoro la tentación hegeliana,
no obstante los
reparos que le opuso desde el inicio. Y tanto más interesante resulta
entonces que el itinerario
de la subjetividad admita ser leído como expresión de una conciencia
histórico-filosófica de tal generación. Sin embargo, no vamos a analizar ahora
hasta qué punto esta apreciación de Virasoro es justa y esclarecedora, pues son
otras las cuestiones que nos importa desgajar. Por un lado, porque si acentuamos que se
trata de la “aventura íntima” de Vassallo, esto significa que él mismo habría
pasado de alguna manera por la tentación hegeliana. En la conferencia que Vassallo
le dedica al filósofo alemán en 1931, en ocasión del primer centenario de su
muerte, se observa, en efecto, una interpretación reivindicadora del idealismo de
Hegel, pero como “una filosofía de la vida” (I, pág. 310)[54] vinculada al
romanticismo, y en general no sin cierta desfiguración que delata a la vez otra
búsqueda: el “hegelianismo” que en ese tiempo apreciaba Vassallo era ya un poco
más suyo que de Hegel, aunque el filósofo argentino no lo advirtiese todavía
con toda claridad. Además, en medio de esa ambigüedad hallamos una tesis que no
implica su adhesión, y que desde sus escritos posteriores resuena como una
alerta: “El historicismo de Hegel deriva de su racionalismo” (I, pág. 319). Pero
por otro lado, aun cuando Vassallo haya conocido la mencionada tentación, según
puede colegirse también de una página testimonial de 1970,[55] la segunda cuestión que
nos interesa concierne justamente al historicismo, sobre todo si el itinerario no
se limita a reflejar la evolución de su generación, sino que ofrece el guión de
una alterada “historia” general de la filosofía. En este sentido, no sería del todo
casual que el tercer centenario del Discurso
del método le haya dado a Vassallo una ocasión perfecta para su lectura no
racionalista de Descartes en tanto que lectura no menos desafiante frente al
paradigma historicista de Hegel. En todo caso, esta otra cuestión
nos permitirá entender mejor por qué Hegel aparece referido en el itinerario, por
qué en un momento previo al de un Descartes consciente de su finitud, y por qué
desde el tercer texto comentado Hegel desaparece del itinerario (exceptuando
ese alto o desvío en el camino de “los que se olvidaron”, en El problema moral) junto a la presunta
disolución del itinerario mismo en un planteo más teórico.
Volviendo
entonces a la confrontación, ante todo tenemos que si en Hegel el espíritu universal,
o la Razón, tiene en el mundo el gran teatro de su historia , en tanto
que la filosofía consistiría en la progresiva elevación a concepto de tal
devenir, la subjetividad vassalliana, en cambio, sería más bien un personaje
sin escenario, pues sus transformaciones no tienen lugar en el mundo sino
solamente en su conciencia, incluso cuando cree legislar el mundo o ver en éste
una manifestación suya. De hecho, en su ensayo sobre los distintos puntos de
partida del filosofar, Vassallo previene que ninguno de ellos es un momento
histórico sino espiritual, “un momento que puede darse siempre” (I, pág. 416). En
suma, en los textos de Vassallo no hay, propiamente hablando, ni filosofía de
la historia ni historia de
la filosofía. Además, si para Hegel nadie puede ponerse por
encima de su época, Vassallo afirmará, en cambio, que nos interesamos en libros de historia
justamente “para sacarnos de encima la historia” (III, pág. 336), mediante el
diálogo con grandes existencias singulares de cualquier época.[56]
La historia de la
filosofía en especial no puede ser concebida, a los ojos de Vassallo, como el
recorrido pensante de un espíritu universal, pues más bien “nos muestra en toda
gran filosofía una ineludible presencia de la individualidad del filósofo” (I, pág.
428). Lo cual probaría así que la historia entera está o debe estar al servicio
de la realización
de la propia individualidad, y no al revés. O como
indica Vassallo en otro lugar: “El problema de la historia no es sino un
aspecto del problema de la individualidad” (I, pág. 390).
Pero al margen
de la historia general, a primera vista sigue siendo posible leer las cuatro etapas
del itinerario como criterios básicos para una “historia de la filosofía”
que no se limitaría a considerar los puntos de partida del filosofar, sino
también sus consecuencias últimas, y que no se ajustaría a la cronología del
mundo. A grandes rasgos, esta historia vassalliana comenzaría, entre otros, por
los positivistas, Aristóteles y Platón, en ese orden, para seguir con Husserl y
Kant, pasando luego por Parménides y el idealismo alemán, hasta culminar con Descartes,
San Agustín y Kierkegaard. ¿Pero por qué Vassallo no intentó una tal historia,
y ni siquiera desarrolló más detalladamente ese esbozo? Pienso que la respuesta
se articula en dos partes. En primer lugar, porque esa historia tendría que
consistir en una secuencia ordenada de subjetividades filosóficas, pero esto resultaría
prácticamente imposible, pues algunos filósofos transitaron dos o más etapas
del itinerario. En segundo lugar, porque lo que implica el itinerario como
reapropiación del lenguaje “histórico” desde una subjetividad fuertemente reafirmada,
es más bien una impugnación de la historia como condición y medida de maduración
filosófica. Bien entendida, de la concepción de nuestro
filósofo podría decirse que en este aspecto tiene un sesgo posmoderno; y aunque
su enfoque sea distante de
una historia de inspiración nietzscheana como la elaborada
por Michel Foucault, recordemos que los últimos trabajos del pensador francés
están centrados justamente en el cuidado de sí, en la realización de un sí
mismo cuya transformación es condición de su acceso a la verdad, y que
quedarían entonces por explorar allí posibles convergencias con Vassallo.[57]
En cualquier caso, los quiebres, los saltos y ciertas “consideraciones
intempestivas” resultarían inevitables en lo más parecido a una historia
vassalliana de la
filosofía. Es lo que ocurre en Retablo de la filosofía moderna, que casi respeta una cronología
histórica, pero que no por eso deja de ser un retablo, una colección
discontinua donde cada “figura”, sin menoscabo de puntos de proximidad
entre ellas, trasunta un mundo personal entero. Más aun, el libro se abre con
un ensayo sobre Leonardo da Vinci – normalmente considerado un exponente mayor
del renacimiento – donde, no obstante la sincera admiración profesada a ese
genio desconfiado de la metafísica en tanto que “pura construcción abstracta o
imaginaria”, entrevemos la primera etapa del itinerario, pues los escritos de
Leonardo, nos advierte Vassallo, “no conocen el acento de la vida interior”
(II, pág. 86). Nada impide tampoco que luego San Agustín aparezca allí junto a
Descartes, ni la intempestiva conclusión de ese otro ensayo: “podemos leer
agustinianamente las Meditaciones de
Descartes, al paso que no podríamos leer cartesianamente una sola línea de San
Agustín” (II, pág. 116). Por lo demás, la modernidad anunciada en el título del
libro se extiende hasta Blondel y Bergson, sin atenerse al canon dominante (al
menos para la época de su primera edición) según el cual la filosofía
posthegeliana sería más bien contemporánea. Al fin y al cabo, ya en 1933, en su
ensayo sobre Spinoza – que no es
allí el de la identidad entre el orden ideal y el orden real,
sino el que traspuso a la exterioridad una ética de la interioridad –, escribía
Vassallo: “Espigador, por puro gusto, del campo de la historia de la
filosofía, adonde me siento empujado por la urgencia de mis propios problemas,
no encuentro inconveniente en desertar, a veces, algunos caminos muy seguidos,
para hacerme un sendero que yo pueda transitar” (II, pág. 131).
En este sendero
fue madurando Vassallo la justificación de su filosofía; una justificación que
necesariamente tenía que expresarse en criterios de clasificación y evaluación de otras
concepciones, como vimos en el itinerario de la subjetividad. En
su forma alegórica de transformaciones, este itinerario constituye un contra-discurso
del hegelianismo, y por eso no es casual que allí, a diferencia de lo que
ocurre en sus restantes versiones, el personaje excluyente sea la subjetividad
misma como inasible “concepto” que a la vez remite al autor y a cada lector. Sin
embargo, el itinerario como tal no queda sometido a esa función polémica, e
incluso reclama una formulación más teórica donde el hegelianismo, rival mayor
en la dura querella sobre lo espiritual, ya no puede tener lugar; pues una
justificación autónoma de la filosofía vassalliana, lejos de tomar algún punto
de apoyo en Hegel, supone situarse de antemano y por completo fuera de él. En
otras palabras, el texto sobre las transformaciones realza magistralmente la
veracidad de la subjetividad finita mediante el relato de su errancia previa
por enajenaciones extremas, incluida por ende y sobre todo la alucinación
absoluta. Pero salvando ese realce, tal peregrinar alegóricamente de facto, biográfico e “histórico”, no
implica que la subjetividad tenga que errar también de iure para justificar su veracidad. Y en rigor, la paradoja de
esta justificación – ocurre en cualquier otra filosofía con sus conceptos
esenciales – reside en que la subjetividad tiene que mostrarse a su vez como
aquello primero desde lo cual y para lo cual todo lo demás, en la medida que le
corresponda, tiene su sentido y su justificación.
En “Los grados
de la conciencia” (II, pág. 271 ss.),[58]
en efecto, el itinerario ya no transcurre como una errancia de la subjetividad,
ni como una sucesión jerarquizada de los puntos de partida del filosofar, sino
que se interioriza según un esbozo antropológico de la estructura de la
conciencia en tres grados. Sin menoscabo de la oscura “solidaridad” entre lo
espiritual y lo corporal, Vassallo sostiene ante todo que sólo con la
conciencia de sí mismo “emerge la subjetividad, un saberse que es a la vez
saber y ser”. El primer grado de la conciencia, no obstante, es la conciencia de la exterioridad de las
cosas o “conciencia de” en la cual se fundan la inteligencia práctica y la ciencia , entre otros
quehaceres. El segundo grado es la “autoconciencia”, una evidencia que muchos, sin
embargo, “viven y mueren sin haberla realizado nunca”, pues esto supone desarrollar
las actividades reflexivas que en ella se fundan, tales como la lógica, el pensamiento
crítico, la libertad ética y
la libertad existencial. Pero notemos que así como la “conciencia
de” no aparece comprometida con el realismo ni con el platonismo, la autoconciencia
tampoco es asignada al kantismo. Vassallo previene: la autoconciencia no es
“forjadora del mundo” ni “autoconciencia trascendental”. Atribuciones de esta
índole serían, a lo sumo, interpretaciones cuestionables, mientras que ahora se
trata de distinguir los principales tipos de conciencia, conforme a distintas actividades
humanas, y en tanto que grados hacia la realización de sí mismo. Más aun, esta
realización sólo es cabalmente humana en un tercer grado que se nos da en “inmediata
prolongación” de la autoconciencia, pero para excederla en “una revelación más
alta”; sin que por eso deje de ser una conciencia “mía”, y lo sea incluso más
entrañablemente que aquélla. Sin embargo, queda en entredicho la posibilidad de
caracterizar y justificar esta “conciencia desde” de un modo teóricamente satisfactorio:
“No ignoro – escribe Vassallo – que pueda haber razones para dudar de que la ‘conciencia
desde’ sea distinta de la autoconciencia”. Admite igualmente que la relación
entre la “conciencia desde” y el cuerpo “es muy difícil de pensar”; y es entonces
cuando rechaza de plano cualquier explicación dialéctica. Por lo demás, así
como la autoconciencia no es patrimonio kantiano, la “conciencia desde” no
implica que el Ser sea conciencia, ni que el yo sea partícipe de una conciencia
infinita, pues se trata más bien de “una instancia última a la que se diría que
de algún modo uno regresa, recogiéndose en ella”. Si tuviésemos que valernos de
esos términos, acaso podríamos decir que el yo singular mismo se transforma en
una conciencia infinita y
transida de ser , pero como conciencia y ser de la propia finitud.
