El itinerario de Ángel Vassallo


Estudio introductorio

Marcelo Velarde Cañazares*



1. El filósofo en su contexto

Frente a esta Obra reunida en tres volúmenes, acaso el lector querría que se le diga cuanto antes cuál fue la cuestión filosófica capital del autor, y en qué residiría su actualidad, o el interés en leerlo “todavía”. Sin embargo, anticipando tan solo que esa cuestión central es prácticamente inseparable de cualquier tentativa de saber quién fue Ángel Vassallo, y que la “actualidad” de su pensamiento podría decirse de varias maneras, voy a trazar ante todo un rápido cuadro de la situación histórico-cultural en la que a él le fue dado pensar. Lo cual sería casi como pretender precisar, primero, qué fue Ángel Vassallo; aun cuando no por eso lo objetivemos, ni nos limitemos a la simpleza de decir que fue filósofo.
Para empezar, habría que señalar entonces que Vassallo es, sin duda, una de las figuras mayores de la filosofía argentina de mediados del siglo veinte. Y sin embargo, en esta intención de ponderar la jerarquía del pensador en su contexto, pareciera que ya estamos tropezando o embarrándonos, en lugar de allanar el acceso a su obra; pues no faltarán quienes se pregunten: “¿Existe la filosofía argentina?” Esta misma pregunta es además el título que hace muy pocos años asignaba la propia Biblioteca Nacional de la República Argentina a un grueso doble número de su revista.[1] De manera tal que la cuestión, por mucho que se planteara un siglo atrás, seguiría abierta. Pero ahora no vamos a examinar sus diversos sentidos, ni a aclarar en qué medida y por qué la deconstrucción europea de las identidades nacionales – especialmente en tanto que construcciones filosóficas, según Jacques Derrida y Jean-Luc Nancy, entre otros – no sería igualmente válida en tierras latinoamericanas. Dejaremos la cuestión en su registro nominal, tomando el atajo de ir a ciertas consecuencias extremas para, desde ahí, retorcer un poco, críticamente, el sentido de ciertas expresiones que solemos emplear en la historia de las ideas:[2] ¿qué podría significar ser una figura mayor, según dije, en una presunta tradición filosófica nacional cuya identidad, status y existencia misma parecieran indecidibles? Puesto que, en efecto, ¿qué suerte corre el héroe si el escenario de sus hazañas se torna fantasmagórico? Para colmo de males, esta imagen se asemeja a una de las más sugerentes que acuñara Albert Camus al definir lo absurdo, y que el propio Vassallo cita en su ensayo sobre el tema (III, pág. 351 ss.).[3] O bien, ¿en qué podría consistir allí, en el evanescente escenario llamado “filosofía argentina”, la sabiduría heroica que nos propone Vassallo?
Si estas metáforas son apresuradas y engañosas, cuando menos nos dan pie para pensar en una alteración radical en los términos del problema: acaso la primera condición para empezar a apreciar en qué sentido podemos hablar de filosofía argentina – y latinoamericana en general – resida en postular que su genuina consistencia se caracteriza, antes bien, por carecer de figuras. Más precisamente, se trata de observar que los filósofos argentinos, en las constantes confrontaciones de su propio pensar con las ideas de prestigiosos filósofos europeos, no sólo tuvieron que desfigurar ideas ajenas, sino también los cánones vigentes de lo que presuntamente debía ser un filósofo digno del nombre (qué tiene que discutir y enseñar, en qué lenguas puede hacerlo, dentro de cuáles marcos institucionales, etc.), al tiempo que “se desfiguraban” a sí mismos, esta vez en el correlativo sentido opuesto de mostrar, mediante sus prácticas discursivas, que ellos, los “otros” de los europeos, no se ajustaban a ciertas figuras de la alteridad más o menos mudas o bárbaras forjadas por un Mismo dominante, ni se limitaban a representar a tal ens realissimum del pensar, a reflejarlo en imágenes devaluadas (en tanto que meros traductores, divulgadores y glosadores), sino que eran también ellos filósofos, subjetividades pensantes en trance de emancipación. Tendríamos así tres modalidades básicas de la desfiguración, estrechamente vinculadas: desfiguraciones conceptuales, desfiguraciones del canon de “filósofo”, y desfiguraciones de los “otros” en sentido subjetivo (y no sólo del genitivo gramatical), es decir, prácticas liberadoras frente a los roles pasivos y reproductores que les asignaba una poderosa presión ideológica.
Bien entendido, este planteo es relevante para una mejor comprensión de los escritos de Vassallo. Y no menos hay que decir respecto de otros filósofos argentinos de su generación, de los cuales tomaremos algunas líneas ilustrativas a fin de esbozar el contexto que nos interesa. Acotemos antes que aquella recurrente cuestión en torno de la existencia de la filosofía latinoamericana admite ser interpretada fecundamente, desde ciertas perspectivas, como un signo característico de su apertura crítica y de su vocación cosmopolita; pero que percibir e interpretar desfiguraciones como prácticas de emancipación resulta pertinente incluso para nuestros filósofos de hoy, en la medida en que aquella discusión sigue dando lugar a falaces equívocos de desdén e incomprensión. En todo caso, si no obstante el acentuado despliegue de la filosofía latinoamericana desde los años setenta, tal es aún en nuestros días su ambivalente situación, tanto más cabe tener en cuenta la magnitud y las incidencias de las dificultades que enfrentaron los filósofos argentinos de mediados del siglo XX, sin descuidar, entre otros factores, el incipiente e inestable marco institucional en el que desarrollaron sus actividades y publicaron sus obras.
Vassallo pertenece a la autoproclamada “nueva generación” que, alentada por la reforma universitaria de 1918 y por la marcada decadencia del positivismo clásico, se manifestó sobre todo, en la década del veinte, a través de la revista Inicial; donde de hecho apareció la primera página conocida de Vassallo. Este movimiento de jóvenes escritores, artistas y filósofos confiaba en cumplir su misión histórica, una misión que solían calificar de heroica, aunque cada cual le diera un sentido diferente a esta heroicidad.[4] Sin embargo, poco a poco las aludidas dificultades hicieron sentir su peso, llegando a revertir el optimismo en desencanto. La evolución de Vassallo en particular fue más bien íntima y equilibrada, aunque aun en él terminará opacada esa imagen de heroicidad. En todo caso, nadie mejor que Miguel Ángel Virasoro (1900-1966) para ilustrar ambos extremos de la evolución colectiva, incluyendo palabras elocuentes sobre las desfiguraciones.
En sus primeros ensayos Virasoro sostenía que la espiritualidad latinoamericana era de “una vitalidad demasiado vigorosa para adoptar sin deformaciones valores heterónomos”; y celebraba: “Por primera vez, ahora, se perfila en nuestra historia espiritual una generación con suficiente vida interior como para sentirse determinada hacia un ideal de cultura desinteresada, insinuándose los primeros atisbos de un pensamiento metafísico y religioso original”.[5] En 1961, tres décadas y media más tarde, Virasoro escribía, en cambio: “El pensador argentino trabaja aislado y sin ninguna resonancia, y por lo común bajo el sentimiento de no ser él mismo más que una resonancia, un eco más o menos perdido, y en la mayoría de los casos desfigurante y trivializante”.[6] Agreguemos que ese mismo artículo, dedicado a trazar un brevísimo panorama de la filosofía argentina, desató una reacción insolente de Adolfo Carpio,[7] quien criticó la ponderación que hiciera Virasoro de Macedonio Fernández como una de las claves de la conciencia filosófica argentina, en desmedro, sobre todo, de Francisco Romero. Al margen del inaceptable sarcasmo de Carpio, lo cierto es que ambos gestos de Virasoro eran bastante audaces en esos años, y que la discusión, en la que no faltaban fuertes ingredientes ideológicos, dejaba en evidencia perspectivas muy dispares acerca de lo que debía entenderse por “filósofo argentino”. Pero sin detenernos más en este asunto, notemos que el tono derrotista de aquel (auto-)retrato no le impedirá a Virasoro dar a luz su mejor obra, La intuición metafísica,[8] donde sus desfiguraciones de Heidegger, muy lejos de ser trivializantes, despliegan una abierta y lúcida disputa contra el presunto vocero único del Ser, y abonan la originalidad de su propia concepción de la trascendencia, no sin referencias explícitas además a sus afinidades con Vassallo.
A pesar de los magisterios previos de José Ingenieros y Alejandro Korn, así como del entusiasmo juvenil de “la nueva generación”, la década infame de los treinta no tardaría en hacer de nuevo patente la dimensión del desafío de ser filósofo, siendo argentino. Así lo vería Carlos Astrada (1894-1970) cuando en 1933 publicaba su primer libro (y el primero de filiación existencialista aparecido en la Argentina), advirtiendo que “la labor del pensador en tanto existente no es algo que puede ser suplido, una tarea susceptible de ser realizada por otro”, y que era inevitable, por consiguiente, asumir “el riesgo personal” de pensar e interpretar los signos del tiempo.[9] Ese “otro” que no podía suplirlo era ante todo Heidegger, cuyas clases tanto cautivaran a Astrada durante su estada en Alemania. Y aunque Astrada había dado ya pruebas más tempranas de la originalidad y la autonomía de su filosofar, no es menos cierto que la maduración de sus distancias críticas hacia Heidegger le insumiría casi dos décadas más. Por otra parte, nadie en su tiempo puso mayor empeño en descifrar filosóficamente el “ser argentino”, no obstante lo cual en su obra más lograda al respecto, El mito gaucho,[10] Astrada recurre con frecuencia a expresiones alemanas, muchas de ellas prescindibles, pero como si de esa manera ofreciese garantías de la índole filosófica de su ensayo. Por supuesto, no se trata de desconocer la calidad literaria de los escritos de Astrada, por momentos incluso de un gran lirismo, sino de advertir cómo la presión de ciertos prejuicios eurocéntricos lo inducía a practicar estrategias a veces poco afortunadas de legitimación discursiva en el plano conceptual. En este aspecto, diferente es el caso de Vassallo, que no se priva de citar algunas expresiones o versos en francés, pero no con funciones conceptuales sino más bien literarias o testimoniales en relación a la experiencia metafísica.
En cierta medida, por lo mismo que se mantuvo muy distante de cualquier pretensión de desarrollar una “filosofía nacional” atenta a sus mitos y a su circunstancia social, Vassallo fue en la Argentina el exponente más acabado del carácter estrictamente personal de aquel riesgo de filosofar que indicaba Astrada. Tan filósofo y argentino como él, se diría que Vassallo, sin embargo, no vio ninguna necesidad de hacer a su vez de esa conjunción de términos un asunto filosófico. Contrariamente a Astrada, para quien la historicidad concreta agotaba el horizonte de posibilidades esenciales del ser humano, Vassallo estimaba, con Pascal, que “el hombre sobrepasa infinitamente al hombre”, y que el filósofo en especial debía poner el mayor empeño en liberarse de sujeciones históricas. Acaso por eso tampoco tenemos noticias de alguna línea suya acerca del peronismo, como sí ocurre en Astrada y Virasoro. No obstante la acentuada polarización política durante los primeros gobiernos peronistas, la continuidad de la actividad docente de Vassallo no sería indicio suficiente de su adhesión ideológica; y aunque ciertas resonancias bergsonianas en su pensamiento nos tentasen a vislumbrar una pista en ese sentido, por lo pronto sólo cabe sugerir que Vassallo no consideró necesario justificar sus opciones políticas desde la filosofía, tal como él la entendía. Una actitud que, lejos de toda indiferencia, tendría en cierto modo un carácter socrático, según veremos tras examinar la cuestión medular de su pensamiento.
Por otra parte, nada de esto debería impedir la apreciación de sus notorias afinidades con Astrada, que siguen pendientes de estudio: cotejando sus textos juveniles, en ambos pensadores se observa el vértigo frente al misterio metafísico, como “abismo de la nada” en Astrada, como “abismo del ser” en Vassallo, pero con pareja intensidad en los dos. Casi como si se tratara del anverso y el reverso de una misma experiencia, si no fuese porque los separa una diferencia de actitud. En efecto, Astrada rechaza toda presunción de redención, optando por un heroísmo de la resistencia en la acción, y repitiendo con Obermann (de Senancour): “si la nada nos está reservada, no hagamos que ella sea una justicia”.[11] Mientras que Vassallo, en cambio, deja abierta la posibilidad de la mística, y hasta le seduce dar con Pascal y Kierkegaard el gran “salto”; si bien éste, no menos contrario a lo mundanamente razonable, no sería tampoco menos heroico. Más adelante tendremos que observar las calladas pero crecientes prevenciones de Vassallo frente a la religión y a la teología. Por lo pronto destaquemos que Astrada y Vassallo, por sobre las diferencias indicadas, e incluso por sobre las que evidencian sus escritos de madurez, fueron en la Argentina de su tiempo los pensadores con mayor sensibilidad para la finitud de la existencia humana, y los más conscientes de la importancia de conjurar con firmeza las ilusiones de la razón hegeliana, además de ser los primeros en entender a Nietzsche, sin dejarse confundir por los tantos prejuicios y distorsiones ideológicas de entonces. En este registro, se entiende que ambos filósofos fuesen particularmente sensibles al existencialismo, sin menoscabo de la variante “dialéctica” del existencialismo ensayado por Miguel A. Virasoro en la etapa media de su evolución, ni del derrotero marxista que adoptará Astrada desde los años cincuenta. A los fines de esta introducción ya nos es lícito señalar también, sin mayores detalles, que todos ellos formularon críticas a las grandes figuras europeas del existencialismo; de modo tal que si no carece de todo asidero hablar de existencialistas argentinos, ya sabemos que esto, en su sentido necesariamente desfigurado, no se resuelve bajo la categoría de “recepción”.
En lo que concierne a la aludida vía mística, el filósofo local más cercano a Vassallo fue Vicente Fatone (1903-1962), quien se distingue igualmente por sus críticas al existencialismo, así como por su ya más peculiar atención a las filosofías de Oriente. Por otra parte, el “lenguaje sacrificial” al cual, según Fatone, debía atenerse el filósofo en tanto que profesor o expositor de ideas ajenas,[12] guarda semejanzas con la “limpia intención de objetividad” que procuraba Vassallo (II,pág. 81) cuando ejercía esos roles, aunque ninguno de los dos se ajustara a la letra. En el caso de Vassallo en particular, importará observar la inevitable tensión desfigurante entre tal objetividad y la gravitación esencial que le asignaba, sin embargo, a la subjetividad. Pero siguiendo ahora con Fatone, agreguemos que tanto él como Vassallo fueron discípulos de Alejandro Korn, y que ninguno de los dos le hallaba mucho sentido a la idea de filosofía nacional. En realidad, Fatone llega a insinuarlo, pero no para asignarle a esa idea una particularidad definitoria – del mismo modo que negaba la existencia de una filosofía francesa o alemana –, sino para identificarla con una vocación de emancipación universal, haciendo suyas estas osadas palabras de su maestro: “Argentino y libre son sinónimos”, y concluyendo: “El pensamiento que ponga obstáculos a la libertad y pretenda negarla, no puede ser pensamiento argentino”.[13]
Por su parte, Vassallo señalaba que la libertad era en Korn una experiencia metafísica personal antes que una idea. Y es precisamente en su último homenaje a Korn, en 1963, donde encontramos su único pronunciamiento acerca de la filosofía argentina, aunque en rigor no aluda a un conjunto de postulaciones, sino a una actividad. Tras precisar allí que el pensamiento de su maestro fue original por ser auténtico, y no al revés, advierte Vassallo: “Los dos escollos que tiene ante sí la actividad filosófica argen­tina y latinoamericana son, en un extremo, la improvisación y falsa originalidad; y de otro lado, la servil imitación de un modelo, el gritar en forma de proclama la adhesión a filosofías de moda” (III, pág. 421). Acaso la más dura ironía que tuvo que soportar Vassallo en este sentido, al igual que Astrada, Virasoro, Fatone y otros filósofos de su generación, fue justamente la recurrente insistencia de críticos y lectores de sorprenderlo en pecado de falsa originalidad o servil imitación, casi como si a un pensador argentino no le fuese posible sino uno o el otro extremo, de manera excluyente. Pero antes de aclarar la pertinencia de esta cuestión para la comprensión de Vassallo, vale la pena indicar algunos factores más o menos externos pero convergentes del contexto histórico y cultural.
La ensayística de cortes sociológicos, políticos y psicológicos se hallaba por entonces en pleno auge, y aunque esté fuera de duda su enorme riqueza e importancia, ese fenómeno contribuyó a reducir los márgenes de comprensión y reconocimiento para los filósofos. Por otra parte, la revista Sur y la Sociedad Argentina de Escritores, ámbitos claves de prestigio cultural, se volvieron contra los intelectuales que simpatizaban con el peronismo, incluidos los filósofos a quienes antes habían brindado espacios. Bajo esta campaña de deslegitimación caían así los participantes del Primer Congreso Nacional de Filosofía celebrado en Mendoza entre marzo y abril de 1949, gracias al decidido apoyo financiero y logístico del gobierno de Perón. Sabiendo además que el presidente de la nación se reservaría la conferencia de clausura (publicada de inmediato como La comunidad organizada), Sur no dedicó ni una palabra al evento, a pesar de la participación de filósofos de veinte países, algunos in situ (Vasconcelos, Gadamer, Löwith, Abbagnano, etc.), otros mediante el envío de comunicaciones (Blondel, Marcel, Croce, Jaspers, etc.). Mientras tanto, el libro de Fatone sobre Jean-Paul Sartre,[14] el primero en español sobre el polémico intelectual francés, recibía la faja de honor de la SADE, es cierto; pero sería ingenuo creer que los indiscutibles méritos de la obra bastasen para tal distinción, como si no contara también el hecho de que Fatone, de los cuatro filósofos que hemos considerado, era el único antiperonista. Del lado opuesto a la línea liberal, la tenaza ideológica del momento se cerraba con la presión de la derecha hispanista de la gran mayoría de los intelectuales católicos, quienes a pesar del ideario laico de la reforma universitaria conservaban una fuerte presencia en todos los ámbitos y niveles de la educación, y que lograron una tan larga como equívoca alianza con el peronismo, aunque finalmente se volvieran contra éste.
Desde ya que las dificultades que enfrentaron nuestros filósofos más genuinos no se explican solamente por factores políticos, los cuales pueden señalarse con relativa facilidad, pero que corresponde ubicar dentro de una trama compleja de diversas incidencias. Si nos situamos un momento en el plano de la historia académica, sería pertinente recordar, por ejemplo, que hasta 1930 no había sino dos universidades con carreras de filosofía, abiertas a fines del siglo XIX: las de Buenos Aires y La Plata. La tercera comienza a funcionar aquel año en la sede de Paraná de la Universidad del Litoral, y es justamente allí donde Vassallo y Fatone obtienen por concurso sus primeras cátedras.[15] No puede extrañar entonces, si echamos un vistazo a los “viejos” filósofos argentinos de la época, que Korn e Ingenieros no fuesen diplomados en filosofía sino en medicina, al tiempo que Macedonio Fernández, abogado, no tenía cátedra alguna, y Coriolano Alberini, que daba sus clases en la universidad porteña y era el menor de todos ellos, fuese igualmente diplomado en derecho. Pero sin contar a los que optaron por la teología en ámbitos ligados al clero, la situación no cambiaría tan rápidamente entre los más jóvenes: si bien Fatone completó su carrera de filosofía, Vassallo y Virasoro fueron abogados, mientras que Astrada, que también había iniciado estudios de derecho, no llegó a diplomarse nunca. Aunque los status sociales y las proyecciones profesionales asociadas a ciertas titulaciones tuvieran su peso, es claro que el nivel de institucionalización de la filosofía era incipiente, y obviamente no existían cargos docentes de dedicación exclusiva, siendo Astrada el primero en obtener tal privilegio, en 1950. Excediendo los limitados marcos universitarios, la actividad filosófica generó en Buenos Aires importantes espacios propios muy activos durantes las décadas del treinta y el cuarenta, tales como la Sociedad Kantiana y el Colegio Libre de Estudios Superiores, donde Vassallo dictó clases y conferencias, varias de las cuales integraría a sus libros. Hacia 1940, no pocos de los mejores filósofos argentinos, incluidos Vassallo, Fatone y Francisco Romero, entre otros, profesaban igualmente en ámbitos oficiales no universitarios tales como la Escuela de Profesores Mariano Acosta y el actualmente denominado Instituto Superior del Profesorado Joaquín V. González. Mientras tanto, al margen de algunas iniciativas pioneras y de las funciones supletorias de las revistas literarias, recién desde esa misma década comienzan a aparecer revistas académicas consagradas a la filosofía. En suma, no es casual que por aquellos años el mismo Romero, promotor y director de la primera colección latinoamericana de obras filosóficas, insistiera tanto en la importancia de “normalizar” la actividad filosófica en todo el continente.
No examinaremos aquí las presuposiciones conceptuales del programa de Romero, ni nos detendremos tampoco en el sentido de otros indicadores de la evolución del campo intelectual argentino luego de la caída de Perón, tales como las críticas del grupo Contorno a la docencia académica, los espacios que va ganando la filosofía analítica, el surgimiento de las filosofías de la liberación, o las divergencias entre la historia intelectual y la historia de las ideas. Sin duda, todo eso permitiría una mayor comprensión del generalizado olvido que padecieron Vassallo y los restantes filósofos de su tiempo. Pero los factores culturales, políticos e institucionales señalados en relación a las décadas de formación y maduración del pensamiento de nuestro autor, son suficientes para calibrar las limitaciones y las contrariedades del entorno en el que le tocó pensar, enseñar y escribir. Ciertamente, estas dificultades no iban solas, y a falta de una tradición filosófica consolidada, nutrían una serie de prejuicios que perturbaban aun más esa consolidación. Prejuicios que ya podemos sintetizar en una fórmula, a fin de entender un poco mejor tanto las palabras de Virasoro en 1961 como las también citadas de Vassallo en 1963: el esquizofrénico reclamo general de originalidad, para desestimarla en el acto si no exhibía credenciales de filiación europea, y viceversa. Tanto peor, valga decirlo, si el lector advierte que esa misma esquizofrenia sigue en gran medida activa, y con lo cual dejamos indicada una de las razones de la “actualidad” de Vassallo, aun cuando esto no concierna al meollo de su pensamiento. Tanto peor, efectivamente, si la autorizada voz del gran Mismo, sordo a las diferencias de los otros, continúa siendo más una construcción imaginaria de sus ciegos devotos locales que de los propios filósofos europeos. Pero notemos además, retomando aquel contexto, que difícilmente podía avanzarse entonces en la discusión acerca de la existencia y el carácter de una filosofía argentina o latinoamericana, sobre todo si la cuestión se planteaba en el agitado terreno social y político: quien se proponía elaborar un filosofar comprometido en este sentido, se arriesgaba a ser desestimado como filósofo, mientras que aquel que optaba por un filosofar más afín a las tradiciones europeas, corría el riesgo cierto de ser tomado por un repetidor desarraigado. Ambos se exponían así a ser tildados poco menos que de charlatanes, y no era nada sencillo sortear semejante círculo vicioso.
Ahora bien, sería un error creer que la esquizofrenia de aquel reclamo y de estas desvalorizaciones no tenía efecto alguno en los filósofos. Ya hemos apuntado el caso de Astrada echando mano de no pocos términos alemanes en su mejor libro sobre lo que él gustaba llamar “la argentinidad”, y que encuadraba además bajo el enfoque de la antropología kantiana. En cierta medida, aquella presión solía penetrar, en efecto, hasta los fueros internos del pensamiento y de la escritura de los filósofos argentinos de entonces. ¿Hasta qué punto estamos libres hoy de esto? Por lo pronto nos interesa tenerlo en cuenta para la lectura de Vassallo, aunque no para quedarnos en eso, sino para desentrañar con mayor cuidado las motivaciones profundas y la originalidad auténtica de su pensamiento. Pero dado que hemos empezado hablando de figuras y desfiguraciones, cerremos este apartado histórico con un par de referencias a los escritos del propio Vassallo, muy pertinentes para entender en qué sentido más preciso él mismo no era ni podía ser una figura.
Por un lado, si miramos el subtítulo de Retablo de la filosofía moderna, leemos: “Figuras y fervores”. ¿Cuáles figuras? Todas europeas, por cierto, mientras que él, Vassallo, se reservaba los fervores por ellas, con una modestia autobiográfica que, como se observa en el prólogo del libro (II, pág. 81 ss.), dice pero desdice sus incidencias personales en los ensayos y estudios allí reunidos. Redactado en 1968, este prólogo incluye la insólita disculpa de llamar “propio” a su pensamiento, en divergencia con el tono más afirmativo y promisorio de sus presentaciones de libros anteriores. Como si la parábola de la que Virasoro nos dejó testimonio, la parábola del entusiasmo a la desventura, fuese válida también en alguna medida para Vassallo, aunque no por eso dejasen ellos de pensar y de desfigurar forzosamente cada idea ajena que tocaran. Porque al fin y al cabo, la tensión entre las figuras y los fervores no es otra que la ya indicada entre los afanes de objetividad y la insobornable subjetividad, muy especialmente en Vassallo, aunque no podamos profundizar en este asunto sin antes ocuparnos de la tremenda gravedad que asumía en él esa palabra: “subjetividad”. Lo que sí podemos traer ahora a colación – y ésta es la segunda referencia a la que aludía –, es una elocuente confesión de Vassallo en su primer homenaje a Korn, en 1938, aunque la hiciera como al pasar: “El Dr. Korn gustaba reprocharme – a lo mejor con secreta aprobación – el que yo pro­pendiera a atribuir, tal vez sin quererlo, ideas de mi predilección a los filósofos cuyo pensa­miento me apasionaba” (III, pág. 414). Pero justamente eso es lo que siguió haciendo Vassallo cada vez que se ocupaba de otros pensadores, manteniendo a la vez la más intachable objetividad que quepa esperar entre filósofos. De manera tal que no en vano sospechaba la aprobación de Korn, ya que si en realidad ningún filósofo puede sino desfigurar a los otros, si el Kant de Nietzsche es menos Kant que Nietzsche, así como el Nietzsche de Heidegger es menos Nietzsche que Heidegger, y así como el propio Korn de Vassallo es seguramente menos Korn que Vassallo, ¿qué otra cosa era deseable que hiciera ese filósofo que el maestro veía ya en su discípulo, aun cuando no contara con una vigorosa tradición local, ni con un entorno más emancipado y propicio para su despliegue personal, y aun cuando acaso sólo a los europeos pudiese tocarles en suerte el ambivalente honor de ser convertidos a su vez en figuras?