Y si en Hegel el Concepto se devora todo, aquí regresamos a una subjetividad
desnuda de todo concepto, rehusando explicaciones, aunque en cierta manera se
deje describir. De hecho, Vassallo reafirma las “evidencias” que bien podemos
calificar de intuitivas y que le permiten defender la diferencia entre la
autoconciencia y la “conciencia desde”, pero prefiriendo ilustrar tales
evidencias no desde su propia experiencia sino con algunas líneas de Amiel que
comentaremos en el siguiente apartado.
Con el rechazo de la dialéctica, Vassallo sugiere, en ese mismo ensayo,
que incluso la idea de caída sería preferible – al parecer porque, entre otras
cosas, preservaría el vínculo entre individualidad y eternidad –, y elogia a
Pascal como “más penetrante” que Hegel, pero admitiendo que la idea de caída,
aunque fuese “más razonable”, no puede justificarse de manera crítica,
racional. En otras palabras, ocurre que con la trascendencia, tal como ella se
revela para la “conciencia desde”, en el linde de la finitud, asistimos al
linde entre lo problemático y lo misterioso. Asoma así la mística – Vassallo lo
indica en otro lugar, refiriéndose a este ensayo (II, págs 289-90) –, pero para
quedar no menos desestimada que la dialéctica, y nuestro filósofo señala incluso
que la cuestión tiene, en definitiva, una respuesta práctica, moral. Pero este
reconocimiento de los límites de lo teórico no significa que la “conciencia
desde” pierda validez, sino más bien que vale por sí misma, de manera semejante
a aquella elevada visión final desde la cual, según el Wittgenstein del Tractatus, todo lo afirmado previamente allí
no es más que una escalera que hay que arrojar, aceptando además que, de lo que
no se puede hablar, mejor es callarse. Nuevamente en contraste
con Hegel, el devenir previo no es constitutivo del resultado; y en rigor, no
cabe hablar de la “conciencia desde” como resultado. Más bien observamos que la
idea del itinerario se desdobla, puesto que, por un lado, adquiere el carácter
vertical de los grados de conciencia que transitamos acaso cotidianamente, ya
sea que la “conciencia desde” irrumpa o no con pareja frecuencia, y al punto
que el itinerario parece diluirse en un ir y venir entre esos grados, si no en
su simultaneidad. Pero por otro lado, sólo los jalones de la “conciencia desde”
trazan a su vez el itinerario del incesantemente renovado regresar a sí misma
de la subjetividad, de su verdadero realizarse. Y en este segundo sentido, el
itinerario no apunta a justificar el principio o el punto de vista de una
cierta filosofía, ni a localizarlo en la estructura general de la conciencia, sino
que constituye la singular peripecia subjetiva de un vivir-filosofar, de un ser-saber,
en el cual todo teorizar y justificar hallan su origen y su sentido últimos. De
ahí que la imagen del itinerario, en su valor de pauta elemental de todo
filosofar, propio o ajeno, aparezca en varios lugares a lo largo de la Obra
vassalliana. La vemos no sólo en prólogos – los de Nuevos prolegómenos a la metafísica, El problema moral y Retablo
de la filosofía moderna –, en el título del opúsculo que incluye “Los
grados de la conciencia” – Notas de un
itinerario casi metafísico –, y en ciertos ensayos de carácter acentuadamente
personal, sino también en escritos acerca de otros pensadores, sea Blondel,
Marcel, Korn, San Agustín, Descartes o Platón. Y como quedó señalado, los
capítulos de El problema moral se
suceden igualmente como etapas de un itinerario.
5.
“Conciencia desde” y naufragio
Comentando la dificultad de distinguir entre la autoconciencia y la
“conciencia desde”, Rafael Virasoro escribía: “Vassallo no está muy seguro de
que se pueda establecer objetivamente esta distinción”.[59] Por lo que vimos, al parecer no habría más que asentir; y sin embargo,
puesto que en torno a esta cuestión Vassallo no emplea términos como “seguro” y
“objetivamente”, el lenguaje de Virasoro nos permite advertir que la respuesta
está ya, en parte, en su propia frase. En efecto, Vassallo no podría pretender
una distinción objetiva o verificable entre grados de la conciencia, ya que
éstos son justamente modos de ser de la subjetividad; al tiempo que la sola
“seguridad” con la que cuenta está en la intuición, pues la seguridad teórica,
la del orden discursivo de las razones, es precisamente la que la propia
“conciencia desde” ha tornado pueril. Más aun, esta conciencia nos deja “en
medio de un desierto” donde la metafísica como disciplina se queda sin “las
palabras y los conceptos” (II, pág. 262); mientras que el vivir se convierte en
un estar-verse embarcado en la existencia. La otra parte de la respuesta se
pierde quizás en ese desierto, no obstante lo cual querríamos preguntar: ¿por
qué Vassallo no precisa a qué se refiere el “desde” de la “conciencia desde”?
Si la preposición admite un complemento, éste tendría que ser la trascendencia:
es desde ella que soy o puedo ser infinitamente consciente de mi finitud. Sin embargo,
si no se trata de una conciencia que yo tenga, como quien tiene vista en los
ojos, sino que de algún modo la soy, ¿acaso yo mismo sería de algún modo
infinito? En un escrito anterior, Vassallo nos habla de una “conciencia
angustiosa de la temporalidad” en la que se daría a la vez, como “presencia”
superadora de la muerte, una “vigencia de lo eterno en nosotros” (I, pág. 338). Y al margen de que esta
eternidad se torne más esquiva en ensayos posteriores, también o cuando menos
lo infinito se hallaría vigente en nuestra finitud. Sólo que esta infinitud
persistiría como un pliegue nocturno, pues la trascendencia consistiría en un
“más”, pero no fuera de mi finitud, sino en su linde exacto, como una oscuridad
abismal. ¿Pero cómo es posible ser consciente de sí mismo desde esa oscuridad?
El “desde” de la “conciencia desde” no se deja precisar, nos lleva a la
penumbra; y entonces “trascendencia” podrá ser el complemento de la
preposición, pero como un complemento, en rigor, innominable, inarticulable.
Tanto más si esa conciencia es experimentada no ya del lado teórico o problemático,
sino del lado del misterio de mi propio destino.
Sin embargo, queda otra lectura donde la función del complemento está
asignada a mi propio vivir: cualquiera fuese el lugar o el abismo de esa
conciencia, es desde ella que me veo
vivir, y de modo que este “ver” ya no es reflexivo, como en la autoconciencia,
ni lo es de un “espectáculo”, o no al menos como si el enigma de mi estar en el mundo – y no simplemente este estar –
pudiese aún ser objeto de teoría, de un mirar desinteresado y seguro de sus
verdades, sino percepción de mi “indigencia”, de la diferencia entre mi ser y
mi deber ser. Esta es la lectura que nos sugieren las palabras de Amiel citadas
por Vassallo: “Mi privilegio consiste en asistir al drama de mi vida; en verme,
por decirlo así, en la escena desde la platea, de ultratumba en la existencia”
(II, pág. 276). La cita, que omite líneas intermedias, continúa un poco más,
salteando otras líneas, para pasar a las referencias de Amiel sobre Hamlet y la
vida pública; pero el cotejo es pertinente para entender por qué Vassallo reconoce
allí sólo parcialmente lo que él llama “conciencia desde”. Porque para Amiel se
trata de una conciencia que le revela el secreto de lo tragicómico del vivir,
como si un poeta burlón – haciendo las veces de un dios o un demiurgo – se lo
hubiese confesado, pero sin que nada exima a Amiel de retomar su “modesto
empleo de lacayo en la obra”; y en esto radica su alusión a Hamlet, así como al
doblaje hipócrita (Doppelgängerei)
entre el actor y su personaje.[60] En esta línea, Amiel estaría entonces próximo de cierto Nietzsche y de
Luigi Pirandello.[61] Pero si parece claro que la “conciencia desde” del propio Vassallo, más
cercana a la experiencia mística, no acuerda bien con un tono tragicómico, ¿por
qué Vassallo rescata, sin embargo, las últimas líneas del pasaje, donde Amiel
señala “el disgusto por la vida pública”, como abrevia en su traducción,
evitando mencionar el “disgusto de la vida real” que también señala el pensador
suizo? Tomar distancia del “pathos
romántico” de Amiel, como aclara tras citarlo, e indirectamente de una visión
tragicómica, resguardaba a Vassallo de equívocos frente al absurdismo y al
existencialismo sartreano, en la medida en que éstos, a su juicio, rechazaban
toda trascendencia y tornaban así imposible la moralidad, como veremos más detenidamente.
Pero por otra parte, así como en un ensayo anterior ya indicaba que la
trascendencia, lo otro de la subjetividad, “no tiene vida pública” (I, pág. 369),
ahora vemos que esta vida, por consiguiente, no puede sino serle molesta – sin
llegar a repugnarle, según escribe Amiel –, en tanto que en ella la trascendencia
queda no menos ignorada o tergiversada. De modo tal que, para Vassallo, la vida
“real”, como itinerario metafísico-moral de la subjetividad, transcurre en la
presente ausencia de una trascendencia que le concierne en su propio ser
individual, pero justamente por eso, al margen de la publicidad y de la moral
social o eticidad.
Aquí tocamos un punto delicado, pero antes cabe preguntarse: ¿Por qué
entonces Vassallo eligió citar a Amiel, en lugar de recurrir a los versos de algún místico o
metafísico, o de ofrecernos una descripción de su propia experiencia? Vassallo
nos habla de la plasticidad del pasaje de Amiel, y entendemos que prefiera
evitar las abstracciones de los lenguajes metafísicos, siempre propensos a
teorizar, mientras que la voz de un místico se prestaría a los equívocos
religiosos de ensayos anteriores, y también quiere evitarlos. Pero Vassallo
desestima expresamente, además, que sea oportuno referir su experiencia personal,
y es aquí donde se concentra toda la cuestión. Porque, en efecto, no hay manera
de salvar el abismo discursivo que se abre entre la necesidad de mostrar la
validez filosófica de la “conciencia desde” y su índole absolutamente personal
en tanto que “ver siendo”. Y la mayor
paradoja está en verse, en el cotidiano estar en el mundo, como disuelto en la
impersonalidad, en lo que Heidegger llamaba el “uno” o “se” (das Man), pero sin que el análisis de
esta cotidianidad pudiese jamás aportarme un saber de mi propio destino. “Me
siento anónimo, impersonal, la vista fija como la de un muerto”, escribía
también Amiel, como recuerda Vassallo en otro lugar (III, pág. 287). Además, toda descripción filosófica
de tal conciencia, no obstante su eventual elocuencia, será siempre expresión
de una vida ya ella misma esencialmente filosófica e impregnada así de
valoraciones que nadie más aceptará en todos sus matices. En definitiva, cada
cual está solo en esa conciencia suya, y esta exclusividad es tan inherente a
su existir como al “privilegio” de verse existiendo. Cualquiera fuese el inverificable
número de los heroicos náufragos, solamente la paradojal comunicación en la
cual unos “comparten” sus soledades con los otros, sería el delgado índice de
su validez filosófica. Una suma de testimonios no nos permitiría más que la
observación de ciertos denominadores comunes muy formales y generales, como los
que expone Vassallo con extrema cautela. Por eso, si el filósofo argentino se
contenta con el testimonio de Amiel, se debe a que es uno de los que siente más
afines, y porque siendo tan imposible como improcedente una justificación estrictamente
teórica de su experiencia personal, pero rehusando a la vez que su validez
quede restringida al dominio de lo psicológico, no tiene más opción que ofrecer
al lector una breve ilustración ostentativa, invitándolo a despertar o volver a
despertar su propia “conciencia desde”.
Sin embargo, puesto que la visión filosófica de Vassallo se desarrolló a
la luz de su propia “conciencia desde”, y aunque ésta no se deje reducir a
concepto, no podían faltar en los escritos del filósofo ciertas metáforas en
las que nos describe o nos insinúa su descripción. En este sentido, uno de los
testimonios más contundentes está en las primeras líneas de “Estamos embarcados”
(Elogio de la vigilia), un breve
ensayo donde la “conciencia desde” es llamada conciencia primordial – también
existencia y pavor primordial. Pero aunque no nos detengamos en esa página,
optando por un cotejo más amplio, parece llegado el momento de prestar atención
a ciertas metáforas de Vassallo. Ya hemos observado, por ejemplo, que la imagen
del desierto simbolizaría un enmudecer del saber teórico, la carencia de
conceptos, pues cuando este saber, habituado al ser como espectáculo o paisaje exterior,
intenta ver en la trascendencia, no puede distinguir allí nada, por mucho que
la luz de la razón lo ilumine todo. A su turno, la desnudez de la subjetividad
sería la imagen de una existencia que se sabe enigma, no substancia ni figura,
sino apetencia de ser, filosofía. Y en cuanto la razón teórica declina sus
pretensiones, al tiempo que el enigma se torna pavor, el desierto deviene la
noche oscura en la que la subjetividad percibe los pliegues de lo infinito en
su propia finitud: misterio, culpa y libertad. Pero hay dos imágenes que
parecen contrariarse y que nos interesan para una mejor comprensión de la
cuestión moral; porque aunque el naufragio no sea una imagen recurrente en
Vassallo, sino ocasional y con matices distintos, hay un lugar clave donde nos
dice: “El que ha puesto su habitación en el asiento de la vigilia siente
faltarle bajo los pies el mundo de la conciencia natural, sin poseer
plenamente, tampoco, el ser participado en la nueva conciencia que es la
vigilia. (…) Así el hombre existente en la vigilia (…) vive náufrago y a la vez
piloto seguro en el ser” (I, pág. 348). ¿Pero cómo es esto posible: estar
embarcado en la existencia y naufragar a la vez? En aquella otra página del
mismo libro nos decía además que estar embarcado es “estar forzado a avanzar,
sin saber bien adónde, y sin poder arrojarse por ninguna borda” (I, pág. 329).
¿En qué sentido, entonces, naufraga el navegante que se ha vuelto vigilante?
Aquí es oportuno recordar que las metáforas no sólo pueden condensar
verdades rigurosas aunque situadas a la vez fuera de los alcances de los
conceptos, sino que, además, la riqueza expresiva de no pocas metáforas está
codificada por saberes a veces milenarios, en un juego interminable de
variaciones, y de manera tal que la oportunidad de una de estas variantes se
aprecia mejor desde las resonancias de otras. Es lo que ocurre con la metáfora
del naufragio, como ha mostrado Hans Blumenberg,[62] aunque para el caso que nos ocupa nos acotemos a dos antecedentes, en
Kant y en Nietzsche. En el primero se trata de una imagen a la que alude el
propio Vassallo: en Kant, nos dice, “la razón teórica recorta,
aparencialmente, ‘una isla de precisos contornos en un mar de misterio’” (II, pág.
49). En ese mar irá a internarse la metafísica, haciéndose cargo de la cuestión
moral. Pero la variación vassalliana – que respecto de Kant sería una
desfiguración – reside en que lo aparencial, para el filósofo alemán, no está
en ese recorte, sino en el mar: la isla es el lugar del conocimiento seguro,
más allá del cual imperan las ilusiones.[63]
En todo caso, si la ética kantiana nos descubre la interioridad y la primacía
metafísica de la libertad, pero “naufraga en la legalidad”, como escribe
Vassallo en otro lugar (I, pág. 457), esto se debe a que la razón aún cree poder
legislar la conducta y darle un sentido en medio del mismo mar donde fracasara
la metafísica de puros conceptos, sin advertir que allí pierden competencia
también sus fueros legalistas, tornándose así irrisoria y vana incluso la
seguridad de la isla.
Esta es la
situación que nos lleva a Nietzsche, cuyas imágenes náuticas no aparecen referidas
por Vassallo, pero tienen antecedente común en Pascal. El desafío de apostar
que éste nos plantea, “vous êtes embarqué”,
ya no admite, en efecto, la moral provisional de Descartes, ni el escepticismo
de Montaigne, pues no es posible quedarse mirando la vida desde un puerto:
vivir es estar ya en alta mar. Pero Pascal nos sugiere que si nos dejamos guiar
por la fe, tras el horizonte alcanzaremos la infinita morada de la eternidad,
mientras que para Nietzsche ya no queda ninguna tierra firme, el mar mismo se
ha revelado infinito, y el naufragio resulta irremediable.[64]
No muy distinto es al respecto el mensaje de Vassallo, aunque inmediatamente
difiera de Nietzsche, quien toma el rumbo de la voluntad, la creación de
valores y el eterno retorno, mientras que Vassallo experimenta su travesía, su
itinerario, como realización atenta de un ser propio cuyos signos debe
descifrar, por así decirlo, en las olas del mar. Pero rescatemos de Nietzsche
algo más que Blumenberg no considera y que a nosotros nos ofrece otra analogía
sugerente; porque al iniciarse la tercera parte de Así habló Zaratustra, éste, que vivía en las montañas, no sólo ha
aprendido que ellas “vienen del mar”, sino que se embarca, y al tercer día de
navegación les habla a los marinos: “A ustedes, buscadores y escudriñadores
osados (…), a ustedes, los ebrios de enigmas (…), solamente a ustedes les
cuento el enigma que yo vi, la visión
del más solitario”. [65]
Este enigma indescifrable es el del eterno retorno, y Zaratustra lo cuenta en
alta mar, a oídos que sabrán escucharlo.
Ahora bien, en
Vassallo, su enigma no lo es para otros, sino para él mismo, es el enigma de su
propio deber ser, cifrado en una eternidad esquiva, en una presente ausencia;
pero de manera análoga a Zaratustra, tampoco él puede insinuarlo sino en
metáforas, sabiendo además que está profundamente solo en su vigilia, y que no
lo comprenderán quienes no hayan experimentado el pavor de estar embarcados.
Tampoco para Vassallo hay puertos, ni tierra firme, y por eso estar embarcado
no se distingue de vivir náufrago. Pero no cualquiera naufraga, sino aquél que
se sabe embarcado. O como expresa también Vassallo en otro lugar: al ser mismo
del hombre en cuanto tal le es inherente “el riesgo de perderse” (I, pág. 351).
El plural de “estamos embarcados” no tiene un valor meramente descriptivo, sino
propositivo, aunque no por eso equivalga a un “embarquemos”, pues se dirige a
quienes estén dispuestos a saber de qué se trata, descubriéndose ya embarcados, y a quienes ya lo sepan
de algún modo, pero en imágenes acaso menos certeras. Por otra parte, el
“nosotros” de la propuesta no es un pronombre tácito, sino que no tiene cabida,
pues la condición que nos iguala, el naufragio, no nos une, nos separa. Y por
eso lo inevitable es más bien el pronombre del náufrago que nos dirige la
palabra: “Yo propongo un pavor…”. A la vez, sin embargo, si sólo en el
naufragio es posible la realización de la propia humanidad, es porque la
vigilia, o “conciencia desde”, no se reduce a verme perdido en la existencia,
como si no me quedara más que resignarme y dejarme arrastrar por el viento, o
elegir cualquier rumbo, cualquier proyecto (Sartre); pues aunque acaso no me quepa
esperar ya una revelación ni una salvación divina, y a diferencia igualmente
del “camino del creador” de Nietzsche, la vigilia es al mismo tiempo un
infinito interés en mi propio destino, es pilotear mi existir atento al ser que
debo realizar y que me hace señas desde una trascendencia insondable. Más aun,
de antemano sé que he fracasado, porque aunque acierte a veces el rumbo, nunca
voy a descifrar cabalmente mi enigma, tan persistente como los horizontes que
continuarán abriéndose ante mis ojos, hasta el último instante; y por eso la auténtica
sabiduría de mi vigilia no podrá ser sino heroica, pero solamente en ella y por
ella estará a la vez “asegurada” mi condición humana, mi única “salvación”.
6.
La realización de sí mismo
Mi destino no
es predestinación, no está escrito en las estrellas. Si así fuese, mi
existencia transcurriría en tierra firme y mi libertad no me angustiaría, pues
un tal destino se cumpliría, haga yo lo que hiciese. Sin embargo, ¿por qué el
ser que debo realizar es llamado también destino? O bien, ¿por qué en este
deber ser persisten resonancias metafísicas, como si en algún sentido se
confundiese con mi ser, si no con el Ser, sin allanarse a un sentido ético? Mi
enigma, ¿es el enigma de quién soy, o de quién debo ser? ¿Cuál sería, además,
el vínculo entre quién debo ser y qué debo hacer? Pero a todo esto, ¿acaso esta
filosofía no termina por mostrarse muy individualista, si no también autista o
solipsista, por cuanto ni siquiera podemos naufragar con otro, y el realizarse
de la subjetividad pareciera implicar así una soberana omisión de la existencia
de los otros y del mundo entero? Para responder a estas cuestiones, la mejor
perspectiva es la que nos ofrece el itinerario de Vassallo, esta vez en el
último sentido que dejamos indicado para esa imagen: como peripecia de una
subjetividad que vive y filosofa en la vigilia, que existe como “conciencia
desde”. Porque este itinerario no es otro que el del naufragio y la realización
de su propio programa de conversión de la metafísica en ética. Sin embargo,
esto ya es casi lo mismo que una invitación a la lectura de toda su obra, de
modo que aquí, para completar este estudio introductorio, me ceñiré a una
estrategia más modesta. Examinando tres apariciones sucesivas de otra metáfora
que nos quedó sin comentar, procuraremos extraer de allí un hilo conductor para
luego observar, de manera panorámica, cómo es que las cuestiones planteadas se
aclaran a la luz de lo que sucedió con tal programa.
Además de las
caracterizaciones que hemos comentado acerca de la experiencia en la que la
subjetividad cobra conciencia de su finitud y de la trascendencia, Vassallo recurre
a veces a otra descripción a la cual no habíamos hecho hasta aquí más que una
referencia aislada: la experiencia metafísica es la experiencia de una indigencia
de ser que de algún modo espera cura. ¿Pero en qué podría consistir esta cura?
Veamos lo que Vassallo afirmaba al respecto en tres pasajes en principio muy
similares que ilustran también el celo de nuestro filósofo al corregir y
reescribir su pensamiento. El primero de ellos está en un ensayo de 1940 donde
Vassallo plantea la cuestión del origen del conocimiento, antes de toda actitud
teórica, y entonces afirma que el punto de partida del cognoscente es “una
nostalgia del ser echado de menos en todos los seres, nostalgia
inseparablemente unida a la expectación de un enriquecimiento que cure una indigencia
de ser en el cognoscente” (I, pág. 382). En el segundo texto, de 1945, Vassallo
afirma que en su volverse consciente la vida humana para sí misma “nacen a un
tiempo la interrogación por el ser y el problema del destino”, agregando:
“Cuando nos abrimos al problema o misterio del ser, juntamente hay la
expectación de un crecimiento que cure una indigencia de nuestro ser;
espera de un acceso al ser plenamente conocido y poseído” (I, pág. 452). En el
tercer texto, de 1949, leemos la siguiente versión: “Pues cuando nos abrimos al
problema o misterio del ser, juntamente hay la expectación de un deber ser que
cure nuestra indigencia de ser revelada en la finitud” (III, pág. 304). ¿Qué es entonces aquello que nos
cura de la indigencia de ser? Sucesivamente: un enriquecimiento, un
crecimiento, un deber ser. ¿Pero qué conllevan estas modificaciones? Notemos
antes que la invariante más firme es la expectación, indicando que la cura no
estaría en nuestras manos, sino que provendría, si acaso, de otra parte. Aunque
al mismo tiempo, la expectación no equivale a esperanza, pues no implica
confianza, y la cura no nos advendrá en cualquier momento, como si mientras tanto
pudiésemos andar distraídos o quedarnos dormidos: la expectación es disposición
y espera, pero alerta, despierta, e incierta de lo que sucederá. No sin
ambivalencia, lo que en algún grado neutraliza, en los tres textos, una lectura
religiosa de la relación entre la indigencia y su cura, es la expectación.
Además, Vassallo nos habla de cura, no de salvación o redención, y no dice
tampoco que un Dios nos cure.
El sentido de
la indigencia de ser varía en función de aquello que la curaría; y en el primer
caso, donde la cura es un enriquecimiento, la indigencia de ser se asimila a un
hallarse menesteroso, pobre o frágil, en solidaridad con todos los seres.