2. A propósito del estilo

Haríamos mal en desdeñar las cualidades literarias de un filósofo, tales como la claridad y la expresividad de su escritura. De Vassallo en especial, bien podemos decir que su prosa es de las mejores, si no la mejor a secas, de la filosofía argentina de su tiempo. Sin embargo, en el marco de las limitaciones y las presiones que quedaron señaladas, más los pudores y las constricciones filosóficas del propio Vassallo, y a falta también de herramientas de análisis más apropiadas por parte de sus intérpretes,[16] o simplemente a falta de la debida atención, esa calidad de su prosa dio lugar al mayor malentendido acerca de su pensamiento.[17] No podía dejar de percibirse en Vassallo una eficaz manera personal de decir, pero como si a lo así dicho le estuviese vedado tener igualmente un carácter personal; ya fuese porque esto sería contrario a la validez universal a la cual aspiraría toda enunciación filosófica, o bien porque presuntamente Vassallo no hacía mucho más que exponer de esa manera las ideas de otros. Se tendió así a disociar la lengua del pensamiento, descuidándose que las cualidades literarias de un filósofo constituyen sólo un aspecto de su estilo, el cual resulta ante todo y justamente de cruentos combates entre su pensamiento y su lengua, incluso en condiciones históricas poco propicias, y aunque la “objetividad” de ocuparse de otros filósofos le imponga al desafío condiciones adicionales.
Reseñando Elogio de la vigilia, de Vassallo, Miguel A. Virasoro afirmaba: “En un estilo preciso y rico en sugerencias emocionales, desenvuelve el autor un núcleo de pensamientos que organizan, si no una filosofía propia, una manera peculiar de vivir una determinada plenitud de exigencias espirituales”.[18] Y luego de otras apreciaciones de fondo que comentaremos en su momento, concluía destacando a Vassallo como “una de nuestras mentes más equilibradas y vigorosas”, pero acotando: “posee un modo muy personal de hacer suyos los problemas esenciales que sus lecturas le suscitan.”[19] Lo que no advertía Virasoro es que Vassallo no habría podido hacer suyos esos problemas si éstos no hubiesen sido ya de antemano también los propios, en la exacta medida en que su propio filosofar definía su estilo como una ecuación necesariamente frágil pero estrecha entre pensar y escribir. Sin embargo, treinta y cinco años más tarde, Eugenio Pucciarelli reiteraba juicios similares y aun más alejados de entrever la cuestión del estilo en Vassallo, aunque intentara una valoración positiva de la misma obra: “Aun cuando la presentación de las ideas es personal, las ideas mismas no son originales, si por original se entiende la expresión de un pensamiento inédito, el pueril prurito de la novedad. Pero las ideas ajenas han sido vivificadas por la propia experiencia del autor, y sobre esta base han sido organizadas en un estilo personal. Es original y sobremanera distinguida la nota que da este libro en la filosofía argentina”.[20] ¿Pero qué podría significar aquí la originalidad de esta “nota”, la de “vivificar” ideas ajenas, mediante recursos literarios de “honda resonancia afectiva”, según señala también Pucciarelli?[21] Reducido el estilo a un asunto de forma, como si lo pensado no tuviese nada que ver con ella, ¿en qué residiría entonces la originalidad propiamente filosófica del libro, por no hablar ya de distinguirlo en el marco de la filosofía argentina? Al igual que Fatone, Vassallo nunca se interesó por la originalidad entendida como novedad, es cierto; pero ¿se sigue de ahí que las ideas que expuso no pudiesen ser sino ajenas? Más aun, si Fatone y Vassallo estimaron ellos mismos que la filosofía no tenía nada que ver con la novedad, mejor haríamos en examinar cómo entendían y practicaban su filosofar, en lugar de asignarle apresuradamente a sus obras un valor proporcional a la escasa o nula novedad aparente de sus ideas. Pero además, ¿es posible repensar una idea sin desfigurarla, sin alterarla? O más precisamente, si cada idea es personal, pero lo pensado es más bien el problema implicado en ella – de donde provendría la validez al mismo tiempo “universal” de la idea, cuestión que dejamos en suspenso –, ¿no se trataría acaso de repensar lo ya pensado y aun lo impensado del problema, dando lugar así a una idea “nueva”, por mucho que la novedad no sea una finalidad en sí misma, sino un derivado de la índole forzosamente personal del filosofar? De lo contrario, ¿a qué se debería que términos como “razón”, “trascendencia”, “finitud” o “sujeto”, por no hablar ya de sus relativos equivalentes en cada lengua, asuman sentidos a veces tan diversos de un filósofo a otro? Esto, en cambio, no es ninguna novedad: al menos desde Platón, todos los filósofos han gestado y formulado sus ideas repensando problemas a través de las ideas de sus predecesores o contemporáneos, siendo a su vez incontables los equívocos de terminología y traducción de esa larga historia, hasta que el asunto alcanzó un destacado rango filosófico en la Aufhebung (superación que anula) de Hegel, así como luego en la Wiederholung (reiteración que recupera) de Heidegger. Pero finalmente, si las palabras de Pucciarelli, referidas a uno de los libros más personales de Vassallo, fuesen justas, ¿qué quedaría por decir de aquellos donde Vassallo interpreta las ideas de otros pensadores?
En estos últimos libros, como Nuevos prolegómenos a la metafísica o Retablo de la filosofía moderna, cobra mayor intensidad la tensión entre objetividad y subjetividad. En una actitud característica de todos sus escritos sobre otros filósofos, ya en uno de los primeros, sobre Maurice Blondel, nos dice Vassallo que procurará “la mayor objetividad en la exposición de su pensamiento a fin de no confundir lo propio con lo ajeno” (II,pág. 206). Esta objetividad, sin embargo, no podía ser nunca la de un espejo ante su objeto, pues implicaba más bien internarse en el pensamiento de otra subjetividad, internando en él también al lector. Y justamente porque su propia subjetividad se ve involucrada en los desafíos de ese otro pensamiento, Vassallo no puede dejar de desfigurarlo y evaluarlo, pero de modo tal que a la vez, en la tensión misma entre afinidades y divergencias, lo comunica al lector con inusual fidelidad y claridad. Para quien quisiera así introducirse en las filosofías de Kant, Blondel, Bergson o Marcel, tendría ya en esto motivo suficiente para leer a Vassallo. Pero aun así, y especialmente cuando manifiesta o insinúa juicios críticos, convendrá tener presente para él mismo lo que nos dice comentando a Bergson: “el enfoque que un pensamiento original hace de los puntos de vista a los que se contrapone es parte también de la originalidad de aquel pensamiento” (III, pág. 217).
Por otra parte, lejos de agotarse en sus virtudes “didácticas”, y como se ve con mayor dramaticidad en sus ensayos más personales, hay en el estilo de Vassallo una incesante lucha por decir algo que se resiste a ser dicho, como a su turno habría señalado ahora Bergson, y que repercute en las incesantes reescrituras de las que da cuenta un análisis evolutivo de sus textos, según veremos. Una lucha que se entabla en medio de una apremiante tensión entre la validez personal y la validez universal de lo que el filósofo quiere comunicarnos, y que se advierte igualmente en la función clave que en su escritura cumplen las metáforas. A la vez, el pudor del filósofo no se limita a la relativa inhibición de hablar con voz propia frente a los demás, sino que está ya en su profunda conciencia de la experiencia metafísico-moral en la que le va el ser. Pero esta experiencia no se deja transmitir como una verdad objetiva, aunque admita otro modo de comunicación, y por eso el estilo de Vassallo no se define por el propósito de enseñar, ni siquiera en sus cursos. Sobre todo nunca asoma en él la intención edificante o moralizante; y Pucciarelli advierte esto, pero estimando equivocadamente que nuestro autor sólo “dibuja el derrotero de sus propias experiencias espirituales”.[22] Sin sospechar la dimensión filosófica implicada en este derrotero, Pucciarelli no tiene en cuenta que un metafísico, según el propio Vassallo, se diferencia del poeta, del místico y también del inquisidor de su alma, por hallarse “poseído de una irresistible exigencia teórica”, por sentir “la exigencia de justificar el contenido de la experiencia metafísica” (II,pág. 268).
La cuestión de la justificación teórica, valga anticiparlo, constituye un grave problema en Vassallo, pero conforme al sentido que asume en él la “gravedad”, por razones que no hacen sino intensificar en él esa exigencia filosófica, y que excede todo teorizar posible, para revelarse como exigencia moral. En todo caso, no es casual que lo que rige su estilo sean proposiciones, pero no en tanto que enunciaciones de presuntas verdades o de normas éticas universalmente válidas, sino en tanto que formas de sugerir y proponer; como si finalmente apuntasen a despertar conciencias, en un sentido mucho más radical que el de cualquier moralizar. Y es paradigmática al respecto la frase de inicio del primer ensayo de Elogio de la vigilia: “Yo propongo un pavor: saberse embarcado en la existencia” (I,pág. 329). Dejando para su momento la interpretación de este “saberse embarcado”, ahora tan sólo notemos la siguiente paradoja, aunque nadie se detuviera antes en ella: ¿cómo es posible proponer un pavor? Supuesto que fuese posible en algún sentido más o menos convencional, ¿por qué hacer, o cómo justificar, semejante proposición? O mejor todavía, si admitimos que la frase escapa a un régimen semántico y pragmático convencional, y que no obstante Vassallo la formula – en lugar, por ejemplo, de declarar que es pavoroso darse cuenta de existir –, ¿a cuál necesidad o exigencia responde tal proponer, encabezado además por un “yo” que en nuestra lengua sería gramaticalmente prescindible? Más aun, ¿cómo y por qué esa exigencia del filósofo, al trasponerse al discurso, a la tentativa de comunicarla, no se traduce en un imperativo, sino precisamente en la insólita propuesta de un pavor, o en una “Invitación al sondeo inicial en la cuestión del ser”, o en “Proposiciones para la noche oscura de la libertad” (“para” y no “sobre” o “acerca de”), como titula Vassallo otros ensayos del mismo libro?
Estas preguntas nos empujan al centro de su pensamiento, sólo desde el cual se comprenden rasgos más específicos de su estilo. Y aunque sea innegable su “dominio” de la lengua – dominio que paradojalmente, en un filósofo, siempre testimonia su saberse en última instancia dominado por ella –, no nos faltarán ocasiones para comprobar que ese estilo implica, en una manera de decir, una manera de filosofar. Comprobaremos así en Vassallo lo que del estilo filosófico en general afirmara Deleuze, que tanto sabía de leer e interpretar a otros: “En filosofía, el estilo es el movimiento del concepto”, es “una modulación y una tensión del lenguaje entero hacia un afuera”.[23]

3. Enigma personal y constricciones filosóficas

Las alusiones precedentes a la subjetividad y al carácter personal no sólo del decir sino de lo dicho por Vassallo, así como al pronombre de “Yo propongo un pavor”, apuntan en la dirección de lo que indiqué al principio: la cuestión central de su filosofía es casi inseparable de la cuestión acerca de quién fue Vassallo. Al margen de la infinita distancia entre su singularidad existencial en primera persona y lo que nosotros pudiésemos saber de ella, en el “casi” de esa inseparabilidad está enteramente en juego la diferencia entre la índole personal de una experiencia y su validez filosófica. Porque apurando el asunto en dos palabras, tendríamos que afirmar que la principal cuestión filosófica de Vassallo, si no la única, fue él mismo… Y en una primera impresión, esto no puede sino sonar escandaloso o provocativo: ¿qué importancia tendría tal cuestión para nosotros? O bien, ¿cómo podía Vassallo hacer de él mismo una cuestión propiamente filosófica, y sólo así de eventual validez para otros? Pero empecemos por esta corrección: Vassallo no hizo de él mismo una cuestión, como quien elige hacer esto o lo otro, sino que tuvo conciencia de haberse convertido en un enigma sin proponérselo. Al igual que San Agustín cuando afirmaba justamente eso, quaestio mihi factus sum, según recuerda el propio Vassallo en un fragmento de 1944 donde hallamos su más clara confidencia acerca de lo que definiría a un filósofo en general: “Testigo y documento de terribles experiencias, puesto que él ha sido problemas, y sobre todo ha visto cómo se transformaba él mismo hasta quedar reducido a un vi­viente problema” (III, pág. 454). Una caracterización breve pero elocuente, y próxima además de aquella otra célebre de Nietzsche,[24] a cuyo desafío de crearse a sí mismo – así como a la variante sartreana de elegirse mediante un proyecto – Vassallo opone, sin embargo, el desafío de realizarse a sí mismo. Pero retomando el asunto previo que nos ocupa, también Kierkegaard había destacado el interés infinito del existente en él mismo, y si desde Heidegger quedó claro que la obra del genial danés no tiene sólo valores literarios y teológicos, sino un genuino valor filosófico, al menos se concederá que la cuestión medular de Vassallo no queda impedida de ser filosófica en virtud de su carácter profundamente personal. La tarea consistiría más bien en mostrar cómo y en qué sentido lo es, al hilo de las claves que iremos examinando más adelante. Pero dado que nos hemos remitido a San Agustín y a Kierkegaard, tendremos que ver también cómo y por qué Vassallo nunca se pronuncia, sin embargo, en términos teológicos.
Si alguna vez Vassallo hubiese parafraseado la tesis más conocida de José Ortega y Gasset, seguramente habría afirmado: “Yo soy yo y mi trascendencia”. Con lo cual pretendo indicar, ante todo, que el “yo” de Vassallo no se agota en sí mismo, no se queda ciegamente enclaustrado en su finitud. Muy por el contrario, el “verse” en su finitud le es esencial. Pero por otra parte, no por eso se define ese “yo” en función de sus circunstancias, ni de lo que existencialistas como Sartre llamaron situación, sino desde un más o un ultra ajeno a la facticidad del mundo. Más exactamente, el “yo” de Vassallo ni siquiera se define desde tal alteridad indefinidamente transmundana, sino que se torna indefinible para sí mismo, se vuelve enigma. Y puesto que esta experiencia le concierne al “yo” en la singularidad de su destino, la trascendencia viene a ser, no obstante su infinita alteridad y su presunta universalidad, una trascendencia para ese “yo”: es “mi trascendencia”.
Ahora bien, aunque esta rápida aproximación al núcleo del pensamiento vassalliano sea aceptable, es muy insuficiente; pero no simplemente por no mostrar de qué manera esas indefiniciones no admiten nada parecido a la indiferencia, sino porque, a primera vista, esto podría mostrarse recurriendo a ciertos poetas y místicos, dejando abierta la cuestión de la relevancia filosófica de esa experiencia metafísico-moral. De hecho, Vassallo nunca escribe “mi trascendencia”, así como jamás se dirige a su Dios; y mejor haríamos en sospechar que si en Vassallo hay una filosofía, en lugar de una mística (o cuando menos como mística de fe, de signo manifiestamente religioso), en alguna medida esto se debe a que la trascendencia no cobra para él los rasgos de un rostro divino. Uno de sus textos breves más claros al respecto es “Quaestio de fide” (III, pág. 451). Además, su propio “yo” se insinúa como pronombre ineludible de ciertas afirmaciones, pero tendiendo con mayor frecuencia a ocultarse, a invisibilizarse, y sin ser nunca la expresión de un concepto, mientras que el término “subjetividad” no es un mero sustituto más abstracto al efecto. Observemos ya entonces lo siguiente: si Vassallo ofrece escasas líneas en primera persona acerca de aquella experiencia, hablándonos mucho más de la trascendencia y la subjetividad en general, esto se debe a que su interés no es ofrecernos una mera descripción de su experiencia, sino mostrarnos precisamente su relevancia filosófica. Más aun, cuando se trata de brindar lo que Heidegger llamaría testimonios ónticos, Vassallo prefiere casi siempre valerse de los testimonios de otros. Como estrategia discursiva, esto le permite satisfacer, si se quiere, las apelaciones a la autoridad que demandaba el ambiente cultural; pero es ante todo un recurso fiel a su propia necesidad de corroborar y mostrar que esa experiencia, en lo que a su validez filosófica concierne, no era sólo la suya.
Sin embargo, mostrar la validez de esta enigmática experiencia significa justificarla filosóficamente, lo cual aquí viene a ser tanto como hacerle justicia en el plano teórico, y persistimos así frente a un asunto extremadamente delicado, pues si el filosofar se elevara a expensas de esa experiencia que la moviliza, el resultado sería exactamente el opuesto. Y en efecto, hay en Vassallo una desconfianza intensamente alerta frente a los riesgos de la teoría, en la medida en que ésta, tendiendo a hacer de todo un espectáculo, se presta a tergiversar y a devaluar más pronto que tarde la experiencia que debería aclarar y explicar. En sus palabras, el único conocimiento que le interesa al existente singular en cuanto tal, es el que le está destinado, el “saberse” en el cual le va el ser; y mucho más vale el ser verídico que todas las verdades objetivas juntas.[25] Entre otras razones, por eso Vassallo está más cerca de Kierkegaard o de Amiel que de Heidegger; y de ahí también una de sus afinidades más importantes con Gabriel Marcel, para quien la necesidad metafísica, escribe Vassallo, no es “apetencia del conocimiento del ser, sino apetencia del ser – derechamente” (I, pág. 240). Algo similar le ocurre en sus afinidades juveniles con Blondel, y en este sentido, a Vassallo le atrae el coincidente planteo de Jean Wahl que tan buena fortuna hiciera entre las décadas del treinta y el cincuenta: la necesidad de una ontología concreta. Pero aunque no lo expresara en estos términos, para nuestro filósofo había un gran trecho entre el llamado de Wahl hacia lo concreto (vers le concret) y el llamado de Husserl a las cosas mismas (zu den Sachen selbst); pues la pureza eidética de la fenomenología se consigue sólo al precio de poner entre paréntesis, neutralizándola, la gravedad metafísica y moral de la subjetividad que le importa a Vassallo, de modo que no podía ser esa su vía teórica. La “conciencia trascendental”, afirma, es un “verdadero rendez-vous de fantasmas” (II, pág. 261), mientras que la vigilia que él nos propone, en cambio, “es conciencia, pero transida de ser” (I, pág. 349 ). De ser, y no de nada, según pretenderá Sartre. Además, la vigilia no implica despedirse de lo eterno, sino asumir el vértigo de su ausencia, y por eso a Vassallo no podía seducirlo tampoco el ser-para-la-muerte que según Heidegger haría posible la autenticidad, ni su concepto de cuidado o preocupación (Sorge), definido desde y para la historicidad del ser-en-el-mundo, y como si la voz de la conciencia obtuviese un rango ontológico al costo de abstraerse de todo sentido moral.[26] Los grados que Vassallo distingue en la conciencia llevan a destacar, por el contrario, que hay un sentido en el cual la conciencia, en su singularidad, puede y debe ser “un permanecer despierto infinitamente más de lo debido” (I,pág. 347) y III, pág. 303). Un sentido, además, según veremos, en el cual la conciencia del deber no es un factum (Kant), pues ante todo ella misma debe ser, de un modo más originario que cualquier deber que emanase a su vez de ella.
Para Vassallo, la cientificidad entera de la filosofía, supuesto que fuese posible, tiene que estar al servicio de esta conciencia individual; una cientificidad, entonces, que no sería más que un esquema o “un canevas sobre el que cada vida filosófica edifica su original acceso a la verdad” (I, pág. 341). Aunque asuma el desafío de teorizar, Vassallo se resiste a practicar una distinción tan tajante, a la manera de lo que leemos en Ser y tiempo, entre lo ontológico y lo óntico, entre lo existencial (existenzial) y lo existentivo (existenziell). Pero justamente por eso, son diferentes sus recursos para hacernos ver que la subjetividad es siempre la de cada cual, sin esa necesidad de Heidegger de repetir que el ser del estar (Dasein) es cada vez el mío (je meines). Por lo demás, al ocuparse del más propio e íntegro poder-ser del “Dasein”, Heidegger admitía la presuposición de “un ideal fáctico” en la base de su ontología;[27] y en sus obras posteriores terminará declinando, en favor de un lenguaje más poético, ese estilo donde la “ontología fundamental” presumía garantías de neutralidad y universalidad.[28]
En definitiva, en las distancias entre Vassallo y los planteos fenomenológicos y hermenéuticos clásicos, lo que está en juego son distintas concepciones de la filosofía, las cuales no se dejan reducir fácilmente a etapas de una evolución histórica.[29] Más aun, así como el verdadero ser del hombre, según Vassallo, es uno con su vigilia, y sólo puede ganarse o perderse cuando ya se sabe en riesgo, así la filosofía misma sólo puede hallarse en alta mar y malograrse cuando, en un sentido esencial, ha asumido de antemano su naufragio, sin menoscabo del goce muy íntimo pero exaltado que suscitan las hazañas heroicas; según puede apreciarse leyendo, entre otros, su ensayo “Sobre el ser del hombre, ser amenazado” (I, pág. 351 ss.). Curiosamente, para este pensador nacido en Italia y llegado de muy pequeño al Río de la Plata, podríamos hacer valer aquella paradojal sentencia de un antiguo fenicio imprevistamente empujado a las costas de Atenas y devenido a su modo también “porteño” (estoico), filósofo auroral del puerto: “Tras haber naufragado es cuando me place navegar” (Zenón de Citio).[30] En todo caso, si es desaconsejable dejarse llevar por metáforas y analogías aún no suficientemente justificadas, al menos se concederá que indagar sobre la posibilidad de la filosofía implica estar ya filosofando. E indudablemente, esta cuestión concierne de lleno, en Vassallo en especial, a un problema que por lo pronto tendríamos que formular así: ¿cómo pasar de la existencia singular a una concepción de la existencia en general? O según expresa Norma Fóscolo: “En el contexto del pensamiento de Vassallo, hablar de la existencia, en general, sería, quizás, hablar de nadie, de nada. Y lo que es quizás peor: nadie le diría nada a nadie. Y eso contradiría la noción – y vivencia – que el mismo Vassallo tiene de la filosofía”.[31]
Fóscolo toca aquí un asunto clave, pero si vacila y roza la presunción de imposibilidad de una filosofía de la existencia en Vassallo, es porque llega ahí desde un enfoque tan verosímil como engañoso; aunque por lo demás, y al margen de otros desaciertos menores, sea ella quien más amplia y lúcidamente estudió hasta ahora a nuestro filósofo. En efecto, Fóscolo piensa que Vassallo no sobrepasa “el ámbito de la existencia singular”, hacia la elaboración de una antropología filosófica que dé acabada cuenta de las estructuras de la finitud (tal como él mismo postulara), y atribuye esto a la falta de “una reflexión metodológica”.[32] Pero “tanto peor” además, diríamos, si Vassallo parece apuntar a esa antropología sólo o principalmente para volver al ámbito de la singularidad: no es casual que Rafael Virasoro (hermano de Miguel Angel) planteara la cuestión más bien en términos del riesgo de un subjetivismo extremo y desentendido, al parecer, de la alteridad concreta.[33] Pero dejando este asunto para retomarlo en el momento adecuado, casi al final de nuestro recorrido, notemos que Fóscolo descuida ciertas prevenciones de Vassallo, según leemos ya, por ejemplo, en un texto de 1935: “Como todo filósofo auténtico, [Bergson] no ha dado importancia excesiva a la cuestión del método”, el cual, precisa también, es indisociable del filosofar mismo (I, pág. 153). Vassallo continúa allí sosteniendo que el método de un filósofo, en tanto que instrumento, sólo importa a los epígonos, y que cuando finalmente éstos logran darle forma, en el afán de hacerlo útil a otros objetos, lo han desvinculado del único que le daba sentido, y ya no sirve para nada. Fóscolo se asoma a un problema delicado, y sospecha que ahí entra en juego por entero la concepción vassalliana de la filosofía; pero al equivocar el enfoque, no examina de cerca ese vínculo, entre cuyos aspectos están los reparos de Vassallo en relación a la teoría, las características de su propio estilo, y la cuestión moral.
Nada exime a Vassallo de la exigencia teórica, a tal punto que ella se torna incluso más apremiante frente a sus realizaciones efectivas, que parecieran dispersarse en las tentativas de un náufrago, en “los pedazos esparcidos sin orden, los disjecta membra, de una filosofía” (I, pág. 328). Y nada nos asegura tampoco a nosotros contra el riesgo de naufragio en la tentativa de reunir tales piezas, hacer visibles sus articulaciones, e insinuar formas y sentidos de los huecos restantes en el rompecabezas así reconstruido. Pero estos fragmentos no se encuentran dispersos en medio de una multitud de testimonios ónticos, los cuales, muy por el contrario, aparecen en contadas ocasiones, y a veces apenas al pasar, en la oportuna cita de un verso. Según la distinción que nos sugieren ciertas metáforas suyas, la dispersión acontece, desde la experiencia personal de Vassallo, en medio del mar, en una noche oscura, mientras que en el plano teórico en el cual cristalizan, esos fragmentos serían más bien como pequeños oasis, si no quizás espejismos, en medio de un desierto de conocimiento. Secundariamente, la dificultad de ensamblar tales fragmentos se debe a que Vassallo, siempre con la gran cautela que mantenía frente a lo teórico, exploró con frecuencia sus propias vías conceptuales a través de espíritus afines, pero como buscando nutrirse menos de sus ideas que de su fe en ellas. Incluso de espíritus muy poco afines, pues si algo admiraba Vassallo de Hegel, con cierta nostalgia, era justamente su fe en el conocimiento; y aquí encontramos el motivo más profundo del interés de Vassallo, a primera vista desconcertante, en el racionalismo en general.[34] Además, si algo criticó a ciertos irracionalistas y vitalistas, fue la tendencia a disolver la filosofía en emociones de una “vida estética”.
Con esta aproximación al filosofar según lo concebía Vassallo, se van aclarando las constricciones ellas mismas filosóficas que, abonadas – o mejor dicho, casi esterilizadas – por el terreno cultural, contribuyeron a hacer prácticamente inevitable para sus contemporáneos el malentendido general sobre su pensamiento y su estilo. Al respecto, Miguel A. Virasoro, desde una concepción diferente de la filosofía y una fe casi inquebrantable en el conocimiento, hizo sin embargo la valoración más equilibrada que hubo de Vassallo durante largo tiempo, aun cuando entretanto le quedara velado lo esencial de su pensamiento. Paralelamente, interpretando mal sus planteos acerca de la razón, no faltaron los que creyeron descubrir en Vassallo un pensador cristiano de inconfesa proximidad con el tomismo.[35] Con todo, las lecturas que más irritaron a Vassallo – según consta en las quejas que desliza en algunos de sus prólogos, y podemos empezar a entender por qué – son las de quienes, tomando sus escritos por meras reproducciones bien entonadas de ideas de moda, no se percataron de su propia problematización, por fragmentaria y pudorosa que fuese, ni de cómo la gravedad de sus planteos sobre lo teórico agrietaban y precarizaban por igual la validez de aquellas ideas. Tal problematización puede hallarse en diversos lugares, especialmente en los textos de neto sello personal, como los reunidos en ¿Qué es filosofía?, pero siendo el más conciso y rotundo al respecto el titulado “Defensa y rectificación del conocimiento”, en Elogio de la vigilia. El autor advierte allí, en efecto, que tanto la ciencia como la metafísica, dado lo inseguro de toda verdad teórica, “están siempre amenazadas”, y sentencia: “la pura aprehensión teórica del ser (…) y, en especial, la del ser total o último, o metafísico, según es usual llamarlo, lleva en su interna dialéctica una semilla de autodestrucción” (I, pág. 381).