Además, la nostalgia supone allí que el cognoscente ha experimentado antes lo
que ahora espera como cura: en este deseo de retorno a un paraíso perdido hay
aún una acentuada connotación religiosa. El segundo texto deja de lado esta
nostalgia, para poner mayor énfasis metafísico en el propio ser, no ya en el
cosmos. Nos habla además del ser como “problema o misterio”, a diferencia de lo
que ocurría todavía en Elogio de la
vigilia, donde, de acuerdo con Marcel, “problema” no era la palabra más
acertada para el ser (I, pág. 357 ss.). Y esta vez, la cura como crecimiento o
acceso nos sugiere una indigencia que ya no es necesariamente privación sino
más bien limitación y disconformidad, distancia entre mi ser dado y mi ser
pleno. Pero aunque en el primer texto prevalezca, al parecer, la realización
del ser en general, mientras que la realización del propio ser pasa al primer
plano en el segundo texto, en ambos casos lo que cura es en cierto modo más de
lo mismo, es decir, más ser, pues de algún modo esencial el indigente participa ya de aquello que ha de curarlo;
no obstante la infinita distancia que haya entre indigencia y cura, y aunque la
expectación fuese quizás vana. En el texto de 1949, en cambio, hay un giro
notable: lo que cura es un deber ser, y el hiato cualitativo que se abre nos
induce a preguntar: ¿cómo un deber ser podría curarme de una indigencia de ser?
¿De qué manera en la ética podría hallarse la respuesta a un problema
metafísico? En todo caso, no está dicho que tal deber ser fuese equiparable a
un deber obrar de conformidad con algún mandato universalmente válido. Pero
además, si la indigencia, como leemos en ese texto, se me revela en mi propia
finitud, ¿significa esto que soy finito porque soy indigente, o bien, por el
contrario, que soy indigente porque soy finito? En la primera lectura, mi
finitud sería la consecuencia mundana y no esencial de una indigencia que se
deja entrever como un hallarme privado de Dios, a causa a su vez de mi caída o
mi pecado, pero de modo tal que si un deber ser puede curarme, es porque aun
antes y por encima de su sentido moral, es lo que me re-liga. Sin embargo, si bien la religión – o más exactamente, la
mística – ejerció en Vassallo una prolongada atracción, también vimos que el
filósofo no dejó de pulir sus diferencias, llegando a manifestar que la idea de
caída, aunque fuese “razonable”, no se deja pensar “de un modo crítico”.
Además, si religarse supone reintegración, participación previa, ¿en qué
sentido un deber ser podría ser su expresión adecuada? Si interpretamos, en
cambio, que soy indigente por ser constitutivamente finito, y la indigencia
expresa mi desamparo ante la infinitud de la trascendencia, entonces el deber
ser no puede curarme de esta indigencia, aunque le diese un sentido a mi
finitud, pues pasa a expresar más bien el destino moral que se me oculta en las
oscuridades de esa misma trascendencia. Más aun, la expectación pierde fuerza
en relación a la cura en cuanto tal, porque aunque ésta fuese de algún modo
posible, ya no parece que me venga dada de otra parte, al menos en la medida en
que descifrar y realizar mi deber ser sean inherentes justamente a mi propia
vigilia. Lo que ocurre es que naufraga aquí la tentativa de conciliar las ideas
de indigencia y cura con una incontestable experiencia subjetiva donde finitud
y trascendencia son términos indisociables pero irreductibles, tal como Vassallo
venía mostrándolo desde tiempo atrás. De hecho, este texto de 1949 es la última
vez que nuestro filósofo habla de indigencia y cura.
Lo que más importa
rescatar del análisis es el problema pensado en la metáfora de la indigencia y
la cura: el problema de descifrar y realizar el sentido del propio existir.
Porque aunque la cronología de los pasajes citados sea limitada y relativa como
pauta del itinerario vassalliano, sus variaciones permiten entrever que nuestro
filósofo, orientándose siempre por su experiencia metafísico-moral, fue
relegando su interés inicial en mostrar, mediante interpretaciones de otros pensadores,
cómo la cuestión práctica asomaba tras la metafísica teórica, para ir madurando
un lenguaje cada vez más directo y personal sobre aquella experiencia, más
autónomo también respecto de presuposiciones religiosas. En este itinerario, el
acento se desplaza del ser al ser propio, y de allí al deber ser; así como en
relación a la finitud de la subjetividad, la palabra “ser”, que en un comienzo
tiene un valor un tanto substancial e incluso inmanente, va cediendo su lugar a
“trascendencia”, con un sentido cada vez más moral. Por supuesto, los pasajes
comentados son insuficientes para apreciar todas estas modificaciones de una
travesía no carente de contratiempos, como en todo itinerario vital, y donde no
hay etapas netamente diferenciables, sino más bien una modulación sutil,
cuidadosa y casi permanente. Pero a fin de considerar entonces otros indicios
más panorámicos, es oportuno situarse en la perspectiva que nos brinda “Subjetividad
y trascendencia”, el mismo ensayo de 1949 que acabamos de citar: al sostener
que el conocimiento filosófico es a la vez realización del filósofo en tanto
que “subjetividad finita siempre individual”, Vassallo acota, en nota al pie,
que esto es justamente lo que él expresaba en sus trabajos juveniles en torno a
Blondel, “con la frase programática, sin duda exagerada e inexacta si se la
tomara literalmente, de ‘necesidad de una conversión de la metafísica en
ética’” (III, pág. 306). ¿Cómo y por qué
fue pasando Vassallo de esta formulación a aquella otra? Leamos todavía un
fragmento de al menos quince años después donde Vassallo, refiriéndose
nuevamente a esa frase programática – que data de 1931, en “Iniciación en
Mauricio Blondel” (II, pág. 205 ss.) –, aclara que en sus escritos de juventud
“estaba preocupado especialmente por rescatar el saber metafísico de toda
hiperfísica o cosmología, para fundirlo íntimamente con una forma de vida:
pero no entendí nunca con dicha fórmula identificar la metafísica con la ética”
(II, pág. 285). En tanto que disciplinas teóricas, sin duda que la metafísica y
la ética no son idénticas, como no lo son tampoco para ellas los sentidos de
“ser” y “deber ser”. Algo diferente ocurre, sin embargo, cuando el filósofo
sabe que en su experiencia del ser están involucrados él mismo y su destino; y
puesto que este saber buscó en Vassallo su propia expresión, tal es la
evolución cuyas instancias más sintomáticas tendremos que observar.
En “Nuevos
prolegómenos a la metafísica”, de 1932, se lee claramente: “El problema del ser
se plantea al mismo tiempo que el
problema de nuestro ser, de nuestro destino” (I, pág. 225). Este pensamiento
expresa una constante medular de todo el itinerario vassalliano, que no obstante
el énfasis en “al mismo tiempo”, es
una travesía donde el acento se fue desplazando justamente en el orden en que
aparecen allí las palabras claves: “ser”, “nuestro ser” y “nuestro destino” (o
como dirá luego: deber ser). Ahora bien, la necesidad de una conversión de la
metafísica en ética es entendida inicialmente como “necesidad de una conversión
de la trascendencia en inmanencia” (I, pág. 233). Porque, en efecto, en esos
años “trascendencia” tiene sobre todo el sentido expresamente intelectualista
de la metafísica pre-kantiana, frente a la cual Vassallo propone un “método de
la inmanencia” como vía de conversión, según se aprecia, nos dice, no sólo en
Blondel (I,pág. 235), sino también en Hegel (I,pág. 321), y que el propio Kant
inaugurara con su crítica a aquella metafísica tradicional (I, pág. 234).
Aunque por eso mismo, dejando a salvo la libertad, Vassallo cuestionaba a Kant
que los postulados de Dios y la inmortalidad contradicen los conceptos de
deber, autonomía de la voluntad e imperativo categórico (I, pág. 190). Y en el
mismo sentido cuestionaba, como ya sabemos, la pretensión blondeliana de pasar
de la necesidad de la acción a la hipóstasis de una voluntad infinita. De
hecho, en esta idea de inmanencia radicaba uno de los principales motivos de la
pasajera y equívoca tentación hegeliana de entonces.
Sin embargo, en
1933, frente a la metafísica no menos inmanentista del impulso vital y la
evolución creadora, advertimos los primeros indicios de una mutación significativa.
En efecto, en la última clase de su curso sobre ética y religión en Bergson,
Vassallo reconoce, a título de elogio, que el filósofo francés observara “la
necesidad de una fundamentación metafísica de la ética”, pero le objeta que su
tentativa haya “comprometido los fueros de la conciencia moral y religiosa con
la metafísica del élan vital que
acaso no tenga que ver nada con ellas”, puntualizando además: “La esencia de lo
moral y de lo religioso no consiste en una creación” (III, pág. 107). Por otra
parte, unas páginas antes había advertido que Bergson no distingue
convenientemente entre moral y religión (III, pág. 103). A la vez, sin embargo,
esto no impide que la diferencia bergsoniana entre la moral individual (o
abierta) y la moral social (o cerrada), igualmente examinada en ese curso – y
que reaparece posteriormente en “La ética de Bergson” (III, pág. 205 ss.) –
haya acaso sugerido a Vassallo los primeros pasos hacia la elaboración de su
propia distinción entre moral y ética. Esto no es explícito en ningún lugar,
pero se observa en la evolución de su lenguaje, si se consideran lapsos de
tiempo razonables. Uno de los indicios más generales al respecto es la reescritura
a la que Vassallo somete en 1945 el texto de un curso de 1933, “Una
introducción a la ética” – donde aún estaba la expresión “método de la
inmanencia”, que queda eliminada –, a fin de incluirlo en ¿Qué es filosofía?, bajo el nuevo título de “Aproximación a la
esencia de la vida moral”. De manera similar, tampoco sería casual que el libro
de 1957 se llame El problema moral.
Pero más allá de títulos, ¿por qué este libro, ni ningún otro de Vassallo, es
un tratado de ética? Si tanto le importaba la moral, y para no quedarnos en
convenciones terminológicas más o menos conocidas, ¿en qué radicaría para él la
diferencia entre ética y moral?
Pero
posponiendo esta cuestión un momento más, conviene observar antes lo que ocurrió
mientras tanto cuando Vassallo liberó a la palabra “trascendencia” de su
acepción intelectualista, pues hay un fragmento donde el filósofo, ya despreocupado
de la inmanencia, brinda claves valiosas sobre su itinerario desde entonces. Vassallo
indica allí cómo ha variado su concepción sobre el modo en que la trascendencia
está implicada en la finitud. Porque en un tiempo se inclinaba a pensarlo, nos
dice, como “una implicación de ser”, de “participación” e “identidad”, y no
sólo de conocimiento; pero más tarde, distinguiéndola de una paralela “relación
mística” con la trascendencia,
concibió también una “relación dialéctica”
o “negativa” frente a “lo otro”,
agregando sobre esta última: “Acá la experiencia metafísica no nos instala en
el Ser como en ‘nuestra querida patria’, sino que más bien nos lo señala como
la tierra prometida, a la que no sabemos si entraremos alguna vez” (II, pág.
281). Retomamos así la diferencia entre mística y dialéctica, pero ahora para
notar que, en coincidencia con la inicial metafísica de la inmanencia, y luego
con una metafísica de la aludida participación – que en ese carácter se
extiende entre 1935 y 1945 –, la aquí llamada relación mística hacía posible la
cura en tanto que más ser o plenitud de ser, pues entre el indigente y ella
había justamente una identidad esencial. De hecho, en un ensayo escrito aún en
afinidad con Marcel, “el ser es participación”, o “ser-con”, y la trascendencia es entendida como un excederse hacia
un más que nos es participado (I, pág.