Es sintomático, por otra parte, el itinerario de Vassallo con respecto, justamente, a la dialéctica, que en general aparece designando el tipo de justificación crítica que se espera de un filósofo. Quizás por lo mismo que los logros de semejante empresa serían siempre precarios, Vassallo no sólo no reduce la dialéctica a una secuencia triádica de tesis, antítesis y síntesis (ni siquiera cuando interpreta a Hegel), sino que parece eludir precisiones conceptuales sobre ella. Pero a la vez, aun cuando ya había dejado atrás el atractivo que encontrara en la dialéctica a la manera de Blondel, Vassallo sugiere que la dialéctica sería, en todo caso, el nombre que mejor le cabe a la racionalidad distintiva de un filósofo. Hacia 1951 llega así a caracterizarla como el camino “más seguro y críticamente controlable”, y aun como “la vocación del filósofo” en su relación personal negativa con la trascendencia, en contraste con la relación “de unión positiva” que el místico guardaría con ella (I, pág. 444). Sin embargo, en 1962 ensaya una distinción entre la filosofía como “ejercicio radicalmente crítico del intelecto” y la metafísica como “un saber positivo, quiero decir: no dialéctico y no correctivo” (III, pág. 459). Y un año después, a propósito de cómo dar cuenta de la transición de la pura autoconciencia a la suprema vigilia o “conciencia desde” en aquella relación personal con la trascendencia, nos confiesa: “Inaceptable, con mucho de prestidigitación, me parece ahora toda explicación ‘dialéctica’.”[36]
Si aquí, ante su inquietud más cara, hace aguas el ansia de seguridad y control, y si con ella pareciera hundirse la posibilidad del filosofar, bien podría conjeturarse que Vassallo experimenta algo así como una tentación mística. Como si aquél que se descubrió convertido en problema para sí mismo, se recluyera en su intimidad abismal, procurando regresar al Pascal de su primera página, allá por 1923 (III, pág. 265 ss.). Se diría incluso que esa fue la tentación más constante de Vassallo, según lo sugiere una fórmula pascaliana que leemos en ese breve escrito y que vuelve casi como un leitmotiv en varios textos todavía: “No me buscarías si no me hubieses ya encontrado”. Sin embargo, tan movilizadora como equívoca, esa tentación, si así podemos llamarla, no podía alcanzar consumación; y justamente porque es casi constante, en pocos filósofos se percibe con tanta nitidez como en Vassallo este “destino”: ser filósofo, es algo que no se elige. Si de Pascal ha podido afirmarse que es antes un apologeta del cristianismo que un filósofo, de Vassallo hay que decir, en cambio, que aun allí donde pareciera y hasta quisiera identificarse con los místicos, sentirse redimido, no sigue haciendo otra cosa que filosofar. Aunque sorprenda, el propio Vassallo señala, a propósito del pensador francés, “la escasa amplitud de su espíritu filosófico”, concluyendo, no sin admiración y gratitud por su penetrante visión de la condición humana, que “se puede y hasta se debe ir más allá de Pascal” (II, pág. 289).
En la diferencia entre el filósofo y el apologeta hallamos, de hecho, la primera razón de la variación que le imprime Vassallo a otra célebre frase de Pascal: “está usted embarcado” (vous êtes embarqué), le dice el cristiano al escéptico, procurando inducirlo a apostar por la existencia de Dios,[37] mientras que el filósofo argentino se pone y nos pone en el lugar del segundo, escribiendo “Estamos embarcados”. Consiente así un drama existencial que se agrava además como vértigo y pavor, pues tampoco la apuesta es voluntaria. Por igual razón, cuando Vassallo reitera con San Agustín que se ha vuelto enigma para sí mismo, el enigma ya es otro, pues no dice que esto le ocurra, como al místico, ante los ojos de un Dios a quien le elevara su clamor de sanación.[38] Y una de las distancias más claras que toma nuestro filósofo frente a Blondel, ya en su juventud, tiene lugar allí donde éste pretende pasar de la dialéctica de la acción pura a la hipóstasis platónica de una voluntad infinita, lo cual, se atreve a señalar Vassallo, “resulta extraño” desde los postulados del propio filósofo francés.[39] En un sentido semejante hallamos reparos (o silencios elocuentes) en sus escritos sobre Bergson y Marcel, mientras que poco a poco se muestra, en cambio, más cercano a Jaspers; puesto que, como él, también el filósofo alemán indica una trascendencia, rehusando a la vez aquella tentación más bien teológica de querer convalidar experiencias místicas como verdades filosóficas.
En la evolución de sus ensayos de más explícito carácter personal, se observa parejamente un creciente rigor crítico de Vassallo respecto de la cuestión religiosa. Expresiones tales como “participación” o “indigencia de ser” van desapareciendo de su lenguaje, al tiempo que “misterio” cede a veces su lugar a “problema”, y el término “ser”, que en un principio mantenía resonancias substanciales, queda desplazado por “trascendencia”, en su sentido más relacional de pura alteridad. Porque si en algún momento el ser, señalado como “la consistencia, la verdad y la vida”, asomaba como “lo otro” de la subjetividad finita y, no obstante su “presente ausencia”, requería ser mencionado (I, pág. 369 ss.), más tarde no quedará nada ya ni siquiera de la posibilidad de mencionarlo (III, pág. 302). A su turno, tampoco el ser puede dirigirle la palabra a la existencia vigilante, pues sólo “en una figura de prosopopeya”, aclara Vassallo, el ser le diría aquello de “No me buscarías…” (III, pág. 303).[40] En Elogio de la vigilia no falta, es cierto, algún verso de San Juan de la Cruz, como su paradojal “sin arrimo y con arrimo”; y todavía en 1945, Vassallo afirma que “el metafísico es hombre de espera: espera la respuesta”, llegando a sugerir que esta respuesta, de improbable índole racional, podría consistir en “una especie de saber de salvación” (III, pág. 289). Sin embargo, esta conjetura no suprime la espera, no cancela la metafísica; y bien conocía además nuestro filósofo la diferencia entre la espera y la esperanza.[41] O como dirá hacia 1958 con ironía poco habitual, rehusando soluciones teológicas: “acaso felizmente” sabe él poco de la trascendencia, pues “sólo para el Dios al que tienen fácil acceso algunos metafísicos y teólogos el mundo es transparente”, mientras que la verdadera metafísica “no es sino algunas vislumbres y claridades en medio de una espesa oscuri­dad” (II, págs. 259-260). En todo caso, el “Dios oculto” de Pascal se ha ocultado todavía más, tanto que ya ni siquiera es posible saber si se trata de un dios. De ahí que la citada frase pascaliana admita en Vassallo otro sentido: su conciencia filosófica lo mueve a “buscar” formulaciones conceptuales para la trascendencia que ya ha “encontrado” intuitivamente en la experiencia metafísica, pero en la vigilia heroica de mantenerse fiel a esa alteridad en tanto que infinito exceso respecto de todo lo que pudiera decirse de ella.
Estas rápidas indicaciones nos bastan para observar que el filósofo se torna más patente en los escrúpulos con que corrige y precisa sus palabras o lanza una alerta. Es el rigor al cual lo apremia la trascendencia misma, tal como ella se le presenta en su experiencia, “en el linde ajustado y preciso de la finitud de la subjetividad”.[42] Una trascendencia que no puede desconocer, en absoluto, y desde la cual procura saberse, pero que al mismo tiempo lo mantiene a raya en su finitud. A diferencia, además, de lo que pasa en el formalismo en tanto que pretensión de abstraer una forma universal a partir de una multiplicidad de instancias empíricas o fenoménicas, lo indeterminable de la trascendencia vassalliana es formal de un modo genuinamente esencial y a priori.[43] Pero justamente porque no admite que algún contenido particular (llámese Dios, Bien o Espíritu) haga de ella un trono – o pero aun, un objeto de contemplación –, el carácter formal de esa trascendencia no despierta una conciencia religiosa sino filosófica, aunque a la vez no se trate del tipo de formalidad que le garantiza a las ciencias la universalidad de sus verdades. Y si desde los años cincuenta hay en los escritos de Vassallo, especialmente en sus fragmentos, indicios paralelos de un regreso de la tentación mística, es precisamente porque la exigencia filosófica que no ha dejado de intensificar, y que ha purificado la fidelidad a su experiencia, le ha dado también mayor conciencia de lo improbable de hacerle justicia por medios teóricos y “dialécticos”. Pero en el peor de los casos, lo que ocurre no es que la filosofía desemboque imprevistamente en una aporía, como si una fe religiosa pudiese sacarla de ahí, sino que la filosofía misma, en su finitud, se le revela a Vassallo como la aporía o el linde preciso y ajustado en la cual “habita” la trascendencia; de modo que esta trascendencia es justamente la que lo “condena” a filosofar como única vía de “salvación”. O como leemos en “Subjetividad y trascendencia”, el ensayo que mejor sintetiza su pensamiento maduro: “La subjetividad misma en su desnudez ya es filosofar” (III,  pág. 304).
Lo decisivo es que la exigencia de justificación teórica, aun cuando sus resultados estén condenados al naufragio, no constituye un designio del cual Vassallo pudiese prescindir, puesto que es inherente a su propia experiencia. Considerada en sus rasgos más generales, bien podemos reservarle a ésta el nombre de “experiencia metafísica”, observando con Vassallo que ella se verifica no solamente en filósofos, sino también en poetas, místicos e inquisidores de su alma. En esta pluralidad de caracteres o temples individuales, sólo desde la cual serían concebibles distintas determinaciones de la trascendencia, hallaríamos la apertura hacia una posible convalidación intersubjetiva y “universal”. Pero si la trascendencia persiste en su indeterminación o, más precisamente, en su determinación como indeterminable, incitando a su justificación teórica, entonces estamos ante una experiencia que, previamente a su descripción, análisis y justificación, es de antemano más específicamente filosófica. De lo contrario, ¿cómo entender que la subjetividad consista ya en filosofar? O en otras palabras, ¿en qué residiría la validez universal de tal aserto sobre la subjetividad – y de una subjetividad concreta –, como si cualquiera pudiese reconocerse en sus palabras? Además, ¿cómo no sospechar que la desnudez de esa subjetividad filosofante es esencialmente correlativa de la desnudez o indeterminabilidad de su trascendencia? Para colmo de males, rara vez lo que diga el filósofo de su trascendencia concitará identificaciones por parte de aquellas otras sensibilidades metafísicas a cuyos ojos el filósofo cometería, digámoslo así, el doble pecado de hablar en abstracto y de arrogarse hablar de este modo también de ellos. El filósofo puede replicar que la trascendencia deja de ser la verdadera trascendencia, lo infinitamente otro, en cuanto acoge una determinación, así como no hay subjetividad y personalidad sino en la propia finitud y por ella. Paradojalmente, todo ocurre entonces como si el filósofo, por hablar “en abstracto” de la trascendencia, y a la vez según una experiencia personal que lo separa incluso de otros filósofos, no consiguiera sino hablar su propia subjetividad. Notemos, por otra parte, que así como la experiencia metafísica de Vassallo no es de jubilosa esperanza, ni se asimila fácilmente a la que el estremecido poeta sublima y conjura para pasar a otro asunto, tampoco es menos distante de la de esos otros metafísicos que, procurando neutralizar sus subjetividades, avanzan confiados por la pendiente teórica (y sobre todo si ésta los lleva a hacer de la trascendencia una subjetividad infinita). En este sentido, y no obstante las motivaciones que encuentra en filósofos y pensadores místicos como San Agustín, Pascal, Kierkegaard, Nietzsche, Blondel, Bergson, Marcel o Jaspers – a quienes habría que ir sumando ya un cierto Descartes y un cierto Kant –, Vassallo parece encontrar mayor afinidad en al menos un gran inquisidor de su alma, como lo llama: Henri-Frédéric Amiel, autor de una monumental obra póstuma titulada Fragmentos de un diario íntimo. Vassallo cita a Amiel en contadas ocasiones, pero siempre claves, y aunque no comparta su pathos romántico ni sus inflexiones pesimistas, halla en él un testimonio ejemplarmente lúcido del vértigo metafísico-moral que suscita la trascendencia en la subjetividad.
En todo caso, filosofar es para Vassallo no sólo un conocer sino un modo de realizarse a sí mismo. A lo cual añade expresamente (y lo dice por única vez, pero es suficiente): “Por eso, aunque la filosofía aliente la exigencia de un saber de validez universal, los filósofos no se preocupan demasiado de la universalidad, y se conforman de buena gana con la validez” (III, pág. 306). El lector a quien esto le resultara demasiado osado, y echara de menos una reconfortante referencia europea, podrá acaso recuperar la calma si se le recuerda esta otra afirmación no menos contundente de Deleuze y Guattari que nos sugeriría, de paso, una de las inesperadas razones de la “actualidad” de nuestro filósofo: “El primer principio de la filosofía es que los Universales no explican nada, que deben ser ellos mismos explicados”.[44] Pero volviendo a Vassallo, sus palabras no significan que el filósofo se desentienda de la universalidad, sino que, en cuanto los términos entran en tensión y parecen contrariarse, se inclina forzosamente por la validez. ¿Cómo podría preferir, en efecto, una universalidad acaso menos arriesgada pero también menos fiel a su experiencia, menos veraz, y en tal sentido malamente abstracta? La afirmación de Vassallo significa además que el tipo de universalidad a la cual aspira el filósofo, nada tiene que ver con el reino de los objetos, y que sólo le importa en tanto y en cuanto ella se derive necesariamente de la validez. En otras palabras, la validez es aquí condición sine qua non de la universalidad, y no al revés. O como leemos en otro lugar, la filosofía es “un conocimiento vivido y militante: sabiduría individual y sólo así, sin embargo, de veras universal” (I, pág. 431). Fundada en la veracidad de una experiencia metafísica, esta sabiduría resulta válida en un sentido eminentemente moral; y dado que esta validez no es, sin embargo, la de un imperativo para la acción sino para el ser, su universalidad adquiere más bien el carácter de una propuesta lanzada a todos como un llamado a la vigilia, al realizarse de cada cual. Acaso sean numéricamente muy pocos los que tengan oídos para esa propuesta, según sea la propia experiencia metafísica de cada cual, y Vassallo lo sugiere; pero no por eso el llamado se verá disminuido en su alcance como tal, y mucho menos en su validez. Sin duda, el sentido propiamente filosófico de este llamado dependerá ante todo de la índole de la experiencia vital de la cual procede, y del rigor crítico con que el filósofo indague en ella para elaborar y formular su propuesta. Pero cualquiera sea el resultado de esta exigente tarea, su verdad no será nunca, como en las ciencias (y en otras concepciones filosóficas), una adaequatio rei et intellectus, sino antes bien, y en la medida en que lo logre, adaequatio intellectus et vitae (III,  pág. 307).
Tras haber cercado y rozado en movimientos concéntricos el núcleo de la cuestión vassalliana, entraremos a examinarla con detenimiento. Confío que confirmaremos así lo que, de algún modo, ya estamos en condiciones de apreciar al cierre de este apartado: como ocurre en todo filósofo digno del nombre, no hay en Vassallo algo así como una concepción de la filosofía que delimite luego su problemática, sino que es la problemática misma que se le ha planteado, haciendo de él un filósofo, la que define y modela, desde su interna estructura, una concepción personal de la filosofía, así como su “método”, sus desafíos teóricos y su estilo.

4. El itinerario de la subjetividad

¿Cómo hace Vassallo para pasar de su existencia singular a la existencia en general, y en qué sentido le importa este “paso”? O mejor dicho, ¿cómo resuelve la tensión entre su infinito interés en sí mismo y su indeclinable necesidad de filosofar? Si de algún modo esta tensión tiene origen en la experiencia metafísica que mueve todo su pensamiento, ¿en qué reside entonces la índole filosófica de un enigma que, sin embargo, sería a la vez y siempre profundamente personal? ¿Acaso no se revela esta tensión en su conformarse “de buena gana” con la validez, aun cuando ésta no exhiba credenciales de universalidad, así como se revela en lo fragmentario de su realización teórica? ¿Acaso Vassallo no se mantuvo intensamente alerta al peligro de que la teoría desvirtuara la veracidad de su experiencia metafísica, en lugar de hacerle justicia? Pero entonces, ¿cómo podemos nosotros, a nuestro turno, interpretar adecuadamente sus fragmentos teóricos, si estamos privados de esa decisiva instancia personal de validación, puesto que obviamente no estamos en la piel de Vassallo?
No nos bastará indicar que si en sus escritos hay una filosofía, la misma ya no depende de su autor, quedando en nosotros la constatación de su validez. Sin duda, sería imposible o un completo desatino interpretar su propuesta si ésta no hubiese encontrado algún eco en nosotros, pero es no menos claro que tal eco no puede reducirse al goce o a la conmoción que nos brinden su lectura. Vassallo no pretendía que nos pusiésemos en su lugar, ni para compadecernos ni para maravillarnos de su suerte, sino que descubramos cada cual la necesidad de ser en la vigilia. Por otra parte, si bien el llamado a realizarse a sí mismo tiene desde Píndaro una larga historia, al tiempo que no pocos filósofos desde Sócrates han concebido su actividad en ese mismo sentido, esto no nos ahorra la comprensión de la justificación que Vassallo le diera al suyo. Pero si prestamos atención a lo que llevamos dicho – o “si nos fijamos bien”, como él gustaba decir –, ya tenemos las pistas necesarias para empezar a responder a esa serie de preguntas.
En efecto, una subjetividad consciente de sí misma como enigma experimenta a la vez tanto la infinitud de la trascendencia como el vértigo de su propia finitud. Pero además, justamente porque esa trascendencia no tiene rostro, el enigma no se agota en un no saber cómo salvarse, ni en un estarle velado a la subjetividad el secreto de su propio quién, como si aquella trascendencia tuviese de antemano la respuesta, sino que constituye más bien el “misterio” de hallarse esa subjetividad embarcada en la existencia sin ser ya alguien, a tal punto que su “salvarse” no se distingue de su realizarse a sí misma. La suma de sus particularidades empíricas y psicológicas define solamente el aspecto fáctico de su finitud, de modo que en vano buscaríamos allí la respuesta al enigma. Tal respuesta no podría tener otro sitio que el de la finitud, pero desde su relación esencial con la trascendencia, y no en el plano de los objetos científicos. Lo que ocurre es que el enigma no es personal por serlo de alguien sino para alguien; y dado que lo enigmático consiste en una pavorosa indeterminación tanto del saberse como del ser, mejor haríamos en decir que sólo cuando tal “alguien” se desfonda así en su finitud, minando y excediendo la calma de su propia autoconciencia, puede experimentar la necesidad de determinarse, de realizarse como persona. En tanto que vigilia, la subjetividad “nace” del enigma, y justamente porque la trascendencia es para ella sólo una presente ausencia, viéndose así también ella desnuda o como despersonalizada, su más honda inquietud no radica en cómo pasar de su incierta singularidad a la existencia en general, sino al revés: todo su filosofar consiste en un regreso justificado a su propia interioridad. Lo que hace posible su teorizar no es ninguna generalización desde su existencia individual, sino un mantenerse lúcidamente fiel a la impersonalidad estructural de una experiencia en la cual ella, la subjetividad, no es más que enigma. Evitando la intromisión de falaces determinaciones “personales”, a esta subjetividad nada le resultaría más fácil que teorizar, si no fuese por su infinito interés en sí misma; y precisamente porque la teoría, ante el menor descuido, ya le está dando la espalda al destino personal, el desafío de develar el enigma, de regresar a sí misma, asume para ella un carácter heroico. A la vez, tampoco tiene nada que envidiarle esta subjetividad a quienes presuntamente tiene sus vidas resueltas sin necesidad de tal heroísmo, y mucho menos si éstos viven como sonámbulos, pues si algo “define”, sin elección, el destino personal de esa subjetividad, es su tener que realizarse filosóficamente, aun cuando su única posibilidad de salvación esté en el naufragio.
Describir y examinar la experiencia metafísica conlleva siempre en Vassallo la necesidad de justificarla en tanto que llamado a la realización de sí mismo, y de modo que este teorizar sea ya un estar respondiendo al llamado, en la medida en que no se encamina a una contemplación desinteresada, sino que se reorienta como práctica de retorno a la individualidad, aunque para eso la teoría deba contrariar sus impulsos, o simplemente deshacerse y ceder retroactivamente ante ciertas consecuencias últimas. Es lo que en 1931 Vassallo propusiera como “conversión de la metafísica en ética”; expresión que él mismo considerará desacertada tiempo después, avanzando a la vez en una distinción implícita aunque sumamente importante entre ética y moral, como veremos después. Por lo pronto destaquemos que esa “conversión”, que como tal no aparece sólo ni principalmente en sus ensayos más personales, es la clave en la cual Vassallo desfiguró, es decir, interpretó a otros pensadores. Por otra parte, en lo que concierne a la justificación filosófica, ya observamos que Vassallo optó por calificarla de “dialéctica”: una caracterización frágil, más nominal que real, que terminará rechazando rotundamente. Sin duda, las paradojas y los saltos de Kierkegaard lo atraían más, pero verosímilmente no viendo en ellos tanto maneras de justificar como de evadir la justificación, y de entregarse a la religión. Finalmente, vimos también por qué Vassallo toma distancia de la fenomenología y de la hermenéutica. En todo caso, si hay un “método” que haya influido con fuerza en Vassallo, fue el de la intuición bergsoniana, pero con la salvedad no menos importante de que la intuición lleva, en Bergson, a una suerte de disolución de la individualidad en el impulso vital universal, y como si el cosmos mismo, en su inmanencia, tuviese los rasgos de una subjetividad trascendente e infinita. Pero aunque Vassallo no se haya ocupado del método como cuestión aislada, y aunque quepa sugerir incluso que en lugar de hacer un camino que lo lleve más allá (según la etimología de “método”) ensayó más bien un camino de retorno al más acá de su interioridad, su justificación de este retorno tenía ciertamente que estructurarse de algún modo. Y en efecto, adopta ante todo el carácter de un itinerario en el cual la subjetividad va trasponiendo distintas etapas, y que constituye a la vez la segunda clave de las interpretaciones que hace Vassallo de otros filósofos.
Este es entonces el itinerario que vamos a examinar. Pero antes conviene agregar un par de observaciones con respecto a cómo justificar a su vez una interpretación de la filosofía de Vassallo. Porque, por un lado, aún podría plantearse si es lícito ensamblar sus fragmentos de teoría, si al hacerlo no estaríamos confiando más de la cuenta en lo teórico, ignorando así el riesgo de traicionar el propósito de esta filosofía, subestimando las alertas que en tal sentido lanzara el propio Vassallo. Una respuesta rápida consistiría en señalar que si su filosofía es suficientemente consistente, debe aceptar la prueba, sin depender ya de la experiencia personal del autor como instancia excluyente de validación. De hecho, ya vimos en qué sentido Vassallo aceptaría esto, proponiéndonos que cada cual compruebe en su propia experiencia el llamado a realizarse. Pero además, hay que señalar que su teorizar fue fragmentario a pesar suyo, y que por consiguiente, no obstante el grado de desfiguración que le imprimamos a la tarea de recomponer su pensamiento, identificando y seleccionando sus fragmentos, “adivinando” otros que se dejen entrever o colegir para cubrir algunos vacíos, o explicitando lo no pensado en lo pensado, no haremos otra cosa que mostrar, hasta donde nos sea posible, la riqueza de un filosofar cuyas cautelas no deben confundirse con negativas a una elaboración más orgánica. Más aun, esos fragmentos no son simplemente partes de un todo teórico incompleto, sino que con frecuencia constituyen a la vez microcosmos o versiones germinales de ese todo, cada cual desde una perspectiva vital y temática acotada, pero de modo tal que su cotejo y su examen permiten ver los pliegues y los despliegues teóricos de una misma intuición. Por lo demás, así como ninguna interpretación de la obra de un filósofo puede sustituirla, a la vez son sólo sus interpretaciones las que, abriendo el juego de las confrontaciones, dan prueba de sus alcances y sus potencialidades. Finalmente, es claro que la solidez de una interpretación reside en el sustento “objetivo” que tenga en los textos, mientras que su dosis de subjetividad será siempre obligada, porque sólo filosofando (y así “desfigurando”) es posible interpretar a un filósofo y recuperarlo para la “actualidad”; y porque en este caso, la fidelidad al pensamiento de Vassallo implica también entender su propio llamado a ser “subjetivo”.
Para exponer el itinerario de la subjetividad, recurro a los cuatro textos que mejor permiten apreciarlo en sus instancias claves, y que en orden cronológico son: “Corta meditación amplificadora” (tercer apartado de “Regreso al punto de partida de Descartes”, 1937-1938), “Ensayo sobre la subjetividad, y de sus tres transformaciones” (1939), “Sobre los modos de entender el punto de partida del filosofar” (1941), y “Los grados de la conciencia” (1963-1976).[45] Motivado por el esbozo presentado en el primer texto, el segundo es el único explícitamente estructurado como un itinerario, llegando incluso a trazar el guión de una desfigurada “historia” de la filosofía, como veremos, mientras que los dos últimos textos adoptan perspectivas en principio más teóricas, como si quedara en ellos relegado el itinerario en cuanto tal, pero hasta que lo teórico se resquebraja, sin soportar la intensa exigencia de la vigilia. Ocurre que hay a su vez, implicado en la secuencia de estos textos, lo que por lo pronto podríamos calificar de meta-itinerario biográfico-filosófico; no porque se correspondan con las etapas de aquel itinerario, sino en el sentido de que a sus respectivos momentos de elaboración les corresponden también diferencias de enfoque. Esta evolución implica así gran parte de la obra vassalliana, no obstante lo cual vamos a ceñirnos a los textos señalados, apoyándonos en lo que llevamos visto, y procurando iluminar un poco mejor el sentido del itinerario de la subjetividad mediante su confrontación con conocidos relatos de Nietzsche y Hegel.
Vassallo esboza por primera vez este itinerario en su ensayo sobre Descartes (II, pág. 122 ss.),[46] que es además el que mejor ilustra cómo nuestro filósofo “desfigura” a otros, llegando a sostener que en su punto de partida más originario, acaso “el hombre Descartes” traicionó al cartesianismo, pero no a sí mismo. El núcleo de la interpretación vassalliana está en que el cogito cartesiano consiste en un saber “donante de ser”, pero “de un ser imperfecto y finito”, puesto que su conciencia dubitativa conlleva la “presencia” de lo infinito y perfecto.[47] Al menos en ese Descartes asomaría así una subjetividad consciente de la trascendencia en su propia finitud, lo cual corresponderá en el itinerario a su etapa más elevada, o mejor dicho, a su culminación. Pero admitiendo que el filósofo francés inaugura otras direcciones de pensamiento, Vassallo se ve inducido a hacer el esbozo que nos interesa, donde el itinerario está aun implícito en una secuencia numérica acerca de los cuatro modos de asumir que la filosofía no puede comenzar sino por la conciencia. Ahora bien, como esta convicción “idealista” – a falta de mejor calificativo, nos dice – es una condición sine qua non de su concepción de la filosofía, Vassallo se detiene ante todo en un enérgico rechazo del craso realismo que pretendería “la intrusión guaranga de un comportamiento del hombre inconsciente – es decir, como cosa – en el filosofar”. Así como el mesurado Aristóteles se desencaja cuando trata de melones a los que niegan el principio de no contradicción, tan caro a su concepción filosófica, Vassallo, a su turno, lamenta con inusual acidez que los realistas, según debieran hacerlo, afirma, si fuesen consecuentes, no se hayan arrancado la conciencia.[48] Obviamente, esto no significa que Vassallo excluya a Aristóteles de la historia de la filosofía. Al fin y al cabo, el estagirita supo afirmar que el alma es en cierto modo todas las cosas, y de hecho Vassallo nos habla en otros lugares del realismo intelectualista según el cual las formas racionales reflejarían la realidad o coincidirían con ella; una corriente en la que se inscribirían incontables filósofos, de Platón a Leibniz, incluyendo cierto Descartes. Lo que sí quiere advertir Vassallo es que en este modo de filosofar la conciencia queda sometida al “prejuicio realista” de tal correspondencia, aun cuando lo real adopte, como en Platón, la fisonomía de una idealidad independiente. El segundo modo de comenzar por la conciencia rompe con ese prejuicio, acotando la idealidad al orden de lo válido, y atribuyéndole al sujeto la soberbia tarea de hacer que haya un mundo pensable, cuando no de crearlo. Sin proponérselo, Descartes habría dado tan solo el puntapié inicial de este otro modo de filosofar que se observa en Kant y en la fenomenología husserliana. El tercer modo, a su turno, también habría sido incitado por el filósofo francés, pero anclando sólo en aquello de un saber donante de ser, y dejando completamente al margen que este ser del saber es finito e imperfecto: es el modo que se anticipa en Anaxágoras y Parménides, pero que se consuma en los idealistas post-kantianos, especialmente en Hegel. Finalmente, el cuarto modo de empezar por la conciencia, el “correcto”, dice Vassallo, no sería sino el que quedó señalado como el genuino punto de partida de Descartes, donde a pesar del resabio realista implicado en la pretensión de que exista un Dios, asoma el ser finito de la conciencia misma – y no el de sus verdades – como una “conciencia infeliz” o “conciencia-desde”. ¿Desde dónde? No es fácil precisar el sentido teórico de esta expresión, pero volveremos a verla. Por lo pronto es claro que de alguna manera se trata de la vigilia, y que junto a Descartes, también San Agustín o Marcel y el propio Vassallo se ubicarían en este modo de filosofar.
En el segundo texto, “Ensayo sobre la subjetividad, y de sus tres transformaciones” (I, pág. 365 ss.),[49] Vassallo nos dice expresamente que va a referirnos “el itinerario de la subjetividad”. Aquí el personaje ya no es Descartes y sus máscaras, sino la subjetividad misma, en tanto que aquellos modos de comenzar por la conciencia se corresponderán de cerca con etapas netamente jerarquizadas. El itinerario se inicia bajo el imperio de una objetividad “monumental y sólida” ante la cual la subjetividad no tiene más que “caer de rodillas”. Es la experiencia ascética en la que querría tener asidero, no sin incoherencia, el “realismo” filosófico, el cual es sutilmente aludido esta vez con mayor crudeza, sin considerar sus variantes intelectualistas, que no aportarían, después de todo, ninguna diferencia esencial a la conciencia de la subjetividad como tal. En esta etapa, en efecto, ella no es más que una ilusión o un vano capricho, pues el objeto lo es todo, y la objetividad es así la única “trascendencia” concebible. “Pero un día la subjetividad, un día uno mismo – dice Vassallo –, cae súbitamente en la cuenta que no es tanta su pobreza y fragilidad”, aconteciéndole entonces la primera transformación: ahora el ser ya no es pura objetividad sino “algo que la conciencia aporta para que del caos surja un mundo contemplable”. La subjetividad, sin embargo, no es todavía genuinamente personal, sino sólo “conciencia en general”, como en Kant, pues el ser que ella aporta no vale aquí ni como lo objetivo ni como lo subjetivo, sino como “el abstracto imperio de la Ley, la norma, la capacidad ordenadora de una equis”. En esta segunda etapa, el ser se ubica así formalmente entre la objetividad y la subjetividad. Hasta que ésta “se abandona a su gran tentación”, a su “mayor lucidez especulativa”: con su segunda transformación, la subjetividad asume el ser como substancia propia, deviniendo infinita, y de manera tal que todo se torna diáfano para ella, pues todo es manifestación inmanente de esa conciencia suya que ostenta ahora, adulterándolos por completo, los títulos de la trascendencia misma. Esta tercera etapa es la de la alucinación absoluta (Hegel), que consuma el más completo triunfo sobre el objeto. Un momento de gloria por el que la subjetividad ha pagado, sin embargo, con la claudicación de su finitud personal, que vale casi tanto como su propia sangre, aunque aún no lo advierta, pues desconoce hasta el sentido de lo trágico. Pero no hay tampoco vuelta atrás, y el itinerario continúa con la tercera y última transformación: la subjetividad experimenta entonces la “hora oscura” en la que recoge las velas “y llora sobre el mar”. Ahora la subjetividad se reconoce personal, finita, reconociendo a la vez la alteridad de la verdadera trascendencia. El ser se ha desplazado nuevamente: no está en la objetividad, ni entre ésta y la subjetividad, pero tampoco está ya en la subjetividad, sino entre ella y una alteridad infinita que de algún modo está a sus espaldas, siéndole a la vez oscuramente entrañable. Culminando su recorrido, la subjetividad se sabe a sí misma desde esa oscuridad, pero paradojalmente con más justa lucidez que nunca, pues es sólo entonces, en ese “perfecto encuentro” en el que ahora consiste el ser, y justamente porque este encuentro no es más que la experiencia de una “presente ausencia”, cuando se le abre a la subjetividad el enigma de su propio ser. Un enigma cifrado en su sentido del misterio, en su conciencia de culpa y en su libertad de elección, que valen tanto como manifestaciones negativas de lo otro, de lo infinito, en la finitud misma. O como escribe Vassallo, subrayando lo que ha sido ahora de aquella conciencia hipertrofiada que en su divina autosuficiencia no sabía nada de la alteridad: “Misterio, culpa y libertad son el pliegue nocturno de la subjetividad infinita en uno”. En adelante, la subjetividad se dedicará a su finitud, viviéndola en vigilia como “preservación y pudor esforzado del ser”.
El esquema cuatripartito del itinerario aparece todavía en un curso de 1940, acerca de la razón y el racionalismo (III, pág. 109 ss.); aunque me limitaré a algunas indicaciones para el lector interesado en profundizar en el tema. Con diferencias de contenido, el curso es caracterizado como el “itinerario de la concepción de lo metafísico” (III, pág. 160), siendo “la razón” y no la subjetividad su personaje central, no obstante lo cual el orden de las cuatro clases se corresponde mucho con el de las etapas del ensayo de 1939. La primera clase no trata del realismo, ni de una objetividad omnímoda, sino del logos objetivado según Platón, anticipándonos el enfoque de 1941 que vamos a comentar en seguida. Las clases segunda y tercera, en cambio, dedicadas a Kant y a Hegel respectivamente, mantienen intacto el esquema previo; mientras que en la última (en apéndice), el lugar de Descartes es ocupado por un abordaje exploratorio de Heidegger, aunque preservándose la intención – dubitativa y a la larga insatisfecha – de hallar ahí elementos para una formulación de lo que ocurre con la razón en la subjetividad que se sabe finita. La idea guía del curso, si cabe resumirla así, es la siguiente: la razón ha sido el marco tradicional en el cual se ha planteado la cuestión de la verdad como cuestión central del filosofar, pero finalmente, luego de la conversión kantiana de la metafísica en ética y del infinito retorno hegeliano a la inmanencia, la exigencia racional de lo absoluto se revela como el llamado de una trascendencia constitutiva del fundarse de la subjetividad en la veracidad de su propia finitud. Arriesgando todavía una fórmula, digamos que el verdadero personaje de esta historia, largamente oculto tras la máscara de la razón, no sería sino la trascendencia.
Pero retomando nuestro propio plan de ruta, el tercer texto en el que nos inte-resa detenernos un poco más, titulado “Sobre los modos de entender el punto de partida del filosofar” (I, pág. 409 ss.),[50] supone, a diferencia del primero, una distinción más rigurosa entre maneras de concebir la conciencia y maneras de empezar por ella. Por otra parte, aunque Vassallo nos indique aquí que “la filosofía se realiza constantemente como una vuelta a la pura interioridad”, no desarrolla esta idea en la forma de un itinerario. Ambas diferencias se comprenden mejor desde una confrontación con Hegel, según veremos. Pero examinando antes la perspectiva de este ensayo, tenemos que Vassallo, para introducirnos en el tema, hace una reivindicación general del asombro, citando a Platón y a Aristóteles, y rescatando de este último que la filosofía, al igual que el hombre libre, tiene su fin en sí misma. El primer modo de entender el punto de partida del filosofar consistiría, desde Platón, en identificar en la conciencia aquellos contenidos acordes con las determinaciones esenciales de la realidad, y que por eso mismo serán llamados “racionales”. A diferencia de lo que ocurría en la primera etapa del itinerario, donde la subjetividad ni siquiera ha despertado al filosofar, y sin hacer esta vez ninguna referencia polémica al realismo, Vassallo se limita a hacer una rápida contraposición entre lo natural y lo espiritual, para situar este primer modo de empezar a filosofar a un nivel donde tal polémica resultaría estéril. El segundo modo no nos presenta novedades, pues se trata básicamente del planteo kantiano, más radical y exigente, para el cual aquella adecuación de la razón a la realidad pasa a ser una suposición infundada y aporética. Con Kant, en efecto, no hay mundo sino para un sujeto ordenador en el que residen incluso las condiciones de posibilidad del objeto. Pero el tercer modo, en cambio, no se corresponde con las respectivas instancias ordinales de los textos precedentes, sino con la última de ambos. Más aun, no hay en este texto ni una palabra que aluda a Hegel, aunque no es difícil comprender lo que ocurre: según el enfoque del ensayo, Hegel queda ubicado junto a Platón y Aristóteles, porque no hizo otra cosa que llevar la adecuación entre lo racional y lo real a una identidad completa, y porque el saber absoluto en el que esto se consumaría, no es un punto de partida sino de llegada. Lo interesante está más bien en preguntarse por qué Vassallo adoptó este otro enfoque; cuestión que nos remite a la confrontación que practicaremos en seguida. Por el momento notemos que el tercer y último modo de entender el punto de partida del filosofar es presentado nuevamente bajo el signo de Descartes (y no de Heidegger), en quien podrán hallarse resonancias de los anteriores, pero alterados y relativizados desde un nivel “más originario”, que es lo que cuenta. Lo decisivo de esta conciencia dubitativa reside en que su primera revelación no son sus contenidos, sean éstos adecuados a la realidad o no, y sean o no condiciones de objetividad, sino que es “ella misma como conciencia infeliz, finita”. Esto le acontece en tanto que se descubre en coexistencia con una infinita trascendencia, en cuya más lúcida aprehensión, sin embargo – y no obstante el errado camino “cartesiano” –, sólo podrá ahondar abocándose a la tarea de “establecer las categorías de la finitud”, y haciendo sobre todo de la filosofía misma “un modo de existir”.
Si nos atenemos a un orden cronológico, no podemos dejar de indicar que el itinerario reaparece en 1957, desde una perspectiva “ética”, en El problema moral (II, pág 15 ss.). Exceptuando su primer capítulo, que oficia de introducción, los restantes capítulos de este libro constituyen, en efecto, las etapas de un itinerario, con la salvedad de que la primera y la última del esquema cuatripartito están aquí desdobladas. Así, el capítulo titulado “Insensibilidad” se corresponde con el bajo realismo que, en nombre del placer o la utilidad, desconoce por completo la dimensión espiritual, mientras que “La gran moral del arquero” se ocupa de la “conformidad de la conducta con el ser” según el realismo intelectualista, dejando expresamente al margen el caso de San Agustín. Luego, el capítulo titulado “Sólo el deber”, está dedicado a Kant, así como el siguiente, “Intermedio: los que se olvidaron”, se centra en una crítica de la eticidad hegeliana. A continuación, “A la intemperie” retrata, en torno a Sartre, esa situación post-hegeliana donde la trascendencia ha quedado devaluada por un “heroísmo para la nada”; lo cual corresponde al instante de la última transformación, cuando la subjetividad recoge sus velas. Pero con referencias a Jaspers, y con el acento puesto más en la trascendencia que en la finitud – por lo mismo que la problemática está planteada más del lado moral que del lado metafísico – el itinerario concluye, en el capítulo “¿Y ahora qué?”, con una subjetividad cuya libertad es inseparable de su descubrimiento de la verdadera trascendencia.