354). La relación dialéctica, en cambio, indica la percepción de un hiato entre
finitud y trascendencia, preservándose de ésta solamente un saber crítico que
no nos garantiza cura alguna, pues ya no hay allí un ser, y que por eso mismo
se concibe más rigurosamente como saber-realización de un deber ser, o de un
valor. Por otra parte, en aquel mismo fragmento Vassallo sugiere que las
relaciones positivas y negativas con la trascendencia no se excluirían, y que,
sin embargo, cuando intenta formular la afinidad, “siento que me deslizo de
nuevo por la pendiente de una gran oscuridad”. Pero al margen de la tentación
mística en su sentido religioso, cuestión que ya hemos tratado, notemos que hay
varios textos, al menos hasta mediados de los años cincuenta, donde una llamada
“realidad” equivale al ser, o bien asoma como un aspecto aún un tanto
substancial de la trascendencia;[66]
hasta que Vassallo ensaya, en efecto, conciliar ambas concepciones, como se
observa en 1953, cuando afirma que en la experiencia metafísica la
trascendencia “es vivida como la máxima realidad a la vez que como el supremo
valor” (II, pág. 266). En adelante prevalecerá la concepción negativa, sin que
la positiva desaparezca nunca por completo; y aunque la cuestión de la
realización personal, considerada desde un plano teórico y universalmente
válido, no admita mucho más que señalamientos y propuestas, Vassallo la diferenciará
con mayor claridad tanto de opciones religiosas como de la propuesta
nietzscheana, de los humanismos en boga (especialmente el sartreano), y de
planteos éticos influyentes como el de Max Scheler, además de marcar sus
distancias con la eticidad hegeliana. Ciertas instancias decisivas de estas
confrontaciones, algunas de ellas en escritos anteriores, son así las que nos
permitirán comprender mejor por qué el programa de conversión de la metafísica
en ética llevó a una progresiva diferenciación entre moral y ética; con lo cual
responderemos también más acabadamente a las preguntas que nos introdujeron en
la problemática.
En tanto que la
ética sea entendida como la disciplina filosófica que examina y precisa las
condiciones de validez universal de la conducta, y que nos descubre además la
libertad como el trasfondo metafísico en el cual se fundan no sólo la
conciencia moral sino toda posibilidad de sentido de la conducta, la ética de
Kant es, para Vassallo, un paradigma insuperable.[67]
La ética de los valores de Scheler, por ejemplo, no sería sino una variante de
la moral del arquero, es decir, de la concepción tradicional según la cual la
corrección de la conducta consiste en que acierte a realizar un ser, idea o
esencia trascendente pero real, como en Platón y Aristóteles, aunque en Scheler
tales esencias sean irracionales, valores conocidos por intuición emocional (II,
pág. 31 ss.). Sin embargo, tampoco es casual que en el itinerario de la
subjetividad Kant quede ubicado en una etapa anterior a la de la subjetividad
verídica. De manera semejante, al examinar “Los grados de la conciencia” vimos
que la libertad ética no aparece vinculada a la “conciencia desde”, sino que
está por debajo de ella, al nivel reflexivo de la autoconciencia. Y cuando comentamos
las imágenes del naufragio, anticipamos que Kant se equivocaba al creer que la
razón podía resolver completamente el problema moral mediante una legislación.
Más aun, Kant no sólo naufraga en la legalidad, sino también cuando quiere
vincular la virtud a una felicidad eterna mediante los postulados de Dios y la
inmortalidad, como si la ley moral fuese la brújula racional de una fe que nos
llevará a buen puerto. Pero a todo esto, vimos que en el itinerario de la
subjetividad no había ilusión mayor que la de ese idealismo absoluto donde,
digámoslo así, el mar entero de la existencia aparecía convertido en un paraíso
tan racional como terrenal. No podría sorprendernos entonces la suerte que
parejamente tenía que correr la eticidad hegeliana ante los ojos de Vassallo:
“Con la filosofía de Hegel se da, en los tiempos modernos, el salto mortal en
cuya virtud a la moralidad se la destierra del hombre individual para
constituir con ella un cosmos ético separado (…) en las impersonales instituciones
de la familia, la sociedad civil y el Estado” (II, pág. 60). Por lo demás, este
salto mortal, al igual que la identidad final de lo real con lo racional, venía
preparándose desde antiguo en la tentativa filosófico-política de instaurar un
orden ético inspirado en la moral del solitario Sócrates (la moral abierta de un
héroe, según Bergson): “El orden moral trasciende el individuo y se extiende a
la comunidad; y es por eso que en Platón la dilucidación del problema moral se
mezcla y confunde con la consideración del problema político” (II, pág. 333).
En Hegel, el problema político ha desaparecido como tal en la presunta
constatación de una historia consumada, de una inmanencia en cuya transparencia
no queda sitio para lo misterioso, ni para lo heroico, justamente porque el
individuo ha devenido en ella tan inesencial como el problema moral mismo. Pero
se entiende entonces que Vassallo se apartara de inmediato de la “filosofía de
la vida” que por un momento viera en Hegel, y que le pareciera cercana a lo
mejor de L’action de Blondel. Pues si
algo indicaba la palabra “inmanencia” en el joven filósofo argentino, no era
una mundanidad prosaica, y ni siquiera, tampoco, ese “océano de vida en que
estamos inmersos”, al decir de Bergson, para quien filosofar consistía en el
esfuerzo de volver a diluirse intuitivamente allí (III, pág. 41),[68]
sino que indicaba la finitud existencial en la que se forja toda personalidad
individual atenta a una imperiosa necesidad de realizarse, tal como este
llamado se da con su experiencia del ser y se halla así cifrado de algún modo
en lo que luego quedará mejor designado como trascendencia.
Esta necesidad
de realizarse no se confunde en absoluto, según anticipamos, con un asunto de
creación, ni a la manera bergsoniana ni a la manera nietzscheana. Al respecto
notemos todavía que frente a “la senda del creador” de Nietzsche, para quien el
desafío consistiría en hacer de la propia voluntad una ley, Vassallo replica:
“Tú debes ser lo que eres en tu profundidad: allí comienza el canto de lo que es” (I, pág. 383). Pero aun más duros
son los reparos del filósofo argentino para Sartre, a quien le objeta que la
libertad no es un mero estar condenado a elegir un proyecto tan precario como
caprichoso de donde la moralidad ha quedado excluida, por mucho que Sartre
imite el gesto kantiano de un compromiso universal; pues para Vassallo se trata
más bien de partir de la “desnuda existencia” para dirigirse a su origen
metafísico en la trascendencia, desde la cual la libertad se nos revela como
“una vía de acceso al descubrimiento y realización de nuestro ser”, como libertad
de elegir “nuestro propio y auténtico ser” (II, pág. 72 ss.). No obstante “la
coloración de una moral humanitaria” que intenta tomar, el existencialismo de
Sartre es una forma extrema de “nihilismo moral” (III, pág. 360).[69]
A este nihilismo se acerca igualmente Camus, con la significativa diferencia de
que Camus, percibiendo el divorcio entre el actor y su escenario, no pretendía
hacer de esto un non plus ultra; y
entonces Vassallo sugiere que lo absurdo sería, en efecto, “solo una cara” de
una experiencia mayor en la cual también “alumbra la certeza de una Trascendencia,
fuente de toda consistencia de ser y de todo valor”, pues de otra manera,
tampoco percibiríamos esa extraña contingencia que se define como lo absurdo
(III, pág. 363). De paso, esto nos aclara un poco más por qué Vassallo no
acepta sin reservas la visión tragicómica de Amiel cuando éste advierte un
divorcio similar entre él mismo y su personaje mundano. La variante vassalliana
de esta metáfora es la de quien, sabiéndose embarcado, acepta con heroísmo la
problematicidad de su ser: “Para que en vez de ser actor en público, sea en
privado el protagonista de su propio drama incomparable” (I, pág. 332).
Tenemos lo
suficiente para comprender la especificidad vassalliana del problema moral, inseparable
de su dimensión metafísica, y que precisamente por eso desborda los límites de
la ética kantiana. En esos exactos límites, allí donde el uso práctico de la
razón teórica se dispone a dejar a cada cual en medio de su drama singular, la
única ética concebible para Vassallo, y que jamás podría derivarse de
consideraciones sociológicas, no es una ética de las virtudes, ni de los
valores, sino de la personalidad: “Aunque lo que se designa como vida moral
incluye ejecutar acciones, y realizar fines o cosas exteriores, lo que
caracteriza a la actitud moral es que todo eso se aprecia con referencia a la
realización de sí mismo” (III, pág. 342). Ahora bien, esta realización no tiene
una solución normativa; más aun, es un problema moral justamente porque no
tiene solución, y por eso tampoco es posible dedicarle un tratado; o bien su
sola solución, si así podemos denominarla, es la que vaya decidiendo cada cual
en su vigilia, en la heroicidad de saberse náufrago, atento a su propio deber
ser. Pero además, esta vigilia o “conciencia desde” es ya un responder al
llamado de este deber ser; y como siempre es posible evadirse, desoír el
llamado, ocurre que la vigilia, como auténtica y plena conciencia moral, no es
un factum sino más bien ella misma lo primero que debe ser, una conciencia
sólo para la cual habrá así, mientras esté despierta, un deber ser propio por
descifrar y realizar, y sólo desde la cual cobran verdadero sentido a su vez,
al nivel de la autoconciencia, las condiciones de validez racional de cualquier
deber hacer. Por otra parte, aun cuando mi deber ser, mi destino personal,
estuviese acaso vinculado a mi suerte transmundana, nada puedo asegurar al
respecto. En cualquier caso, ninguna fe me resolverá tampoco una cuestión
individual que sólo se me plantea en y para mi existir, en y para mi vigilia,
justamente porque ya estoy embarcado, y porque mi realizarme-saberme en este
naufragio es heroico y filosófico en tanto y en cuanto vivo en la conciencia de
mi propio enigma. Mi problema moral se decide más allá de los alcances de la
ética kantiana, pero más acá de una esperanza religiosa, pues mi enigma excede
lo que deba hacer, pero no se confunde con lo que acaso seré tras mi muerte.
Más bien ocurre que justamente porque no hay para mí otra trascendencia que la
que habita en el linde de mi finitud, mi enigma metafísico-moral es a un mismo tiempo el enigma de quién soy
y de quién debo ser.
Si ahora
echamos un vistazo de conjunto al itinerario de Vassallo, comprendemos que el
programa de una conversión de la metafísica en ética naufragó en sus términos
para realizarse en su sentido, que fue la realización personal de Vassallo.
Enfrentando y despejando equívocos, este itinerario lo fue llevando del interés
en mostrar cómo y por qué la auténtica experiencia metafísica incluye una
dimensión moral, al interés en mostrar, a la inversa, cómo y por qué el
problema moral resulta inconcebible sin esa experiencia. Pero el vínculo íntimo
entre lo metafísico y lo moral se mantuvo inquebrantable, porque allí estuvo
siempre en juego la expresión filosófica del enigma personal de Vassallo.
Atento a los destellos que este enigma le brindara en medio de su “noche
oscura”, inducido a descifrarlos una y otra vez en palabras más certeras, y no
obstante las perspectivas a menudo fragmentarias en las cuales fue madurando su
visión, rectificando el rumbo, en esa experiencia metafísico-moral estuvo
siempre la única cosa que Vassallo tenía para decir y que hizo de él un
“filósofo digno del nombre”, como habría señalado aquí Bergson.[70]
Nos queda, sin
embargo, una cuestión pendiente: ¿hay algún sitio para la sociedad en la
filosofía de Vassallo? Ante todo señalemos entonces que mientras está atento a
la presente ausencia de la
trascendencia en la que se cifra su destino, el filósofo, considerado en la
facticidad de su finitud, es correlativamente una presencia ausente: está allí, en una cotidianidad
que con frecuencia es vida pública, pero como si estuviese a la vez en otra
parte. Muy acorde a la actitud filosófica de Vassallo es en todo caso la présence absente que Merleau-Ponty
observara en Sócrates.[71]
Así como tampoco parece casual que Sartre hiciera hincapié en esa expresión
para dispararle a aquél un irónico reclamo de compromiso político.[72]
Porque si Sartre no se reconoció en esa presencia absorta o pensativa (songeuse), como también la llama
Merleau-Ponty, es justamente porque, en palabras de Vassallo, le dio la espalda
a la trascendencia en tanto que presente ausencia, y por eso buscó resolver el
problema moral en la arena política. Por otra parte, esto no significa que
Vassallo nos propusiera desentendernos de la política, o de la coexistencia
social, sino tan sólo que nada de eso nos aportará claridades o soluciones al
drama metafísico-moral y necesariamente personal de la filosofía, tal como él
la concebía y la vivía. O como leemos al comienzo de El problema moral, la manera que a él le importa de plantearse este
problema no es la de quien procura actuar y cumplir fines según normas y
valoraciones sociales, sino la de quien “se irguiera, por así decirlo, para
preguntarse radicalmente por lo que ha de hacer con su vida (…) coincida o no
con sus tendencias y con las valoraciones morales que rigen en torno de él”
(II, pág. 21). Esto no implica, sin embargo, desentenderse de la comunidad y sus
fines, pues lo que le molesta a Vassallo de la vida pública es más bien el
verse a sí mismo envuelto en una rutina de roles individuales pero impersonales,
y que sería una tragicomedia si no fuese por aquella presente ausencia de la
trascendencia que le recuerda su propio deber ser.
Ahora podemos
responder además a Rafael Virasoro cuando se pregunta si la filosofía de
Vassallo no consistiría quizás en un subjetivismo extremo, agregando: “La
realidad social, el ser con los otros, sin lo cual la moralidad no puede darse,
parece serle totalmente extraño”.[73]
Porque ocurre que, para Vassallo, el ser con otros es el ámbito de la ética y
la política, y no ya de la moralidad en su sentido pleno. Matizando su
cuestionamiento, el propio Virasoro recuerda que Vassallo da cuenta de este
coexistir cuando afirma que la filosofía del siglo XX, sorteando el “pedantismo
subjetivista”, ha reafirmado que “la autoconciencia” es un trascenderse “a lo
que no es ella misma: abierta a las cosas; a las otras autoconciencias en cada
una de las cuales reconoce un tú”
(III, pág. 371). Pero si Virasoro vacila, desconcertado, es porque no advierte
que Vassallo está hablando de la autoconciencia, no de la “conciencia desde”; y
en efecto, ahí está la diferencia. La tremenda soledad metafísico-moral en la
que la subjetividad se enfrenta al problema de su realización personal no
conlleva ningún desconocimiento de la ética que corresponde a la coexistencia,
y mucho menos el clásico “problema” de la existencia de los otros. Vassallo
indica expresamente que si la subjetividad es finita, “no por eso es una
subjetividad solipsista, no por eso es nada más que una ‘interrogación
fatigada’”, y que, más bien por el contrario, por su finitud se abre a esa
conciencia mayor de la alteridad que es la conciencia de la trascendencia (III,
pág. 302). Una alteridad que nunca podrá ser excusa para que la subjetividad se
olvide de su destino, sino razón de más para que lo asuma, y sepa a la vez que
no puede regir los destinos de los otros.
7.
Vassallo y nosotros
De las
distintas maneras en que puede decirse la actualidad de Vassallo, algunas ya
han sido puntualmente indicadas. Pero la mirada de conjunto que hemos alcanzado
nos permite considerar ahora otras maneras, sin descuidar las que él mismo, muy
probablemente, habría estimado pertinentes. Porque, en efecto, si Vassallo
desarrolló una filosofía que se desmarca de toda forma de historicismo, y no se
interesó nunca por la originalidad entendida como novedad o moda, poco y nada
podía inquietarlo la cuestión de la actualidad de sus escritos. Más aun, vimos
que en su pensamiento la subjetividad se caracteriza expresamente por no ser
actual, por ser más bien apetencia, apertura atenta a su enigma y, por eso
mismo, filosofía. Con lo cual quedaría al menos sugerido que la filosofía, para
Vassallo, no tiene más remedio que ser inactual. Sin embargo, si nos reubicamos
en nuestro lugar de lectores, sería lícito preguntar: ¿qué puede significar su Obra reunida para nosotros, en el siglo
XXI, en la perspectiva del tiempo? Una motivación aparentemente menor, si de
tiempos se trata, estaría en el interés por conocer y reconocer la existencia
de auténtica filosofía en la Argentina; una motivación que finalmente no es tan
menor si eso contribuye a derribar los prejuicios que todavía, dentro y fuera
de ámbitos académicos, perturban en nuestro país el óptimo desarrollo de la
actividad filosófica. Por otra parte, aun cuando no se viese en esto último más
que un asunto localista, pero si mantenemos la mirada en esas décadas tan agitadas
como prolíficas de la filosofía occidental del siglo XX en general, sin duda
que, en varios aspectos, la obra de Vassallo responde a su época. Y en tal
sentido hay que destacar de inmediato que su escritura es, en nuestra lengua,
uno de esos raros testimonios cuya profunda lucidez crítica nos permite,
justamente, revisar y enriquecer nuestra “actual” perspectiva histórica sobre
las filosofías del siglo pasado. De modo que más nos valdrá leerlo en la
apertura y la gratitud, en lugar de apresurarnos a asignarle un casillero
acorde a nuestras ideas previas al respecto.
El lector más
interesado en el presente podría pedir, no obstante, que se le señale también
en qué residiría la actualidad del pensamiento de Vassallo, ahora que ya hemos
conocido el estructuralismo y la postmetafísica; ahora que las preocupaciones
filosóficas que cubren no pocos estantes de las librerías están en los desafíos
de nuestra era informática. Pero no tendría sentido intentar una respuesta a
tal planteo si el mismo se limitara a expresar un reclamo retórico, si
presupusiera ya una simple respuesta negativa: bajo criterios de actualidad
cerradamente cronológicos, y muy dependientes de ismos o cánones, Vassallo
resultaría ser tan poco actual como cualquier otro filósofo de su generación.
Tanto peor, podría agregarse, si Vassallo no asimiló su filosofar a las pautas
husserlianas, como tampoco a las de Heidegger o Sartre. Sin embargo, estas
distancias críticas implican, como vimos, diferentes concepciones de la
filosofía que no se dejan reducir a una secuencia progresiva, por mucho que
algunas de ellas midan sus diferencias como superaciones históricas. Además, si
toda filosofía responde a su época, pero no por eso se agota en corresponder a
ella, entonces, sin necesidad de recurrir tampoco a la idea de una philosophia perennis, aquel pedido puede
leerse más bien como el interés por identificar en Vassallo algún problema que
persista como una preocupación filosófica ineludible de nuestros días. El
planteo cobra así un sentido atendible, aunque esté claro que no vamos a
indicar ese problema para pasar a un cotejo de sus variantes en la diversidad
de enfoques y lenguajes “actuales”, y mucho menos como si buscáramos certificar
la legitimidad del pensamiento de Vassallo. De hecho, hemos planteado la
cuestión de su validez filosófica, y hemos mostrado incluso su justificación,
sin apelar a ningún criterio de actualidad. En todo caso, la respuesta a
aquella inquietud nos pondrá ante indicios sugerentes, aunque las referencias a
autores de reconocida vigencia no sean mucho más que ilustrativas.
Ahora bien, el
principal problema de Vassallo que continúa interpelándonos no es otro que el
de la subjetividad misma en toda su dimensión moral; aun cuando hoy ya no suela
expresarse como la necesidad de “un no caducable modo de existir” cuya verdad
“nada quiere tener que ver con la llamada verdad científica” (I, pág. 339).
¿Qué sería hoy esta verdad científica, sino la de la informática en la que nos
toca navegar? Pero Vassallo insistió, justamente, en la necesidad de afirmar
una subjetividad personal muy diferente del sujeto de las ciencias y la
tecnología, y muy diferente incluso del sujeto universal de las normas. Es lo
que Sara Fernández Villamil, poniendo a Vassallo en diálogo con otros
lenguajes, señala acertadamente como el problema del “estatuto de un sujeto
real, ético”, según se plantea en relación a temas como “el sujeto dividido, la
imposible reducción del otro a la conciencia, el reemplazo del ser por la
alteridad en sus diversas formas”.[74]
En este sentido, aquí podría recordarse, por ejemplo, una advertencia de Jacques
Lacan: “Somos siempre responsables de nuestra posición de sujeto”.[75]
En Vassallo, esa división del sujeto está en la finitud personal que da lugar a
una subjetividad verídica, al tiempo que su itinerario lo lleva del ser a la
trascendencia como una alteridad en la que se cifra el sentido moral de la
propia existencia. Al respecto, no muy diferente fue la vía que siguiera
Emmanuel Levinas cuando hizo de la ética la filosofía primera; y si en su caso
la trascendencia se manifiesta en el rostro del otro, para luego dar lugar al
problema de la justicia, esto no cancela la cuestión de la responsabilidad de
cada cual por su propia realización. Al igual que Vassallo antes de él, Levinas
advierte además que la ética, en su lenguaje, excede a la ciencia, pues el
sentido de la alteridad, del metá de metafísica, consiste en una
no-in-diferencia (non-in-différence),
según una “intriga espiritual completamente otra que la gnosis”.[76]
Por otra parte, en su momento recordamos ya que la cuestión de la
auto-realización fue la que más preocupó a Foucault en sus últimos años. Pero
agreguemos ahora que la misma cuestión repercute en planteos como los que se
dieron cita recientemente en un coloquio internacional sobre Deleuze y Guattari
en la Universidad París VIII (Vincent – Saint-Denis), en torno a “las
transformaciones de la subjetividad [subjectivité]
en el marco de las mutaciones en curso en el mundo contemporáneo
(globalización, tecnologías de la información y la comunicación, retorno de lo
religioso, industria cultural)”.[77]
Si se quiere, la paradoja que de repente nos sorprende aquí, en relación al
silencio que guardó Vassallo sobre la
política, es que lo político, en
cambio, especialmente a nivel micropolítico, se nos mostraría como el ámbito de
la encrucijada entre la reproducción y la singularización de subjetividades; un
desafío que Guattari concibiera además como epistemológicamente irreductible a
la objetividad científica.[78]
Pero si la subjetividad personal, singular, es así reconocida como baluarte de
resistencia a mecanismos de objetivación, reproducción y control, ¿qué son
estos mecanismos sino nuestro presente? Así es como lo entienden al menos
Deleuze y Guattari cuando escriben: “No nos falta comunicación, al contrario,
tenemos bastante de eso; nos falta creación. Nos falta resistencia al presente”.[79]
¿Creación, o realización de sí mismo? Ahí se inscribiría quizás el diferendo
moral más delicado entre la micropolítica y la metafísica, pero en un diferir
que es ya resistencia al presente, y que nos remite otra vez, de un modo
insospechado, a la inactualidad de la subjetividad vassalliana: ¿en qué otro
sentido sería deseable encontrar en el pensamiento de Vassallo un problema de
interés actual, si no es entonces para repensar la necesidad de abrir grietas
personales en medio de la actualidad como dominio del “tiempo real” y sus avatares?
Como vemos, las
maneras en que la filosofía de Vassallo puede ser actual son tantas como las
maneras en que puede ser inactual. Pero para cerrar entonces, en pocas
palabras, el itinerario que hemos hecho a fin de introducirnos en su propia
escritura, me bastará una apreciación amplia: cuando una filosofía, como la que nos ofrece esta Obra reunida de Angel Vassallo, nos hace
pensar en profundidad, acaso lo impensado, además de hacernos repensar otras
filosofías, ahí está ya la mejor prueba de su valor, por encima de cualquier
criterio de actualidad.
* Doctor en Filosofía summa cum laude por la Universidad
Nacional de Lanús y la Université Paris VIII Vincennes – Saint-Denis (Francia),
por una tesis en régimen de cotutela titulada: Alteridad y existencialismo en la Argentina (2012). Ha expuesto y
publicado trabajos de sus especialidades, metafísica e historia de las ideas latinoamericanas,
en numerosos foros argentinos y extranjeros. Con una trayectoria docente que
comprende distintas universidades nacionales, actualmente tiene a su cargo la
cátedra “Pensamiento filosófico argentino y latinoamericano”, en el Instituto
Superior del Profesorado Dr. Joaquín V. González, Buenos Aires.
[1] La Biblioteca, Bs. As.,
nros. 2-3 (2005),
dossier especial: ¿Existe la filosofía
argentina?