Más adelante nos ocuparemos de la cuestión moral. Pero retomando otra vez nuestro plan de ruta, tenemos que el cuarto y último texto a examinar es a la vez el más distante de los precedentes (en la evolución de Vassallo) y el más teórico, según un planteo donde las referencias a filósofos de renombre pasan a un segundo plano. Ahora bien, para comprender mejor este giro, y el sentido en el que podemos seguir leyendo allí un cierto itinerario como justificación del filosofar -  hasta abrirnos a un nuevo sentido –, es oportuno detenerse con calma a observar antes en qué se distingue tal itinerario, según lo visto hasta aquí, de otros dos conocidos relatos a los que se asemejaría.
Por un lado, se recordará el primer discurso del Zaratustra nietzscheano, titulado precisamente “De las tres transformaciones”, donde el espíritu se convierte en camello, luego en león, y finalmente en niño. Sin embargo, el “vigoroso, resistente [tragsame] espíritu” con el que comienza Zaratustra su relato no tiene nada que ver con la fantasmagórica subjetividad con la que inicia Vassallo el suyo, aunque también ella, como el camello, se arrodille. Porque si éste se arrodilla para cargar con las cosas más pesadas, esa subjetividad enajenada lo hace para contemplar y adorar el objeto; de modo que tanto menos hallaremos coincidencias entre las restantes imágenes nietzscheanas y las etapas que atraviesa la subjetividad vassalliana. Ocurre que los ejes de cada relato son muy distintos: en el filósofo alemán se trata de la voluntad, que sería el atributo esencial del espíritu, mientras que en el filósofo argentino se trata de la conciencia como atributo esencial de la subjetividad, y aun como punto de partida del filosofar, por mucho que esto último admita modos donde la subjetividad sabe poco y nada de su interioridad. No faltan cuestiones en las que Vassallo coincide con Nietzsche, pero la que ahora nos ocupa concierne al gran trecho que hay entre el llamado a realizarse y el llamado a crearse a sí mismo. Como veremos luego, Vassallo considera explícitamente erróneo, en efecto, el desafío nietzscheano de hacer pender la propia voluntad sobre sí mismo. Y cotejando otros escritos, cabe decir que la cuestión de la voluntad conserva, a los ojos del pensador argentino, una impronta demasiado teológica, incluso cuando se la vuelve contra la religión. Esto explica, por ejemplo, su sutil rodeo crítico al exponer la alternativa que la acción, según Blondel, le plantea a la voluntad humana al cabo de su desarrollo dialéctico: querer lo infinito o querer infinitamente.[51] Pero si Blondel opta por lo primero, y Nietzsche por lo segundo (“Sí y amén” del eterno retorno), Vassallo rechaza la disyuntiva misma, pronunciándose, como sabemos, por la necesidad de mantenerse infinitamente consciente de la propia finitud.
El otro relato que nos interesa, y que sí asigna a la conciencia un rol protagónico, es el de la portentosa Fenomenología del Espíritu de Hegel, que por su parte constituye la paradojal vía de acceso a un sistema circular, su justificación, aunque a la vez se llegue a él, como señala Vassallo, “por un proceso, que es [para Hegel] la filosofía misma” (I, págs. 300-1  ). Ahora bien, a primera vista bastaría invertir el orden de las dos últimas etapas del itinerario de la subjetividad – en su versión cuatripartita – para obtener un esquema aproximado de la fenomenología hegeliana. Pero importa advertir cómo esa alteración está implicada en una diferencia completa entre los sentidos de ambos recorridos. Ante todo, porque en Hegel es ya siempre el espíritu absoluto el que hace su experiencia, mientras que en Vassallo es ya siempre una subjetividad finita la que cumple su itinerario, aunque cada cual asuma su auténtica naturaleza sólo en sus respectivas culminaciones. Como diría Deleuze, se trata de dos personajes conceptuales muy dispares que se alienan uno en el otro: la “conciencia infeliz” es para Hegel la figura (Gestalt) de la alienación del Espíritu en una conciencia individual desgarrada, mientras que para Vassallo, cuando esta conciencia se identifica a sí misma con tal Espíritu – o se considera felizmente inmersa en él – padece su más delirante enajenación. Además, la subjetividad finita de Vassallo sólo puede ser una mera figura, y experimentar el ser como espectáculo, mientras no ha completado su itinerario, al cabo del cual se descubre más bien desnuda; pues muy lejos de saberse absolutamente, su propio ser es enigma y potencialidad. O como señala nuestro filósofo en otro lugar, “lo propio de una subjetividad finita es que ese saberse [suyo] no sea actual, sino tendencia, apetencia; filosofía” (III, pág. 301). Lo cual significa entonces, entre otras cosas, que la subjetividad finita no es substancia. Frente a esto, el principio rector de Hegel, tal como se lee en el prólogo de su obra, es que todo lo verdadero (y real) sea pensado no sólo como substancia sino igualmente como sujeto. A su turno, Vassallo no cuestiona esta identidad, sino – implícitamente – la validez de sus términos: tras adorar el objeto, para atreverse luego a legislarlo y construirlo, tarde o temprano la subjetividad tenía que caer, como era lógico, en la tentación de apropiarse de la substancialidad del objeto; pero en rigor, la subjetividad sólo pudo “ser” para sí misma un sujeto mientras persistió equivocadamente sometida a sus relaciones con el objeto. Por eso es oportuno subrayar que, exceptuando a lo sumo sus primeros estudios sobre otros filósofos, Vassallo jamás emplea de manera indistinta los vocablos “sujeto” y “subjetividad”, sugiriéndonos que este último no indica, en su propio pensamiento, la cualidad meramente abstracta de algo, sino más bien esa abierta y siempre muy personal apetencia de realizarse que no puede cuajar nunca en algo, y mucho menos como figura, pues su “esencia” – su reincidente desfigurarse, su ser libre – no es sino ese vivir así en la finitud, en la conciencia de una trascendencia que nada tiene tampoco de substancial. En términos de mutación de uno en el otro, cuando menos tendríamos que decir entonces que la subjetividad es el “sujeto” que, desfigurándose, se ha vuelto cuestión metafísico-moral para sí mismo.
Para que haya fenomenología, en su sentido hegeliano, es necesario que al final esté el saber absoluto, de manera que el itinerario vassalliano no es una fenomenología que tan sólo hubiese trastocado y simplificado la secuencia de algunas figuras. Y por cuanto implica una crítica al racionalismo en general, incluido el panlogismo hegeliano, este itinerario tampoco podía constituir un proceso cabalmente dialéctico: no hay para Vassallo nada semejante a una superación de la oposición entre lo finito y lo infinito, mucho menos bajo la forma de una identidad “final” entre lo real y lo racional, condición necesaria para que el desarrollo previo sea retroactivamente concebible como un despliegue dialéctico, y viceversa. O como indicaba Vassallo en el curso de 1940 que hemos referido al pasar: “según el espíritu de la filosofía de Hegel, precisamente porque la razón es dialéctica, y solamente si es dialéctica, puede llegar a constituir y cerrar la serie entera de las condiciones (que constituye lo incondicionado), que viene a ser lo mismo que lo absoluto” (III, pág. 150). Y si la fenomenología de Hegel quiere valer como justificación de una filosofía entendida como “ciencia”, incluyendo una superación de la moralidad en la eticidad (y así de lo individual en lo social), el itinerario de Vassallo quiere valer como justificación de una filosofía entendida como sabiduría heroica, propiciando más bien una moralidad del propio deber ser. Por lo demás, sin duda que la subjetividad es el principal personaje conceptual de Vassallo, pero cumpliendo a la vez, al menos en textos como en el que nos relata sus transformaciones, una función en cierta manera opuesta a la que le adjudican Deleuze y Guattari a tales personajes:[52] la subjetividad aparece allí personificada de tal modo que busca despojarse de su función conceptual para valer sólo como un índice personal que queda forzosamente abierto, pues sin dejar de ser una insinuación autorreferencial del autor, nos señala a la vez a todos. A diferencia del “cada cual” del Dasein heideggeriano, esta personificación del concepto es una de las principales tácticas discursivas de Vassallo para que cada lector se descubra aludido, para incitar en él su propia vigilia. Algo similar ocurre todavía, aunque en menor medida, en el ensayo sobre los modos de entender el comienzo del filosofar, donde lo personificado es por momentos lo que ahí se llama espíritu, o la filosofía misma, que en definitiva son a su vez otros tantos nombres de la subjetividad.
En 1940, Miguel A. Virasoro afirmaba que Vassallo, en su ensayo sobre las transformaciones, narra “la aventura íntima de su subjetividad, que es también la peripecia intelectual más honda que ha sufrido toda su generación filosófica, formada en el criticismo y poseída y obsedida por la ‘gran tentación’ del idealismo absoluto”.[53] Donde dice “su generación”, bien podría haber dicho “nuestra”, como si sólo elípticamente se diera también por aludido, cuando lo cierto es que nadie en la Argentina experimentó con mayor fuerza y por más tiempo que el propio Virasoro la tentación hegeliana, no obstante los reparos que le opuso desde el inicio. Y tanto más interesante resulta entonces que el itinerario de la subjetividad admita ser leído como expresión de una conciencia histórico-filosófica de tal generación. Sin embargo, no vamos a analizar ahora hasta qué punto esta apreciación de Virasoro es justa y esclarecedora, pues son otras las cuestiones que nos importa desgajar. Por un lado, porque si acentuamos que se trata de la “aventura íntima” de Vassallo, esto significa que él mismo habría pasado de alguna manera por la tentación hegeliana. En la conferencia que Vassallo le dedica al filósofo alemán en 1931, en ocasión del primer centenario de su muerte, se observa, en efecto, una interpretación reivindicadora del idealismo de Hegel, pero como “una filosofía de la vida” (I, pág. 310)[54] vinculada al romanticismo, y en general no sin cierta desfiguración que delata a la vez otra búsqueda: el “hegelianismo” que en ese tiempo apreciaba Vassallo era ya un poco más suyo que de Hegel, aunque el filósofo argentino no lo advirtiese todavía con toda claridad. Además, en medio de esa ambigüedad hallamos una tesis que no implica su adhesión, y que desde sus escritos posteriores resuena como una alerta: “El historicismo de Hegel deriva de su racionalismo” (I, pág. 319). Pero por otro lado, aun cuando Vassallo haya conocido la mencionada tentación, según puede colegirse también de una página testimonial de 1970,[55] la segunda cuestión que nos interesa concierne justamente al historicismo, sobre todo si el itinerario no se limita a reflejar la evolución de su generación, sino que ofrece el guión de una alterada “historia” general de la filosofía. En este sentido, no sería del todo casual que el tercer centenario del Discurso del método le haya dado a Vassallo una ocasión perfecta para su lectura no racionalista de Descartes en tanto que lectura no menos desafiante frente al paradigma historicista de Hegel. En todo caso, esta otra cuestión nos permitirá entender mejor por qué Hegel aparece referido en el itinerario, por qué en un momento previo al de un Descartes consciente de su finitud, y por qué desde el tercer texto comentado Hegel desaparece del itinerario (exceptuando ese alto o desvío en el camino de “los que se olvidaron”, en El problema moral) junto a la presunta disolución del itinerario mismo en un planteo más teórico.
Volviendo entonces a la confrontación, ante todo tenemos que si en Hegel el espíritu universal, o la Razón, tiene en el mundo el gran teatro de su historia, en tanto que la filosofía consistiría en la progresiva elevación a concepto de tal devenir, la subjetividad vassalliana, en cambio, sería más bien un personaje sin escenario, pues sus transformaciones no tienen lugar en el mundo sino solamente en su conciencia, incluso cuando cree legislar el mundo o ver en éste una manifestación suya. De hecho, en su ensayo sobre los distintos puntos de partida del filosofar, Vassallo previene que ninguno de ellos es un momento histórico sino espiritual, “un momento que puede darse siempre” (I, pág. 416). En suma, en los textos de Vassallo no hay, propiamente hablando, ni filosofía de la historia ni historia de la filosofía. Además, si para Hegel nadie puede ponerse por encima de su época, Vassallo afirmará, en cambio, que nos interesamos en libros de historia justamente “para sacarnos de encima la historia” (III, pág. 336), mediante el diálogo con grandes existencias singulares de cualquier época.[56] La historia de la filosofía en especial no puede ser concebida, a los ojos de Vassallo, como el recorrido pensante de un espíritu universal, pues más bien “nos muestra en toda gran filosofía una ineludible presencia de la individualidad del filósofo” (I, pág. 428). Lo cual probaría así que la historia entera está o debe estar al servicio de la realización de la propia individualidad, y no al revés. O como indica Vassallo en otro lugar: “El problema de la historia no es sino un aspecto del problema de la individualidad” (I, pág. 390).
Pero al margen de la historia general, a primera vista sigue siendo posible leer las cuatro etapas del itinerario como criterios básicos para una “historia de la filosofía” que no se limitaría a considerar los puntos de partida del filosofar, sino también sus consecuencias últimas, y que no se ajustaría a la cronología del mundo. A grandes rasgos, esta historia vassalliana comenzaría, entre otros, por los positivistas, Aristóteles y Platón, en ese orden, para seguir con Husserl y Kant, pasando luego por Parménides y el idealismo alemán, hasta culminar con Descartes, San Agustín y Kierkegaard. ¿Pero por qué Vassallo no intentó una tal historia, y ni siquiera desarrolló más detalladamente ese esbozo? Pienso que la respuesta se articula en dos partes. En primer lugar, porque esa historia tendría que consistir en una secuencia ordenada de subjetividades filosóficas, pero esto resultaría prácticamente imposible, pues algunos filósofos transitaron dos o más etapas del itinerario. En segundo lugar, porque lo que implica el itinerario como reapropiación del lenguaje “histórico” desde una subjetividad fuertemente reafirmada, es más bien una impugnación de la historia como condición y medida de maduración filosófica. Bien entendida, de la concepción de nuestro filósofo podría decirse que en este aspecto tiene un sesgo posmoderno; y aunque su enfoque sea distante de una historia de inspiración nietzscheana como la elaborada por Michel Foucault, recordemos que los últimos trabajos del pensador francés están centrados justamente en el cuidado de sí, en la realización de un sí mismo cuya transformación es condición de su acceso a la verdad, y que quedarían entonces por explorar allí posibles convergencias con Vassallo.[57] En cualquier caso, los quiebres, los saltos y ciertas “consideraciones intempestivas” resultarían inevitables en lo más parecido a una historia vassalliana de la filosofía. Es lo que ocurre en Retablo de la filosofía moderna, que casi respeta una cronología histórica, pero que no por eso deja de ser un retablo, una colección discontinua donde cada “figura”, sin menoscabo de puntos de proximidad entre ellas, trasunta un mundo personal entero. Más aun, el libro se abre con un ensayo sobre Leonardo da Vinci – normalmente considerado un exponente mayor del renacimiento – donde, no obstante la sincera admiración profesada a ese genio desconfiado de la metafísica en tanto que “pura construcción abstracta o imaginaria”, entrevemos la primera etapa del itinerario, pues los escritos de Leonardo, nos advierte Vassallo, “no conocen el acento de la vida interior” (II, pág. 86). Nada impide tampoco que luego San Agustín aparezca allí junto a Descartes, ni la intempestiva conclusión de ese otro ensayo: “podemos leer agustinianamente las Meditaciones de Descartes, al paso que no podríamos leer cartesianamente una sola línea de San Agustín” (II, pág. 116). Por lo demás, la modernidad anunciada en el título del libro se extiende hasta Blondel y Bergson, sin atenerse al canon dominante (al menos para la época de su primera edición) según el cual la filosofía posthegeliana sería más bien contemporánea. Al fin y al cabo, ya en 1933, en su ensayo sobre Spinoza – que no es allí el de la identidad entre el orden ideal y el orden real, sino el que traspuso a la exterioridad una ética de la interioridad –, escribía Vassallo: “Espigador, por puro gusto, del campo de la historia de la filosofía, adonde me siento empujado por la urgencia de mis propios problemas, no encuentro inconveniente en desertar, a veces, algunos caminos muy seguidos, para hacerme un sendero que yo pueda transitar” (II, pág. 131).
En este sendero fue madurando Vassallo la justificación de su filosofía; una justificación que necesariamente tenía que expresarse en criterios de clasificación y evaluación de otras concepciones, como vimos en el itinerario de la subjetividad. En su forma alegórica de transformaciones, este itinerario constituye un contra-discurso del hegelianismo, y por eso no es casual que allí, a diferencia de lo que ocurre en sus restantes versiones, el personaje excluyente sea la subjetividad misma como inasible “concepto” que a la vez remite al autor y a cada lector. Sin embargo, el itinerario como tal no queda sometido a esa función polémica, e incluso reclama una formulación más teórica donde el hegelianismo, rival mayor en la dura querella sobre lo espiritual, ya no puede tener lugar; pues una justificación autónoma de la filosofía vassalliana, lejos de tomar algún punto de apoyo en Hegel, supone situarse de antemano y por completo fuera de él. En otras palabras, el texto sobre las transformaciones realza magistralmente la veracidad de la subjetividad finita mediante el relato de su errancia previa por enajenaciones extremas, incluida por ende y sobre todo la alucinación absoluta. Pero salvando ese realce, tal peregrinar alegóricamente de facto, biográfico e “histórico”, no implica que la subjetividad tenga que errar también de iure para justificar su veracidad. Y en rigor, la paradoja de esta justificación – ocurre en cualquier otra filosofía con sus conceptos esenciales – reside en que la subjetividad tiene que mostrarse a su vez como aquello primero desde lo cual y para lo cual todo lo demás, en la medida que le corresponda, tiene su sentido y su justificación.
En “Los grados de la conciencia” (II, pág. 271 ss.),[58] en efecto, el itinerario ya no transcurre como una errancia de la subjetividad, ni como una sucesión jerarquizada de los puntos de partida del filosofar, sino que se interioriza según un esbozo antropológico de la estructura de la conciencia en tres grados. Sin menoscabo de la oscura “solidaridad” entre lo espiritual y lo corporal, Vassallo sostiene ante todo que sólo con la conciencia de sí mismo “emerge la subjetividad, un saberse que es a la vez saber y ser”. El primer grado de la conciencia, no obstante, es la conciencia de la exterioridad de las cosas o “conciencia de” en la cual se fundan la inteligencia práctica y la ciencia, entre otros quehaceres. El segundo grado es la “autoconciencia”, una evidencia que muchos, sin embargo, “viven y mueren sin haberla realizado nunca”, pues esto supone desarrollar las actividades reflexivas que en ella se fundan, tales como la lógica, el pensamiento crítico, la libertad ética y la libertad existencial. Pero notemos que así como la “conciencia de” no aparece comprometida con el realismo ni con el platonismo, la autoconciencia tampoco es asignada al kantismo. Vassallo previene: la autoconciencia no es “forjadora del mundo” ni “autoconciencia trascendental”. Atribuciones de esta índole serían, a lo sumo, interpretaciones cuestionables, mientras que ahora se trata de distinguir los principales tipos de conciencia, conforme a distintas actividades humanas, y en tanto que grados hacia la realización de sí mismo. Más aun, esta realización sólo es cabalmente humana en un tercer grado que se nos da en “inmediata prolongación” de la autoconciencia, pero para excederla en “una revelación más alta”; sin que por eso deje de ser una conciencia “mía”, y lo sea incluso más entrañablemente que aquélla. Sin embargo, queda en entredicho la posibilidad de caracterizar y justificar esta “conciencia desde” de un modo teóricamente satisfactorio: “No ignoro – escribe Vassallo – que pueda haber razones para dudar de que la ‘conciencia desde’ sea distinta de la autoconciencia”. Admite igualmente que la relación entre la “conciencia desde” y el cuerpo “es muy difícil de pensar”; y es entonces cuando rechaza de plano cualquier explicación dialéctica. Por lo demás, así como la autoconciencia no es patrimonio kantiano, la “conciencia desde” no implica que el Ser sea conciencia, ni que el yo sea partícipe de una conciencia infinita, pues se trata más bien de “una instancia última a la que se diría que de algún modo uno regresa, recogiéndose en ella”. Si tuviésemos que valernos de esos términos, acaso podríamos decir que el yo singular mismo se transforma en una conciencia infinita y transida de ser, pero como conciencia y ser de la propia finitud. Y si en Hegel el Concepto se devora todo, aquí regresamos a una subjetividad desnuda de todo concepto, rehusando explicaciones, aunque en cierta manera se deje describir. De hecho, Vassallo reafirma las “evidencias” que bien podemos calificar de intuitivas y que le permiten defender la diferencia entre la autoconciencia y la “conciencia desde”, pero prefiriendo ilustrar tales evidencias no desde su propia experiencia sino con algunas líneas de Amiel que comentaremos en el siguiente apartado.
Con el rechazo de la dialéctica, Vassallo sugiere, en ese mismo ensayo, que incluso la idea de caída sería preferible – al parecer porque, entre otras cosas, preservaría el vínculo entre individualidad y eternidad –, y elogia a Pascal como “más penetrante” que Hegel, pero admitiendo que la idea de caída, aunque fuese “más razonable”, no puede justificarse de manera crítica, racional. En otras palabras, ocurre que con la trascendencia, tal como ella se revela para la “conciencia desde”, en el linde de la finitud, asistimos al linde entre lo problemático y lo misterioso. Asoma así la mística – Vassallo lo indica en otro lugar, refiriéndose a este ensayo (II, págs 289-90) –, pero para quedar no menos desestimada que la dialéctica, y nuestro filósofo señala incluso que la cuestión tiene, en definitiva, una respuesta práctica, moral. Pero este reconocimiento de los límites de lo teórico no significa que la “conciencia desde” pierda validez, sino más bien que vale por sí misma, de manera semejante a aquella elevada visión final desde la cual, según el Wittgenstein del Tractatus, todo lo afirmado previamente allí no es más que una escalera que hay que arrojar, aceptando además que, de lo que no se puede hablar, mejor es callarse. Nuevamente en contraste con Hegel, el devenir previo no es constitutivo del resultado; y en rigor, no cabe hablar de la “conciencia desde” como resultado. Más bien observamos que la idea del itinerario se desdobla, puesto que, por un lado, adquiere el carácter vertical de los grados de conciencia que transitamos acaso cotidianamente, ya sea que la “conciencia desde” irrumpa o no con pareja frecuencia, y al punto que el itinerario parece diluirse en un ir y venir entre esos grados, si no en su simultaneidad. Pero por otro lado, sólo los jalones de la “conciencia desde” trazan a su vez el itinerario del incesantemente renovado regresar a sí misma de la subjetividad, de su verdadero realizarse. Y en este segundo sentido, el itinerario no apunta a justificar el principio o el punto de vista de una cierta filosofía, ni a localizarlo en la estructura general de la conciencia, sino que constituye la singular peripecia subjetiva de un vivir-filosofar, de un ser-saber, en el cual todo teorizar y justificar hallan su origen y su sentido últimos. De ahí que la imagen del itinerario, en su valor de pauta elemental de todo filosofar, propio o ajeno, aparezca en varios lugares a lo largo de la Obra vassalliana. La vemos no sólo en prólogos – los de Nuevos prolegómenos a la metafísica, El problema moral y Retablo de la filosofía moderna –, en el título del opúsculo que incluye “Los grados de la conciencia” – Notas de un itinerario casi metafísico –, y en ciertos ensayos de carácter acentuadamente personal, sino también en escritos acerca de otros pensadores, sea Blondel, Marcel, Korn, San Agustín, Descartes o Platón. Y como quedó señalado, los capítulos de El problema moral se suceden igualmente como etapas de un itinerario.