[2] Para el caso que nos ocupa, hace ya
mucho tiempo se nos habló de “la figura de Angel Vassallo , de auténtico
relieve nacional y americano” (Manuel Gonzalo Casas, Introducción a la Filosofía, Tucumán, FFyL e Instituto de Filosofía de
la UNT, 1954, Lección XXIV [dedicada a la filosofía argentina], p. 319).
[3] En adelante, para escritos y citas
de Angel Vassallo, las referencias entre paréntesis indican volumen y páginas
en la presente edición de su Obra reunida.
[4] Véase mi artículo “La joven
vanguardia filosófica argentina de la década de 1920” , en AA. VV., Filosofar desde Nuestra América. Liberación,
utopía crítica y quehaceres comprometidos, México, UNAM, en prensa.
[5] Una
teoría del yo como cultura, Buenos Aires, Gleizer, 1928, pp. 99 y 103. Con
algunas modificaciones, las páginas del capítulo citado proceden de ensayos
aparecidos en Inicial: “Introducción
a la nueva sensibilidad” (II, 8, 1925) y “Oswald Spengler y la Nueva Generación ”
(II, 9, 1926). Cfr. Inicial. Revista de
la nueva generación (1923-1927), Bernal, Universidad Nacional de Quilmes ,
2004, pp. 586 y 662.
[6] “Filosofía”, en AA.VV., Argentina 1930-1960, Buenos Aires, Sur,
1961, p. 280.
[7] “La filosofía en la Argentina
(1930-1960) según el Dr. Virasoro”, Sur,
nº 275 (1961), pp. 67-83.
[8] Bs. As., Lohlé, 1965.
[9] El juego existencial, Bs. As. Babel, 1933, pp. 9 y 10
[10] Bs. As., Cruz del Sur, 1948 (2da. ed. modificada
y ampliada: Bs. As., Kairós, 1964).
[11] Carlos Astrada, “La noluntad de Obermann”
(1918), en su libro Temporalidad, Bs.
As., Cultura Viva, 1943, p. 40.
[12] Vicente Fatone, Filosofía y poesía, Bs. As., Emecé, 1954 (cap. IV “La disputa por
la palabra”, p. 51). Este libro (reeditado por Biblos/S.C.N., 1994) es
relevante para examinar la cuestión de la palabra filosófica en
la óptica de otro de los filósofos argentinos más lúcidos de la época.
[13] Vicente Fatone, “La libertad en la historia del pensamiento argentino”, Cursos y Conferencias, XIV, nº 167
(Buenos Aires, 1943), pp. 223 y 235.
[14] El existencialismo y la libertad creadora.
Critica del existencialismo de Jean-Paul Sartre, Bs. As., Argos, 1948.
[15] Los concursos se substanciaron en 1929, las
clases se iniciaron al año siguiente. Vassallo era profesor titular de Historia de la
Filosofía Moderna, mientras que Fatone era titular de Lógica y de Gnoseología y
Metafísica. Ambos quedaron cesantes en 1931 con la intervención de la
universidad bajo el gobierno militar de José Félix Uriburu.
[16] Desde los años setenta tendría lugar una
fecunda renovación teórica y metodológica de la historia de las ideas,
impulsada especialmente por Arturo Andrés Roig, con una vocación latinoamericanista
cuya legitimidad y valor están fuera de discusión. Pero si bien se amplió así
el campo de estudio, permitiendo apreciar ideas filosóficas presentes en textos
políticos y afines, en cierta medida esto ocurrió a expensas de géneros
filosóficos de apariencias más o menos académicas que quedaron bajo el estigma
a veces demasiado ligero de la enajenación cultural, dadas sus características
presuntamente europeístas, como sería el caso en Vassallo , mientras que la
llamada historia intelectual no se interesó por repensar ese vacío. Considero,
en cambio, que aunque requiera aun mayores desarrollos, mi concepto de
“desfiguraciones” (anticipado en mi tesis doctoral), puede contribuir a una
reconsideración crítica de
esa área discursiva hasta ahora relegada, deslindando de allí
los textos de genuino valor filosófico, además de abrir o intensificar
indagaciones de no menor interés en el campo latinoamericanista tradicional de la historia de las
ideas.
[17] Más ampliamente, el buen decir fue a menudo
motivo de
descalificación de los filósofos de habla hispana.
Paradigmático es al respecto el caso de José Ortega y Gasset, quien reclamaba haber anticipado
planteos que luego aparecerían en Heidegger, y que sólo entonces, en secas
expresiones alemanas, serían celebrados como planteos cabalmente filosóficos.
Durante treinta años, dice Ortega en una ocasión, ningún compatriota suyo supo
admitir que en sus escritos “no se trata de algo que se da como filosofía y
resulta ser literatura, sino por el contrario, de algo que se da como
literatura y resulta que es filosofía.” (La
idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, Bs.
As., Emecé, 1958, cap. p. 358, nota).
[18] Sur, 64 (Bs. As., 1940), p. 90.
[19] Ibidem, p. 94.
[20] E. Pucciarelli, “Saber y ser en el pensamiento
de Angel Vassallo ”,
Cuadernos de Filosofía ,
XV, 22-23 (Bs. As., Instituto de Filosofía de la UBA, 1975), p. 252.
[21] Ibidem, p.
249.
[22] Ibidem, p.
249.
[23]
Gilles Deleuze, Pourparlers, Paris,
Minuit, 1990, p. 192.
[24] “Un filósofo: es un hombre que continuamente
vive, ve, oye, sospecha, espera, sueña cosas extraordinarias; un hombre a quien
sus propios pensamientos, su peculiar especie de sucesos y rayos, lo asaltan
como desde afuera, desde arriba y desde abajo; y acaso sea él una tormenta que
anda preñada de nuevos rayos; un hombre fatal en torno a quien todo siempre
fastidia y gruñe y aúlla e inquieta. Un filósofo: ay!, un ser que con
frecuencia se aparta de sí, que con frecuencia tiene miedo de sí, – pero que es
demasiado curioso para no volver a sí, una y otra vez…” (Jenseits von Gut und Böse [Más
allá del bien y del mal], IX, § 292).
[25] Para estas cuestiones, véase especialmente, en
Elogio de la vigilia, “Defensa y
rectificación del conocimiento” (I, pág. 377 ss.) e “Iniciación en la angustia”
(I, pág. 339 ss.).
[26] Sin explicitarlas en estos términos, Vassallo
deja entrever sus diferencias con Heidegger en distintos lugares; de manera más
directa en “¿Qué es metafísica?” (III, pág. 267 ss.).
[27] Sein und Zeit, Max Niemeyer Verlag, Tübingen (17va. edición,
1993), § 62, p. 310.
[28] Puede discutirse si Pierre Bourdieu va
demasiado lejos cuando sostiene que la distinción heideggeriana entre lo óntico
y lo ontológico apuntaba a convalidar en el medio académico una retórica casi
terrorista de lo fundamental (L’ontologie
politique de Martin Heidegger, Paris, Les éditions de Minuit, 1988). Pero
entre nosotros, V. Fatone ya había mostrado el “salto mortal” del pensador
alemán cuando pretendía asignarle rangos ontológicos a la historicidad y a la
comunidad de habla de su propio pueblo, previniéndonos frente a su
“provincianismo”: La existencia humana y
sus filósofos (Bs. As., Raigal, 1953, pp. 27 ss., 64 y 187) e Introducción al existencialismo (Bs.
As., Columba, 1953, p. 40).
[29] Al margen de que sea imposible comprender la historia de las ideas
sin distinguir en ella períodos (lo cual significa, al fin y al cabo, que no es
posible comprenderla sino desde ciertos criterios ellos mismos filosóficos),
considero que lo irreductible de esa confrontación de concepciones escapa a la
visión e incluso a la alta valoración que de Vassallo nos ofrece Franciso
Leocata cuando sostiene: “El hecho de no haber asumido el planteo de la
fenomenología, y por consiguiente tampoco el de Heidegger en Ser y tiempo, ubica a Vassallo en una
etapa todavía anterior de nuestro desarrollo, sin que esto indique juicio de
valor alguno acerca de su nivel, ampliamente reconocido, como pensador.” (Los caminos de la filosofía en la Argentina,
Bs. As., Cesba, 2004, pp. 258-259).
[30] “Νῦν εὐπλόηκα, ὅτε νεναυάγηκα”; cfr. Diógenes
Laercio, Vidas, doctrinas y sentencias de los
filósofos más ilustres, libro VII, 5.
[31] Norma Fóscolo, “El pensamiento de Angel Vassallo ”, Cuyo 7 (1971), p. 38.
[32] Ibidem, p. 37.
[33] Cfr. Rafael Virasoro, “Subjetividad y
trascendencia en la filosofía de Angel Vassallo”, Cuadernos de Filosofía, XV, 22-23 (Bs. As., Instituto de Filosofía de
la UBA, 1975), especialmente pp. 243 ss.
[34] Este motivo escapó a Norma Fóscolo, que señala
ese desconcierto por parte de autores como Luis Farré, y que de todos modos
desarrolla con claridad las cuestiones que se plantea Vassallo en torno de la
conciencia en los filósofos racionalistas. Cfr. su citado artículo, p. 9 ss.
[35] Cfr. Manuel Gonzalo Casas, “Tres irrupciones
metafísicas en el pensamiento de Angel Vassallo ” (conferencia de 1941), en su libro Santo Tomás y la filosofía existencial (Con
otros ensayos), Santa Fe, Libros Meteoro, 1948, pp. 71-104. Esta línea de
lectura aparece atenuada en el libro posterior de Casas, Introducción a la Filosofía, ya citado, pero persistió en otros
autores, principalmente Alberto Caturelli. Acotemos que Virasoro, por otros motivos
relativos a su evolución, también fue objeto de interpretaciones erróneas por
parte de ciertos autores católicos, mientras que Astrada sostuvo una abierta
querella con los mismos. En general, hubo mucho de batallas ideológicas, y
acaso algo de mala fe, en las tergiversaciones que padecieron los filósofos
laicos de la época. En
tiempos recientes, Leocata representa una saludable rectificación de tales
desvíos clericales.
[36] “Para una aproximación al conocimiento del
hombre”, Memorias del XIII Congreso
Internacional de Filosofía UNAM, México, 1963, Tema 1: El problema del hombre, vol. II, p. 432. En su versión definitiva
de 1976, este texto se titulará “Los grados de la conciencia”, y tal como se lee
en esta Obra reunida, la frase citada
adopta un tono más enfático y
omite el “ahora”: “Pueril, pura prestidigitación, me parece
toda explicación ‘dialéctica’” (II, pág. 279). Sobre la relación mística y la
relación dialéctica cfr. también el fragmento “Sobre inmanencia y
trascendencia” (II, págs. 281-2).
[37] Pensées, Br. 233 / Laf. 418.
[38] La
frase de San Agustín reza: Tu autem,
Domine Deus meus, exaudi, respice et vide et miserere et sana me, in cuius
oculis mihi quaestio factus sum, et ipse est languor meus. (Confesiones, X, 33)
[39] Cfr. las últimas páginas de “Iniciación en
Mauricio Blondel” (II, pág. 205 ss.). Con similares observaciones concluía sus
“Nuevos prolegómenos a la metafísica” (I, pág. 173 ss.), donde a poco de
empezar advertía además: “la hipóstasis es la esperanza secreta
de toda la ontología tradicional” (I, pág. 179).
[40] Una prosopopeya similar puede leerse en I,
pág. 422).
[41] Véase al respecto su reseña de Essai sur l’expérience de la mort, de
Landsberg (III, 275 ss.) En una página de 1964 o posterior, titulada “Sobre las
filosofías de la India”, Vassallo se muestra más convencido de que la filosofía
sería un saber de salvación, pero “del doloroso enigma de la existencia”, no de
todo dolor; y tomando expresa distancia de los dogmatismos (II,pág. 282).
[42] Esta expresión aparece tanto en “Ensayo sobre
la subjetividad” (I, pág. 370) como en “Subjetividad y trascendencia” (III,
pág. 30), referida al ser, en el primero, y a la trascendencia, en el segundo.
[43] En este sentido hay que entender, una vez más,
tanto la distancia que toma Vassallo
de la fenomenología husserliana, como su reivindicación del
formalismo kantiano en tanto que base metafísica de la ética. Cfr.