5. “Conciencia desde” y naufragio

Comentando la dificultad de distinguir entre la autoconciencia y la “conciencia desde”, Rafael Virasoro escribía: “Vassallo no está muy seguro de que se pueda establecer objetivamente esta distinción”.[59] Por lo que vimos, al parecer no habría más que asentir; y sin embargo, puesto que en torno a esta cuestión Vassallo no emplea términos como “seguro” y “objetivamente”, el lenguaje de Virasoro nos permite advertir que la respuesta está ya, en parte, en su propia frase. En efecto, Vassallo no podría pretender una distinción objetiva o verificable entre grados de la conciencia, ya que éstos son justamente modos de ser de la subjetividad; al tiempo que la sola “seguridad” con la que cuenta está en la intuición, pues la seguridad teórica, la del orden discursivo de las razones, es precisamente la que la propia “conciencia desde” ha tornado pueril. Más aun, esta conciencia nos deja “en medio de un desierto” donde la metafísica como disciplina se queda sin “las palabras y los conceptos” (II, pág. 262); mientras que el vivir se convierte en un estar-verse embarcado en la existencia. La otra parte de la respuesta se pierde quizás en ese desierto, no obstante lo cual querríamos preguntar: ¿por qué Vassallo no precisa a qué se refiere el “desde” de la “conciencia desde”? Si la preposición admite un complemento, éste tendría que ser la trascendencia: es desde ella que soy o puedo ser infinitamente consciente de mi finitud. Sin embargo, si no se trata de una conciencia que yo tenga, como quien tiene vista en los ojos, sino que de algún modo la soy, ¿acaso yo mismo sería de algún modo infinito? En un escrito anterior, Vassallo nos habla de una “conciencia angustiosa de la temporalidad” en la que se daría a la vez, como “presencia” superadora de la muerte, una “vigencia de lo eterno en nosotros” (I, pág. 338). Y al margen de que esta eternidad se torne más esquiva en ensayos posteriores, también o cuando menos lo infinito se hallaría vigente en nuestra finitud. Sólo que esta infinitud persistiría como un pliegue nocturno, pues la trascendencia consistiría en un “más”, pero no fuera de mi finitud, sino en su linde exacto, como una oscuridad abismal. ¿Pero cómo es posible ser consciente de sí mismo desde esa oscuridad? El “desde” de la “conciencia desde” no se deja precisar, nos lleva a la penumbra; y entonces “trascendencia” podrá ser el complemento de la preposición, pero como un complemento, en rigor, innominable, inarticulable. Tanto más si esa conciencia es experimentada no ya del lado teórico o problemático, sino del lado del misterio de mi propio destino.
Sin embargo, queda otra lectura donde la función del complemento está asignada a mi propio vivir: cualquiera fuese el lugar o el abismo de esa conciencia, es desde ella que me veo vivir, y de modo que este “ver” ya no es reflexivo, como en la autoconciencia, ni lo es de un “espectáculo”, o no al menos como si el enigma de mi estar en el mundo – y no simplemente este estar – pudiese aún ser objeto de teoría, de un mirar desinteresado y seguro de sus verdades, sino percepción de mi “indigencia”, de la diferencia entre mi ser y mi deber ser. Esta es la lectura que nos sugieren las palabras de Amiel citadas por Vassallo: “Mi privilegio consiste en asistir al drama de mi vida; en verme, por decirlo así, en la escena desde la platea, de ultratumba en la existencia” (II, pág. 276). La cita, que omite líneas intermedias, continúa un poco más, salteando otras líneas, para pasar a las referencias de Amiel sobre Hamlet y la vida pública; pero el cotejo es pertinente para entender por qué Vassallo reconoce allí sólo parcialmente lo que él llama “conciencia desde”. Porque para Amiel se trata de una conciencia que le revela el secreto de lo tragicómico del vivir, como si un poeta burlón – haciendo las veces de un dios o un demiurgo – se lo hubiese confesado, pero sin que nada exima a Amiel de retomar su “modesto empleo de lacayo en la obra”; y en esto radica su alusión a Hamlet, así como al doblaje hipócrita (Doppelgängerei) entre el actor y su personaje.[60] En esta línea, Amiel estaría entonces próximo de cierto Nietzsche y de Luigi Pirandello.[61] Pero si parece claro que la “conciencia desde” del propio Vassallo, más cercana a la experiencia mística, no acuerda bien con un tono tragicómico, ¿por qué Vassallo rescata, sin embargo, las últimas líneas del pasaje, donde Amiel señala “el disgusto por la vida pública”, como abrevia en su traducción, evitando mencionar el “disgusto de la vida real” que también señala el pensador suizo? Tomar distancia del “pathos romántico” de Amiel, como aclara tras citarlo, e indirectamente de una visión tragicómica, resguardaba a Vassallo de equívocos frente al absurdismo y al existencialismo sartreano, en la medida en que éstos, a su juicio, rechazaban toda trascendencia y tornaban así imposible la moralidad, como veremos más detenidamente. Pero por otra parte, así como en un ensayo anterior ya indicaba que la trascendencia, lo otro de la subjetividad, “no tiene vida pública” (I, pág. 369), ahora vemos que esta vida, por consiguiente, no puede sino serle molesta – sin llegar a repugnarle, según escribe Amiel –, en tanto que en ella la trascendencia queda no menos ignorada o tergiversada. De modo tal que, para Vassallo, la vida “real”, como itinerario metafísico-moral de la subjetividad, transcurre en la presente ausencia de una trascendencia que le concierne en su propio ser individual, pero justamente por eso, al margen de la publicidad y de la moral social o eticidad.
Aquí tocamos un punto delicado, pero antes cabe preguntarse: ¿Por qué entonces Vassallo eligió citar a Amiel, en lugar de  recurrir a los versos de algún místico o metafísico, o de ofrecernos una descripción de su propia experiencia? Vassallo nos habla de la plasticidad del pasaje de Amiel, y entendemos que prefiera evitar las abstracciones de los lenguajes metafísicos, siempre propensos a teorizar, mientras que la voz de un místico se prestaría a los equívocos religiosos de ensayos anteriores, y también quiere evitarlos. Pero Vassallo desestima expresamente, además, que sea oportuno referir su experiencia personal, y es aquí donde se concentra toda la cuestión. Porque, en efecto, no hay manera de salvar el abismo discursivo que se abre entre la necesidad de mostrar la validez filosófica de la “conciencia desde” y su índole absolutamente personal en tanto que “ver siendo”. Y la mayor paradoja está en verse, en el cotidiano estar en el mundo, como disuelto en la impersonalidad, en lo que Heidegger llamaba el “uno” o “se” (das Man), pero sin que el análisis de esta cotidianidad pudiese jamás aportarme un saber de mi propio destino. “Me siento anónimo, impersonal, la vista fija como la de un muerto”, escribía también Amiel, como recuerda Vassallo en otro lugar (III,  pág. 287). Además, toda descripción filosófica de tal conciencia, no obstante su eventual elocuencia, será siempre expresión de una vida ya ella misma esencialmente filosófica e impregnada así de valoraciones que nadie más aceptará en todos sus matices. En definitiva, cada cual está solo en esa conciencia suya, y esta exclusividad es tan inherente a su existir como al “privilegio” de verse existiendo. Cualquiera fuese el inverificable número de los heroicos náufragos, solamente la paradojal comunicación en la cual unos “comparten” sus soledades con los otros, sería el delgado índice de su validez filosófica. Una suma de testimonios no nos permitiría más que la observación de ciertos denominadores comunes muy formales y generales, como los que expone Vassallo con extrema cautela. Por eso, si el filósofo argentino se contenta con el testimonio de Amiel, se debe a que es uno de los que siente más afines, y porque siendo tan imposible como improcedente una justificación estrictamente teórica de su experiencia personal, pero rehusando a la vez que su validez quede restringida al dominio de lo psicológico, no tiene más opción que ofrecer al lector una breve ilustración ostentativa, invitándolo a despertar o volver a despertar su propia “conciencia desde”.
Sin embargo, puesto que la visión filosófica de Vassallo se desarrolló a la luz de su propia “conciencia desde”, y aunque ésta no se deje reducir a concepto, no podían faltar en los escritos del filósofo ciertas metáforas en las que nos describe o nos insinúa su descripción. En este sentido, uno de los testimonios más contundentes está en las primeras líneas de “Estamos embarcados” (Elogio de la vigilia), un breve ensayo donde la “conciencia desde” es llamada conciencia primordial – también existencia y pavor primordial. Pero aunque no nos detengamos en esa página, optando por un cotejo más amplio, parece llegado el momento de prestar atención a ciertas metáforas de Vassallo. Ya hemos observado, por ejemplo, que la imagen del desierto simbolizaría un enmudecer del saber teórico, la carencia de conceptos, pues cuando este saber, habituado al ser como espectáculo o paisaje exterior, intenta ver en la trascendencia, no puede distinguir allí nada, por mucho que la luz de la razón lo ilumine todo. A su turno, la desnudez de la subjetividad sería la imagen de una existencia que se sabe enigma, no substancia ni figura, sino apetencia de ser, filosofía. Y en cuanto la razón teórica declina sus pretensiones, al tiempo que el enigma se torna pavor, el desierto deviene la noche oscura en la que la subjetividad percibe los pliegues de lo infinito en su propia finitud: misterio, culpa y libertad. Pero hay dos imágenes que parecen contrariarse y que nos interesan para una mejor comprensión de la cuestión moral; porque aunque el naufragio no sea una imagen recurrente en Vassallo, sino ocasional y con matices distintos, hay un lugar clave donde nos dice: “El que ha puesto su habitación en el asiento de la vigilia siente faltarle bajo los pies el mundo de la conciencia natural, sin poseer plenamente, tampoco, el ser participado en la nueva conciencia que es la vigilia. (…) Así el hombre existente en la vigilia (…) vive náufrago y a la vez piloto seguro en el ser” (I, pág. 348). ¿Pero cómo es esto posible: estar embarcado en la existencia y naufragar a la vez? En aquella otra página del mismo libro nos decía además que estar embarcado es “estar forzado a avanzar, sin saber bien adónde, y sin poder arrojarse por ninguna borda” (I, pág. 329). ¿En qué sentido, entonces, naufraga el navegante que se ha vuelto vigilante?
Aquí es oportuno recordar que las metáforas no sólo pueden condensar verdades rigurosas aunque situadas a la vez fuera de los alcances de los conceptos, sino que, además, la riqueza expresiva de no pocas metáforas está codificada por saberes a veces milenarios, en un juego interminable de variaciones, y de manera tal que la oportunidad de una de estas variantes se aprecia mejor desde las resonancias de otras. Es lo que ocurre con la metáfora del naufragio, como ha mostrado Hans Blumenberg,[62] aunque para el caso que nos ocupa nos acotemos a dos antecedentes, en Kant y en Nietzsche. En el primero se trata de una imagen a la que alude el propio Vassallo: en Kant, nos dice, “la razón teórica recorta, aparencialmente, ‘una isla de precisos contornos en un mar de misterio’” (II, pág. 49). En ese mar irá a internarse la metafísica, haciéndose cargo de la cuestión moral. Pero la variación vassalliana – que respecto de Kant sería una desfiguración – reside en que lo aparencial, para el filósofo alemán, no está en ese recorte, sino en el mar: la isla es el lugar del conocimiento seguro, más allá del cual imperan las ilusiones.[63] En todo caso, si la ética kantiana nos descubre la interioridad y la primacía metafísica de la libertad, pero “naufraga en la legalidad”, como escribe Vassallo en otro lugar (I, pág. 457), esto se debe a que la razón aún cree poder legislar la conducta y darle un sentido en medio del mismo mar donde fracasara la metafísica de puros conceptos, sin advertir que allí pierden competencia también sus fueros legalistas, tornándose así irrisoria y vana incluso la seguridad de la isla.
Esta es la situación que nos lleva a Nietzsche, cuyas imágenes náuticas no aparecen referidas por Vassallo, pero tienen antecedente común en Pascal. El desafío de apostar que éste nos plantea, “vous êtes embarqué”, ya no admite, en efecto, la moral provisional de Descartes, ni el escepticismo de Montaigne, pues no es posible quedarse mirando la vida desde un puerto: vivir es estar ya en alta mar. Pero Pascal nos sugiere que si nos dejamos guiar por la fe, tras el horizonte alcanzaremos la infinita morada de la eternidad, mientras que para Nietzsche ya no queda ninguna tierra firme, el mar mismo se ha revelado infinito, y el naufragio resulta irremediable.[64] No muy distinto es al respecto el mensaje de Vassallo, aunque inmediatamente difiera de Nietzsche, quien toma el rumbo de la voluntad, la creación de valores y el eterno retorno, mientras que Vassallo experimenta su travesía, su itinerario, como realización atenta de un ser propio cuyos signos debe descifrar, por así decirlo, en las olas del mar. Pero rescatemos de Nietzsche algo más que Blumenberg no considera y que a nosotros nos ofrece otra analogía sugerente; porque al iniciarse la tercera parte de Así habló Zaratustra, éste, que vivía en las montañas, no sólo ha aprendido que ellas “vienen del mar”, sino que se embarca, y al tercer día de navegación les habla a los marinos: “A ustedes, buscadores y escudriñadores osados (…), a ustedes, los ebrios de enigmas (…), solamente a ustedes les cuento el enigma que yo vi, la visión del más solitario”. [65] Este enigma indescifrable es el del eterno retorno, y Zaratustra lo cuenta en alta mar, a oídos que sabrán escucharlo.
Ahora bien, en Vassallo, su enigma no lo es para otros, sino para él mismo, es el enigma de su propio deber ser, cifrado en una eternidad esquiva, en una presente ausencia; pero de manera análoga a Zaratustra, tampoco él puede insinuarlo sino en metáforas, sabiendo además que está profundamente solo en su vigilia, y que no lo comprenderán quienes no hayan experimentado el pavor de estar embarcados. Tampoco para Vassallo hay puertos, ni tierra firme, y por eso estar embarcado no se distingue de vivir náufrago. Pero no cualquiera naufraga, sino aquél que se sabe embarcado. O como expresa también Vassallo en otro lugar: al ser mismo del hombre en cuanto tal le es inherente “el riesgo de perderse” (I, pág. 351). El plural de “estamos embarcados” no tiene un valor meramente descriptivo, sino propositivo, aunque no por eso equivalga a un “embarquemos”, pues se dirige a quienes estén dispuestos a saber de qué se trata, descubriéndose ya embarcados, y a quienes ya lo sepan de algún modo, pero en imágenes acaso menos certeras. Por otra parte, el “nosotros” de la propuesta no es un pronombre tácito, sino que no tiene cabida, pues la condición que nos iguala, el naufragio, no nos une, nos separa. Y por eso lo inevitable es más bien el pronombre del náufrago que nos dirige la palabra: “Yo propongo un pavor…”. A la vez, sin embargo, si sólo en el naufragio es posible la realización de la propia humanidad, es porque la vigilia, o “conciencia desde”, no se reduce a verme perdido en la existencia, como si no me quedara más que resignarme y dejarme arrastrar por el viento, o elegir cualquier rumbo, cualquier proyecto (Sartre); pues aunque acaso no me quepa esperar ya una revelación ni una salvación divina, y a diferencia igualmente del “camino del creador” de Nietzsche, la vigilia es al mismo tiempo un infinito interés en mi propio destino, es pilotear mi existir atento al ser que debo realizar y que me hace señas desde una trascendencia insondable. Más aun, de antemano sé que he fracasado, porque aunque acierte a veces el rumbo, nunca voy a descifrar cabalmente mi enigma, tan persistente como los horizontes que continuarán abriéndose ante mis ojos, hasta el último instante; y por eso la auténtica sabiduría de mi vigilia no podrá ser sino heroica, pero solamente en ella y por ella estará a la vez “asegurada” mi condición humana, mi única “salvación”.