“Aproximación a la esencia de la vida moral”, especialmente el apartado
titulado “Revisión y defensa del formalismo en la ética” (I,pág. 453 ss.).
[44]
Gilles Deleuze y Félix Guattari, Qu’est-ce
que la philosophie ?, Paris, Minuit, 1991/2005, p. 12. Para estos autores, “la ilusión de los universales” es la de la contemplación,
la reflexión o la comunicación, y se origina en una confusión entre lo que
ellos llaman conceptos y
plan de inmanencia (ibidem, p. 51).
[45] Estos textos se encuentran, respectivamente,
en Retablo de la filosofía moderna, Elogio de la vigilia, ¿Qué es filosofía?, y Notas de un itinerario casi metafísico.
[46] De este texto son las citas del presente
párrafo, salvando las indicaciones de otras notas.
[47] A fin de apreciar con justeza el
sentido de este vínculo según Vassallo, hay que aclarar ante todo que Etienne
Gilson ya había propuesto en 1925 la abreviatura Dubito, ergo Deus est, para expresar una coexistencia dada “dans
une seule intuition” (Cfr. su edición comentada del Discours
de la méthode, Paris, J. Vrin, 6ta. ed., 1987, p. 315). La fórmula fue retomada por Léon Brunschvicg, Ferdinand Alquié, y aun recientemente por Jean-Luc
Marion. Lo que distingue a la lectura de Vassallo es su énfasis en un saber
donante de ser, y su prevención ante el paso en falso de aseverar la existencia
de un Dios, en el sentido de que lo único intuitivamente evidente bajo ese
nombre es la presente ausencia de una infinitud trascendente sin la cual la
propia finitud sería inconcebible. Aunque Vassallo no pase de la trascendencia
al rostro del Otro, entre otras cuestiones que no podemos detallar aquí, su
pensamiento converge con lo que posteriormente dirá Emmanuel Levinas en este
punto: lo trascendente excede infinitamente toda idea que tengamos de él.
[48] En un texto anterior prevenía ya Vassallo, en
lenguaje de Marcel: “La posición del realismo acaba por aniquilar el cogito y con él, al sujeto. El ser es,
por definición, aquello respecto del cual el ‘yo pienso’ es contingente; esto
quiere decir que el ser es aquello para lo cual yo nada cuento” (I, pág. 246).
[49] De este texto proceden todas las frases entrecomilladas
en el presente párrafo.
[50] Cfr. allí las citas de este párrafo.
[51] Cfr. las páginas finales de los ensayos ya
referidos supra, nota 39.
[52] Cfr.
Qu’est-ce que la philosophie ?,
ed. cit., cap. 3: « Les personnages conceptuels », p. 60 ss.
[53] Miguel A. Virasoro, art. cit., p. 91.
[54] También al año siguiente, incluso con mayor
acento crítico contra el vitalismo irracionalista, en “Nuevos prolegómenos a la
metafísica” (I, pág. 173ss).
[55] Cfr. “Reflexiones sobre el pensamiento central
de Hegel” (III, pág. 387ss), donde Vassallo da cuenta de la impresión a la vez
fuerte y desconcertante que le produjera la lectura de Hegel. Esta conferencia
resume, sin duda, su mejor estimación crítica del filósofo alemán. En cambio,
el estudio que le dedicara en 1945 (II, pág.160 ss.), ya en plena madurez de su filosofar, es quizás el más frío de
todos sus escritos, como si en ese caso hubiese adoptado un rol estrictamente
académico de docente-investigador, absteniéndose de juicios de fondo.
[56] Cfr. también “Sobre la historicidad de la vida
humana” (III, pág. 375 ss.).
[57] Me refiero especialmente a L’herméneutique du sujet (1981-1982),
Paris, Gallimard/Seuil, 2001; y a los tomos II y III de su Historie de la sexualité : L’usage
des plaisirs y Le souci de soi,
ambos publicados en Paris, Gallimard, 1984.
[58] Cfr. allí las citas textuales de este párrafo
y el siguiente, exceptuando la que tiene su propia referencia.
[59] Rafael Virasoro, art. cit., p. 237.
[60] El
fragmento original completo dice: « Mon privilège c’est d’assister au drame
de ma vie, d’avoir conscience de la tragi-comédie de ma propre destinée, et
plus que cela d’avoir le secret du tragi-comique lui-même, c’est-à-dire de ne
pouvoir prendre mes illusions aux sérieux, de me voir pour ainsi dire de la
salle sur la scène, d’outre-tombe dans l’existence, et de devoir feindre un
intérêt particulier pour mon rôle individuel, tandis que je vis dans la confidence
du poète qui se joue de tous ces agents si importants, et qui sait tout ce
qu’ils ne savent pas. C’est une position bizarre, et qui devient cruelle quand
la douleur m’oblige à rentrer dans mon petit rôle, auquel elle me lie
authentiquement, et m’avertit que je m’émancipe trop en me croyant, après mes
causeries avec le poète, dispensé de reprendre mon modeste emploi de valet dans
la pièce. – Shakespeare a dû éprouver souvent ce sentiment, et Hamlet, je
crois, doit l’exprimer quelque part. C’est une Doppelgängerei tout allemande, et qui explique le dégoût de la vie
réelle et la répugnance pour la vie publique si communs aux penseurs de la
Germanie. » (Henri-Frédéric Amiel, Fragments d’un journal intime, Genève,
tome I, 1915, p. 64.)
[61] De Nietzsche, cuando afirma, por ejemplo: “Por
lo pronto, la comedia de la existencia aún no se ha ‘vuelto consciente’ de sí
misma” (Die fröhliche Wissenschaft [La ciencia jovial], libro I, § 1); o
cuando luego dice que quien tiene bastante tragedia y comedia en sí mismo, sólo
ocasionalmente irá al teatro, y todo allí, incluido el público, será para él el
verdadero espectáculo (ibidem, libro
II, § 86). De Pirandello, véase en general L’umorismo
(1908, varias ediciones), especialmente su segunda parte. Para una
confrontación entre Heidegger y Pirandello sobre la metafísica y el humorismo, véase mi artículo “Nada de qué reír y reír de nada”
(2002): http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.273/pr.273.pdf
[62] Schiffbruch mit Zuschauer. Paradigma einer
Daseinsmetapher, Suhrkamp
Verlag, Frankfurt am Main (1979), 1997. Blumenberg escribió otra obra vinculada
a esta temática: Die Sorge geht über den Fluß (Suhrkamp, Frankfurt am
Main, 1987). Hay
traducciones castellanas de ambas, bajo los respectivos títulos de Naufragio con espectador y La
inquietud que atraviesa el río.
[63] El pasaje está en la Crítica de la razón pura, al inicio del último capítulo de la
analítica trascendental: “Esta tierra [del entendimiento] es, sin embargo, una
isla a la cual la naturaleza misma ha circunscripto por límites invariables. Es
la tierra de la verdad (un nombre encantador), rodeada por un océano vasto y
tempestuoso, verdadera sede de la ilusión donde hay nieblas espesas y hielos
pronto a derretirse que fingen nuevas tierras y que engañan así una y otra vez
con vanas esperanzas al marino ansioso en ello de descubrimientos, lanzándolo a
aventuras de las que no puede desertar, pero a las que nunca puede tampoco dar
término.” (KrV, A235-236,
B294-295; traduzco de: Immanuel Kant, Werke
in zwölf Bänden. Band 3, Frankfurt am Main, 1977, pp. 267-268.)
[64] Véase La
ciencia jovial, III § 124, I § 46 y IV § 289. Blumenberg comenta estos y
otros textos nietzscheanos en Schiffbruch
mit Zuschauer, ed. cit., pp. 23-28.
[65] Also sprach Zarathustra, Kritischen
Studienasugabe, herausgegeben von Giorgio Colli und Mazzimo Montinari,
Verlag de Gruyter, München, 1999, pp. 195 y 197.
[66] Sobre estos sentidos trascendentes pero
entitativos de “realidad”, son ilustrativos “Elogio de la vigilia” y “Ejercicio
sobre el misterio”, ambos en Elogio de la
vigilia.
[67] Véase en especial “Metafísica de la libertad”
(II,pág. 157 ss.) y el apartado “Revisión y defensa del formalismo en la
ética”, en “Aproximación a la esencia de la vida moral” (I, pág. 453 ss.). También
“La ética de Kant” (III, pág. 173 ss.) y el capítulo “Sólo el deber” de El problema moral (II,pág. 47 ss.).
[68] Sobre la gran distancia entre Bergson y la
experiencia metafísica de la finitud, véase “Bergson y nosotros” (II, pág. 229
ss.).
[69] Véase también “Humanismo” (III, pág. 291ss.).
Para un detenido examen de la evolución de la cuestión moral en Camus, que
indirectamente avala los juicios de Vassallo, véase la reciente tesis doctoral
de Zigor Perales, Etica y muerte en la
obra filosófica de Albert Camus, a editarse en España en 2013, en ocasión
del centenario del nacimiento del filósofo.
[70] “Un filósofo digno de tal nombre no ha dicho
nunca más que una cosa; más aún, se ha esforzado por decirla antes que haberla
dicho efectivamente” (H. Bergson, “L’intuition philosophique”, en La pensée et le mouvant, Paris, PUF,
1985, p. 122). Cito la inmejorable traducción del propio Vassallo (II, pág.
338). Véase también la respectiva antología: Bergson: una introducción, Bs. As., Quadrata, 2011, p. 50.
[71]
Maurice Merleau-Ponty, Eloge de la
philosophie et autres essais, Paris, Gallimard, 1953, p. 44.
[72]
Sartre le escribe: « cette présence songeuse, je ne la reconnais pas comme
mienne », « ta présence au Comité de Défense des Libertés est
vraiment trop songeuse pour qu’on la pense efficace » (Carta del
18/07/53). Merleau-Ponty,
en cartas y luego en Les aventures de la
dialectique (1955), le replica que la discordancia entre ser y deber ser en
la sociedad, es la que se da también entre facticidad y conciencia en sí mismo,
siendo así erróneo derivar de su pensamiento una actitud indiferente al destino
de la comunidad, mientras que Sartre, en el afán de hacer de su filosofía una
acción política eficaz, se queda en una “action imaginaire”. Cfr. las cartas en
Magazine Littéraire 320 (abril 1994),
y una reseña de la polémica en Annabelle Dufourcq, Merleau-Ponty: une ontologie de l’imaginaire, Dordrecht, Springer,
2011, pp. 146 ss. Por otra parte, Sartre había usado la expresión “présence
absente” en El ser y la nada, para
las posibilidades ante las cuales se constituye la ipseidad, la personalidad,
pero por obra de una conciencia nihilizante (néantisante) cuyo trascenderse es temporalidad y apertura de un
mundo.
[73] Rafael Virasoro, art. cit., p. 244.
[74] Sara V. de Fernández Villamil, “Angel Vassallo
(1902-1978)”, en Mario Magallón Anaya, Personajes
latinoamericanos del siglo XX, México, UNAM, 2006, pp. 266 y 273. Una
versión anterior de este trabajo, titulada “Introducción a la obra de Angel
Vassallo”, puede consultarse en http://www.angelvassallo.com.ar.
[75]
Jacques Lacan, Écrits, Paris,
Éditions du Seuil, 1966, p. 858. Al respecto puede verse Grangeon Michel, «
Lacan-Hintikka. Sujet divisé ou sujet multiple, deux interprétations
antinomiques du cogito cartésien », Essaim,
2002/1 n° 9, p. 101-119.
[76] Emmanuel
Levinas, Transcendance et intelligibilité,
Genève, Labor et Fides, 1996, p. 19.
[77]
Manola Antonioli, Pierre-Antoine Chardel et Hervé Regnauld (dir.): Gilles Deleuze, Félix Guattari et le politique,
Paris, Editions du Sandre, 2006, « Avant-propos », p. 6.
[78] Cfr.
Félix Guattari y Suely Rolnik, Micropolitiques,
Paris, Empêcheurs de Penser en Rond, 2007.
[79] G.
Deleuze y F. Guattari, Qu’est-ce que la
philosophie ?, ed. cit., p. 104 (subrayado en el original).