6. La realización de sí mismo

Mi destino no es predestinación, no está escrito en las estrellas. Si así fuese, mi existencia transcurriría en tierra firme y mi libertad no me angustiaría, pues un tal destino se cumpliría, haga yo lo que hiciese. Sin embargo, ¿por qué el ser que debo realizar es llamado también destino? O bien, ¿por qué en este deber ser persisten resonancias metafísicas, como si en algún sentido se confundiese con mi ser, si no con el Ser, sin allanarse a un sentido ético? Mi enigma, ¿es el enigma de quién soy, o de quién debo ser? ¿Cuál sería, además, el vínculo entre quién debo ser y qué debo hacer? Pero a todo esto, ¿acaso esta filosofía no termina por mostrarse muy individualista, si no también autista o solipsista, por cuanto ni siquiera podemos naufragar con otro, y el realizarse de la subjetividad pareciera implicar así una soberana omisión de la existencia de los otros y del mundo entero? Para responder a estas cuestiones, la mejor perspectiva es la que nos ofrece el itinerario de Vassallo, esta vez en el último sentido que dejamos indicado para esa imagen: como peripecia de una subjetividad que vive y filosofa en la vigilia, que existe como “conciencia desde”. Porque este itinerario no es otro que el del naufragio y la realización de su propio programa de conversión de la metafísica en ética. Sin embargo, esto ya es casi lo mismo que una invitación a la lectura de toda su obra, de modo que aquí, para completar este estudio introductorio, me ceñiré a una estrategia más modesta. Examinando tres apariciones sucesivas de otra metáfora que nos quedó sin comentar, procuraremos extraer de allí un hilo conductor para luego observar, de manera panorámica, cómo es que las cuestiones planteadas se aclaran a la luz de lo que sucedió con tal programa.
Además de las caracterizaciones que hemos comentado acerca de la experiencia en la que la subjetividad cobra conciencia de su finitud y de la trascendencia, Vassallo recurre a veces a otra descripción a la cual no habíamos hecho hasta aquí más que una referencia aislada: la experiencia metafísica es la experiencia de una indigencia de ser que de algún modo espera cura. ¿Pero en qué podría consistir esta cura? Veamos lo que Vassallo afirmaba al respecto en tres pasajes en principio muy similares que ilustran también el celo de nuestro filósofo al corregir y reescribir su pensamiento. El primero de ellos está en un ensayo de 1940 donde Vassallo plantea la cuestión del origen del conocimiento, antes de toda actitud teórica, y entonces afirma que el punto de partida del cognoscente es “una nostalgia del ser echado de menos en todos los seres, nostalgia inseparablemente unida a la expectación de un enriquecimiento que cure una indigencia de ser en el cognoscente” (I, pág. 382). En el segundo texto, de 1945, Vassallo afirma que en su volverse consciente la vida humana para sí misma “nacen a un tiempo la interrogación por el ser y el problema del destino”, agregando: “Cuando nos abrimos al problema o misterio del ser, juntamente hay la expectación de un crecimiento que cure una indigencia de nuestro ser; espera de un acceso al ser plenamente conocido y poseído” (I, pág. 452). En el tercer texto, de 1949, leemos la siguiente versión: “Pues cuando nos abrimos al problema o misterio del ser, juntamente hay la expectación de un deber ser que cure nuestra indigencia de ser revelada en la finitud” (III,  pág. 304). ¿Qué es entonces aquello que nos cura de la indigencia de ser? Sucesivamente: un enriquecimiento, un crecimiento, un deber ser. ¿Pero qué conllevan estas modificaciones? Notemos antes que la invariante más firme es la expectación, indicando que la cura no estaría en nuestras manos, sino que provendría, si acaso, de otra parte. Aunque al mismo tiempo, la expectación no equivale a esperanza, pues no implica confianza, y la cura no nos advendrá en cualquier momento, como si mientras tanto pudiésemos andar distraídos o quedarnos dormidos: la expectación es disposición y espera, pero alerta, despierta, e incierta de lo que sucederá. No sin ambivalencia, lo que en algún grado neutraliza, en los tres textos, una lectura religiosa de la relación entre la indigencia y su cura, es la expectación. Además, Vassallo nos habla de cura, no de salvación o redención, y no dice tampoco que un Dios nos cure.
El sentido de la indigencia de ser varía en función de aquello que la curaría; y en el primer caso, donde la cura es un enriquecimiento, la indigencia de ser se asimila a un hallarse menesteroso, pobre o frágil, en solidaridad con todos los seres. Además, la nostalgia supone allí que el cognoscente ha experimentado antes lo que ahora espera como cura: en este deseo de retorno a un paraíso perdido hay aún una acentuada connotación religiosa. El segundo texto deja de lado esta nostalgia, para poner mayor énfasis metafísico en el propio ser, no ya en el cosmos. Nos habla además del ser como “problema o misterio”, a diferencia de lo que ocurría todavía en Elogio de la vigilia, donde, de acuerdo con Marcel, “problema” no era la palabra más acertada para el ser (I, pág. 357 ss.). Y esta vez, la cura como crecimiento o acceso nos sugiere una indigencia que ya no es necesariamente privación sino más bien limitación y disconformidad, distancia entre mi ser dado y mi ser pleno. Pero aunque en el primer texto prevalezca, al parecer, la realización del ser en general, mientras que la realización del propio ser pasa al primer plano en el segundo texto, en ambos casos lo que cura es en cierto modo más de lo mismo, es decir, más ser, pues de algún modo esencial el indigente participa ya de aquello que ha de curarlo; no obstante la infinita distancia que haya entre indigencia y cura, y aunque la expectación fuese quizás vana. En el texto de 1949, en cambio, hay un giro notable: lo que cura es un deber ser, y el hiato cualitativo que se abre nos induce a preguntar: ¿cómo un deber ser podría curarme de una indigencia de ser? ¿De qué manera en la ética podría hallarse la respuesta a un problema metafísico? En todo caso, no está dicho que tal deber ser fuese equiparable a un deber obrar de conformidad con algún mandato universalmente válido. Pero además, si la indigencia, como leemos en ese texto, se me revela en mi propia finitud, ¿significa esto que soy finito porque soy indigente, o bien, por el contrario, que soy indigente porque soy finito? En la primera lectura, mi finitud sería la consecuencia mundana y no esencial de una indigencia que se deja entrever como un hallarme privado de Dios, a causa a su vez de mi caída o mi pecado, pero de modo tal que si un deber ser puede curarme, es porque aun antes y por encima de su sentido moral, es lo que me re-liga. Sin embargo, si bien la religión – o más exactamente, la mística – ejerció en Vassallo una prolongada atracción, también vimos que el filósofo no dejó de pulir sus diferencias, llegando a manifestar que la idea de caída, aunque fuese “razonable”, no se deja pensar “de un modo crítico”. Además, si religarse supone reintegración, participación previa, ¿en qué sentido un deber ser podría ser su expresión adecuada? Si interpretamos, en cambio, que soy indigente por ser constitutivamente finito, y la indigencia expresa mi desamparo ante la infinitud de la trascendencia, entonces el deber ser no puede curarme de esta indigencia, aunque le diese un sentido a mi finitud, pues pasa a expresar más bien el destino moral que se me oculta en las oscuridades de esa misma trascendencia. Más aun, la expectación pierde fuerza en relación a la cura en cuanto tal, porque aunque ésta fuese de algún modo posible, ya no parece que me venga dada de otra parte, al menos en la medida en que descifrar y realizar mi deber ser sean inherentes justamente a mi propia vigilia. Lo que ocurre es que naufraga aquí la tentativa de conciliar las ideas de indigencia y cura con una incontestable experiencia subjetiva donde finitud y trascendencia son términos indisociables pero irreductibles, tal como Vassallo venía mostrándolo desde tiempo atrás. De hecho, este texto de 1949 es la última vez que nuestro filósofo habla de indigencia y cura.
Lo que más importa rescatar del análisis es el problema pensado en la metáfora de la indigencia y la cura: el problema de descifrar y realizar el sentido del propio existir. Porque aunque la cronología de los pasajes citados sea limitada y relativa como pauta del itinerario vassalliano, sus variaciones permiten entrever que nuestro filósofo, orientándose siempre por su experiencia metafísico-moral, fue relegando su interés inicial en mostrar, mediante interpretaciones de otros pensadores, cómo la cuestión práctica asomaba tras la metafísica teórica, para ir madurando un lenguaje cada vez más directo y personal sobre aquella experiencia, más autónomo también respecto de presuposiciones religiosas. En este itinerario, el acento se desplaza del ser al ser propio, y de allí al deber ser; así como en relación a la finitud de la subjetividad, la palabra “ser”, que en un comienzo tiene un valor un tanto substancial e incluso inmanente, va cediendo su lugar a “trascendencia”, con un sentido cada vez más moral. Por supuesto, los pasajes comentados son insuficientes para apreciar todas estas modificaciones de una travesía no carente de contratiempos, como en todo itinerario vital, y donde no hay etapas netamente diferenciables, sino más bien una modulación sutil, cuidadosa y casi permanente. Pero a fin de considerar entonces otros indicios más panorámicos, es oportuno situarse en la perspectiva que nos brinda “Subjetividad y trascendencia”, el mismo ensayo de 1949 que acabamos de citar: al sostener que el conocimiento filosófico es a la vez realización del filósofo en tanto que “subjetividad finita siempre individual”, Vassallo acota, en nota al pie, que esto es justamente lo que él expresaba en sus trabajos juveniles en torno a Blondel, “con la frase programática, sin duda exagerada e inexacta si se la tomara literalmente, de ‘necesidad de una conversión de la metafísica en ética’” (III,  pág. 306). ¿Cómo y por qué fue pasando Vassallo de esta formulación a aquella otra? Leamos todavía un fragmento de al menos quince años después donde Vassallo, refiriéndose nuevamente a esa frase programática – que data de 1931, en “Iniciación en Mauricio Blondel” (II, pág. 205 ss.) –, aclara que en sus escritos de juventud “estaba preocupado especialmente por rescatar el saber metafísico de toda hiperfísica o cosmología, para fundirlo íntima­mente con una forma de vida: pero no entendí nunca con dicha fórmula identificar la metafísica con la ética” (II, pág. 285). En tanto que disciplinas teóricas, sin duda que la metafísica y la ética no son idénticas, como no lo son tampoco para ellas los sentidos de “ser” y “deber ser”. Algo diferente ocurre, sin embargo, cuando el filósofo sabe que en su experiencia del ser están involucrados él mismo y su destino; y puesto que este saber buscó en Vassallo su propia expresión, tal es la evolución cuyas instancias más sintomáticas tendremos que observar.
En “Nuevos prolegómenos a la metafísica”, de 1932, se lee claramente: “El problema del ser se plantea al mismo tiempo que el problema de nuestro ser, de nuestro destino” (I, pág. 225). Este pensamiento expresa una constante medular de todo el itinerario vassalliano, que no obstante el énfasis en “al mismo tiempo”, es una travesía donde el acento se fue desplazando justamente en el orden en que aparecen allí las palabras claves: “ser”, “nuestro ser” y “nuestro destino” (o como dirá luego: deber ser). Ahora bien, la necesidad de una conversión de la metafísica en ética es entendida inicialmente como “necesidad de una conversión de la trascendencia en inmanencia” (I, pág. 233). Porque, en efecto, en esos años “trascendencia” tiene sobre todo el sentido expresamente intelectualista de la metafísica pre-kantiana, frente a la cual Vassallo propone un “método de la inmanencia” como vía de conversión, según se aprecia, nos dice, no sólo en Blondel (I,pág. 235), sino también en Hegel (I,pág. 321), y que el propio Kant inaugurara con su crítica a aquella metafísica tradicional (I, pág. 234). Aunque por eso mismo, dejando a salvo la libertad, Vassallo cuestionaba a Kant que los postulados de Dios y la inmortalidad contradicen los conceptos de deber, autonomía de la voluntad e imperativo categórico (I, pág. 190). Y en el mismo sentido cuestionaba, como ya sabemos, la pretensión blondeliana de pasar de la necesidad de la acción a la hipóstasis de una voluntad infinita. De hecho, en esta idea de inmanencia radicaba uno de los principales motivos de la pasajera y equívoca tentación hegeliana de entonces.
Sin embargo, en 1933, frente a la metafísica no menos inmanentista del impulso vital y la evolución creadora, advertimos los primeros indicios de una mutación significativa. En efecto, en la última clase de su curso sobre ética y religión en Bergson, Vassallo reconoce, a título de elogio, que el filósofo francés observara “la necesidad de una fundamentación metafísica de la ética”, pero le objeta que su tentativa haya “comprometido los fueros de la conciencia moral y religiosa con la metafísica del élan vital que acaso no tenga que ver nada con ellas”, puntualizando además: “La esencia de lo moral y de lo religioso no consiste en una creación” (III, pág. 107). Por otra parte, unas páginas antes había advertido que Bergson no distingue convenientemente entre moral y religión (III, pág. 103). A la vez, sin embargo, esto no impide que la diferencia bergsoniana entre la moral individual (o abierta) y la moral social (o cerrada), igualmente examinada en ese curso – y que reaparece posteriormente en “La ética de Bergson” (III, pág. 205 ss.) – haya acaso sugerido a Vassallo los primeros pasos hacia la elaboración de su propia distinción entre moral y ética. Esto no es explícito en ningún lugar, pero se observa en la evolución de su lenguaje, si se consideran lapsos de tiempo razonables. Uno de los indicios más generales al respecto es la reescritura a la que Vassallo somete en 1945 el texto de un curso de 1933, “Una introducción a la ética” – donde aún estaba la expresión “método de la inmanencia”, que queda eliminada –, a fin de incluirlo en ¿Qué es filosofía?, bajo el nuevo título de “Aproximación a la esencia de la vida moral”. De manera similar, tampoco sería casual que el libro de 1957 se llame El problema moral. Pero más allá de títulos, ¿por qué este libro, ni ningún otro de Vassallo, es un tratado de ética? Si tanto le importaba la moral, y para no quedarnos en convenciones terminológicas más o menos conocidas, ¿en qué radicaría para él la diferencia entre ética y moral?
Pero posponiendo esta cuestión un momento más, conviene observar antes lo que ocurrió mientras tanto cuando Vassallo liberó a la palabra “trascendencia” de su acepción intelectualista, pues hay un fragmento donde el filósofo, ya despreocupado de la inmanencia, brinda claves valiosas sobre su itinerario desde entonces. Vassallo indica allí cómo ha variado su concepción sobre el modo en que la trascendencia está implicada en la finitud. Porque en un tiempo se inclinaba a pensarlo, nos dice, como “una implicación de ser”, de “participación” e “identidad”, y no sólo de conocimiento; pero más tarde, distinguiéndola de una paralela “relación mística” con la trascendencia, concibió también una “relación dialéctica” o “negativa” frente a “lo otro”, agregando sobre esta última: “Acá la experiencia metafísica no nos instala en el Ser como en ‘nuestra querida patria’, sino que más bien nos lo señala como la tierra prometida, a la que no sabemos si entraremos alguna vez” (II, pág. 281). Retomamos así la diferencia entre mística y dialéctica, pero ahora para notar que, en coincidencia con la inicial metafísica de la inmanencia, y luego con una metafísica de la aludida participación – que en ese carácter se extiende entre 1935 y 1945 –, la aquí llamada relación mística hacía posible la cura en tanto que más ser o plenitud de ser, pues entre el indigente y ella había justamente una identidad esencial. De hecho, en un ensayo escrito aún en afinidad con Marcel, “el ser es participación”, o “ser-con”, y la trascendencia es entendida como un excederse hacia un más que nos es participado (I, pág. 354). La relación dialéctica, en cambio, indica la percepción de un hiato entre finitud y trascendencia, preservándose de ésta solamente un saber crítico que no nos garantiza cura alguna, pues ya no hay allí un ser, y que por eso mismo se concibe más rigurosamente como saber-realización de un deber ser, o de un valor. Por otra parte, en aquel mismo fragmento Vassallo sugiere que las relaciones positivas y negativas con la trascendencia no se excluirían, y que, sin embargo, cuando intenta formular la afinidad, “siento que me deslizo de nuevo por la pendiente de una gran oscuridad”. Pero al margen de la tentación mística en su sentido religioso, cuestión que ya hemos tratado, notemos que hay varios textos, al menos hasta mediados de los años cincuenta, donde una llamada “realidad” equivale al ser, o bien asoma como un aspecto aún un tanto substancial de la trascendencia;[66] hasta que Vassallo ensaya, en efecto, conciliar ambas concepciones, como se observa en 1953, cuando afirma que en la experiencia metafísica la trascendencia “es vivida como la máxima realidad a la vez que como el supremo valor” (II, pág. 266). En adelante prevalecerá la concepción negativa, sin que la positiva desaparezca nunca por completo; y aunque la cuestión de la realización personal, considerada desde un plano teórico y universalmente válido, no admita mucho más que señalamientos y propuestas, Vassallo la diferenciará con mayor claridad tanto de opciones religiosas como de la propuesta nietzscheana, de los humanismos en boga (especialmente el sartreano), y de planteos éticos influyentes como el de Max Scheler, además de marcar sus distancias con la eticidad hegeliana. Ciertas instancias decisivas de estas confrontaciones, algunas de ellas en escritos anteriores, son así las que nos permitirán comprender mejor por qué el programa de conversión de la metafísica en ética llevó a una progresiva diferenciación entre moral y ética; con lo cual responderemos también más acabadamente a las preguntas que nos introdujeron en la problemática.
En tanto que la ética sea entendida como la disciplina filosófica que examina y precisa las condiciones de validez universal de la conducta, y que nos descubre además la libertad como el trasfondo metafísico en el cual se fundan no sólo la conciencia moral sino toda posibilidad de sentido de la conducta, la ética de Kant es, para Vassallo, un paradigma insuperable.[67] La ética de los valores de Scheler, por ejemplo, no sería sino una variante de la moral del arquero, es decir, de la concepción tradicional según la cual la corrección de la conducta consiste en que acierte a realizar un ser, idea o esencia trascendente pero real, como en Platón y Aristóteles, aunque en Scheler tales esencias sean irracionales, valores conocidos por intuición emocional (II, pág. 31 ss.). Sin embargo, tampoco es casual que en el itinerario de la subjetividad Kant quede ubicado en una etapa anterior a la de la subjetividad verídica. De manera semejante, al examinar “Los grados de la conciencia” vimos que la libertad ética no aparece vinculada a la “conciencia desde”, sino que está por debajo de ella, al nivel reflexivo de la autoconciencia. Y cuando comentamos las imágenes del naufragio, anticipamos que Kant se equivocaba al creer que la razón podía resolver completamente el problema moral mediante una legislación. Más aun, Kant no sólo naufraga en la legalidad, sino también cuando quiere vincular la virtud a una felicidad eterna mediante los postulados de Dios y la inmortalidad, como si la ley moral fuese la brújula racional de una fe que nos llevará a buen puerto. Pero a todo esto, vimos que en el itinerario de la subjetividad no había ilusión mayor que la de ese idealismo absoluto donde, digámoslo así, el mar entero de la existencia aparecía convertido en un paraíso tan racional como terrenal. No podría sorprendernos entonces la suerte que parejamente tenía que correr la eticidad hegeliana ante los ojos de Vassallo: “Con la filosofía de Hegel se da, en los tiempos moder­nos, el salto mortal en cuya virtud a la moralidad se la destierra del hombre individual para constituir con ella un cosmos ético separado (…) en las impersonales institu­ciones de la familia, la sociedad civil y el Estado” (II, pág. 60). Por lo demás, este salto mortal, al igual que la identidad final de lo real con lo racional, venía preparándose desde antiguo en la tentativa filosófico-política de instaurar un orden ético inspirado en la moral del solitario Sócrates (la moral abierta de un héroe, según Bergson): “El orden moral trasciende el individuo y se extiende a la comunidad; y es por eso que en Platón la dilucidación del problema moral se mezcla y confunde con la conside­ración del problema político” (II, pág. 333). En Hegel, el problema político ha desaparecido como tal en la presunta constatación de una historia consumada, de una inmanencia en cuya transparencia no queda sitio para lo misterioso, ni para lo heroico, justamente porque el individuo ha devenido en ella tan inesencial como el problema moral mismo. Pero se entiende entonces que Vassallo se apartara de inmediato de la “filosofía de la vida” que por un momento viera en Hegel, y que le pareciera cercana a lo mejor de L’action de Blondel. Pues si algo indicaba la palabra “inmanencia” en el joven filósofo argentino, no era una mundanidad prosaica, y ni siquiera, tampoco, ese “océano de vida en que estamos inmersos”, al decir de Bergson, para quien filosofar consistía en el esfuerzo de volver a diluirse intuitivamente allí (III, pág. 41),[68] sino que indicaba la finitud existencial en la que se forja toda personalidad individual atenta a una imperiosa necesidad de realizarse, tal como este llamado se da con su experiencia del ser y se halla así cifrado de algún modo en lo que luego quedará mejor designado como trascendencia.
Esta necesidad de realizarse no se confunde en absoluto, según anticipamos, con un asunto de creación, ni a la manera bergsoniana ni a la manera nietzscheana. Al respecto notemos todavía que frente a “la senda del creador” de Nietzsche, para quien el desafío consistiría en hacer de la propia voluntad una ley, Vassallo replica: “Tú debes ser lo que eres en tu profundidad: allí comienza el canto de lo que es” (I, pág. 383). Pero aun más duros son los reparos del filósofo argentino para Sartre, a quien le objeta que la libertad no es un mero estar condenado a elegir un proyecto tan precario como caprichoso de donde la moralidad ha quedado excluida, por mucho que Sartre imite el gesto kantiano de un compromiso universal; pues para Vassallo se trata más bien de partir de la “desnuda existencia” para dirigirse a su origen metafísico en la trascendencia, desde la cual la libertad se nos revela como “una vía de acceso al descubrimiento y realización de nuestro ser”, como libertad de elegir “nuestro propio y auténtico ser” (II, pág. 72 ss.). No obstante “la coloración de una moral humanitaria” que intenta tomar, el existencialismo de Sartre es una forma extrema de “nihilismo moral” (III, pág. 360).[69] A este nihilismo se acerca igualmente Camus, con la significativa diferencia de que Camus, percibiendo el divorcio entre el actor y su escenario, no pretendía hacer de esto un non plus ultra; y entonces Vassallo sugiere que lo absurdo sería, en efecto, “solo una cara” de una experiencia mayor en la cual también “alumbra la certeza de una Trascendencia, fuente de toda consistencia de ser y de todo valor”, pues de otra manera, tampoco percibiríamos esa extraña contingencia que se define como lo absurdo (III, pág. 363). De paso, esto nos aclara un poco más por qué Vassallo no acepta sin reservas la visión tragicómica de Amiel cuando éste advierte un divorcio similar entre él mismo y su personaje mundano. La variante vassalliana de esta metáfora es la de quien, sabiéndose embarcado, acepta con heroísmo la problematicidad de su ser: “Para que en vez de ser actor en público, sea en privado el protagonista de su propio drama incomparable” (I, pág. 332).
Tenemos lo suficiente para comprender la especificidad vassalliana del problema moral, inseparable de su dimensión metafísica, y que precisamente por eso desborda los límites de la ética kantiana. En esos exactos límites, allí donde el uso práctico de la razón teórica se dispone a dejar a cada cual en medio de su drama singular, la única ética concebible para Vassallo, y que jamás podría derivarse de consideraciones sociológicas, no es una ética de las virtudes, ni de los valores, sino de la personalidad: “Aunque lo que se designa como vida moral incluye ejecutar acciones, y realizar fines o cosas exteriores, lo que caracteriza a la actitud moral es que todo eso se aprecia con referencia a la realización de sí mismo” (III, pág. 342). Ahora bien, esta realización no tiene una solución normativa; más aun, es un problema moral justamente porque no tiene solución, y por eso tampoco es posible dedicarle un tratado; o bien su sola solución, si así podemos denominarla, es la que vaya decidiendo cada cual en su vigilia, en la heroicidad de saberse náufrago, atento a su propio deber ser. Pero además, esta vigilia o “conciencia desde” es ya un responder al llamado de este deber ser; y como siempre es posible evadirse, desoír el llamado, ocurre que la vigilia, como auténtica y plena conciencia moral, no es un factum sino más bien ella misma lo primero que debe ser, una conciencia sólo para la cual habrá así, mientras esté despierta, un deber ser propio por descifrar y realizar, y sólo desde la cual cobran verdadero sentido a su vez, al nivel de la autoconciencia, las condiciones de validez racional de cualquier deber hacer. Por otra parte, aun cuando mi deber ser, mi destino personal, estuviese acaso vinculado a mi suerte transmundana, nada puedo asegurar al respecto. En cualquier caso, ninguna fe me resolverá tampoco una cuestión individual que sólo se me plantea en y para mi existir, en y para mi vigilia, justamente porque ya estoy embarcado, y porque mi realizarme-saberme en este naufragio es heroico y filosófico en tanto y en cuanto vivo en la conciencia de mi propio enigma. Mi problema moral se decide más allá de los alcances de la ética kantiana, pero más acá de una esperanza religiosa, pues mi enigma excede lo que deba hacer, pero no se confunde con lo que acaso seré tras mi muerte. Más bien ocurre que justamente porque no hay para mí otra trascendencia que la que habita en el linde de mi finitud, mi enigma metafísico-moral es a un mismo tiempo el enigma de quién soy y de quién debo ser.
Si ahora echamos un vistazo de conjunto al itinerario de Vassallo, comprendemos que el programa de una conversión de la metafísica en ética naufragó en sus términos para realizarse en su sentido, que fue la realización personal de Vassallo. Enfrentando y despejando equívocos, este itinerario lo fue llevando del interés en mostrar cómo y por qué la auténtica experiencia metafísica incluye una dimensión moral, al interés en mostrar, a la inversa, cómo y por qué el problema moral resulta inconcebible sin esa experiencia. Pero el vínculo íntimo entre lo metafísico y lo moral se mantuvo inquebrantable, porque allí estuvo siempre en juego la expresión filosófica del enigma personal de Vassallo. Atento a los destellos que este enigma le brindara en medio de su “noche oscura”, inducido a descifrarlos una y otra vez en palabras más certeras, y no obstante las perspectivas a menudo fragmentarias en las cuales fue madurando su visión, rectificando el rumbo, en esa experiencia metafísico-moral estuvo siempre la única cosa que Vassallo tenía para decir y que hizo de él un “filósofo digno del nombre”, como habría señalado aquí Bergson.[70]
Nos queda, sin embargo, una cuestión pendiente: ¿hay algún sitio para la sociedad en la filosofía de Vassallo? Ante todo señalemos entonces que mientras está atento a la presente ausencia de la trascendencia en la que se cifra su destino, el filósofo, considerado en la facticidad de su finitud, es correlativamente una presencia ausente: está allí, en una cotidianidad que con frecuencia es vida pública, pero como si estuviese a la vez en otra parte. Muy acorde a la actitud filosófica de Vassallo es en todo caso la présence absente que Merleau-Ponty observara en Sócrates.[71] Así como tampoco parece casual que Sartre hiciera hincapié en esa expresión para dispararle a aquél un irónico reclamo de compromiso político.[72] Porque si Sartre no se reconoció en esa presencia absorta o pensativa (songeuse), como también la llama Merleau-Ponty, es justamente porque, en palabras de Vassallo, le dio la espalda a la trascendencia en tanto que presente ausencia, y por eso buscó resolver el problema moral en la arena política. Por otra parte, esto no significa que Vassallo nos propusiera desentendernos de la política, o de la coexistencia social, sino tan sólo que nada de eso nos aportará claridades o soluciones al drama metafísico-moral y necesariamente personal de la filosofía, tal como él la concebía y la vivía. O como leemos al comienzo de El problema moral, la manera que a él le importa de plantearse este problema no es la de quien procura actuar y cumplir fines según normas y valoraciones sociales, sino la de quien “se irguiera, por así decirlo, para preguntarse radicalmente por lo que ha de hacer con su vida (…) coincida o no con sus tendencias y con las valoraciones morales que rigen en torno de él” (II, pág. 21). Esto no implica, sin embargo, desentenderse de la comunidad y sus fines, pues lo que le molesta a Vassallo de la vida pública es más bien el verse a sí mismo envuelto en una rutina de roles individuales pero impersonales, y que sería una tragicomedia si no fuese por aquella presente ausencia de la trascendencia que le recuerda su propio deber ser.
Ahora podemos responder además a Rafael Virasoro cuando se pregunta si la filosofía de Vassallo no consistiría quizás en un subjetivismo extremo, agregando: “La realidad social, el ser con los otros, sin lo cual la moralidad no puede darse, parece serle totalmente extraño”.[73] Porque ocurre que, para Vassallo, el ser con otros es el ámbito de la ética y la política, y no ya de la moralidad en su sentido pleno. Matizando su cuestionamiento, el propio Virasoro recuerda que Vassallo da cuenta de este coexistir cuando afirma que la filosofía del siglo XX, sorteando el “pedantismo subjetivista”, ha reafirmado que “la autoconciencia” es un trascenderse “a lo que no es ella misma: abierta a las cosas; a las otras autoconciencias en cada una de las cuales reconoce un ” (III, pág. 371). Pero si Virasoro vacila, desconcertado, es porque no advierte que Vassallo está hablando de la autoconciencia, no de la “conciencia desde”; y en efecto, ahí está la diferencia. La tremenda soledad metafísico-moral en la que la subjetividad se enfrenta al problema de su realización personal no conlleva ningún desconocimiento de la ética que corresponde a la coexistencia, y mucho menos el clásico “problema” de la existencia de los otros. Vassallo indica expresamente que si la subjetividad es finita, “no por eso es una subjetividad solipsista, no por eso es nada más que una ‘interrogación fatigada’”, y que, más bien por el contrario, por su finitud se abre a esa conciencia mayor de la alteridad que es la conciencia de la trascendencia (III, pág. 302). Una alteridad que nunca podrá ser excusa para que la subjetividad se olvide de su destino, sino razón de más para que lo asuma, y sepa a la vez que no puede regir los destinos de los otros.

7. Vassallo y nosotros

De las distintas maneras en que puede decirse la actualidad de Vassallo, algunas ya han sido puntualmente indicadas. Pero la mirada de conjunto que hemos alcanzado nos permite considerar ahora otras maneras, sin descuidar las que él mismo, muy probablemente, habría estimado pertinentes. Porque, en efecto, si Vassallo desarrolló una filosofía que se desmarca de toda forma de historicismo, y no se interesó nunca por la originalidad entendida como novedad o moda, poco y nada podía inquietarlo la cuestión de la actualidad de sus escritos. Más aun, vimos que en su pensamiento la subjetividad se caracteriza expresamente por no ser actual, por ser más bien apetencia, apertura atenta a su enigma y, por eso mismo, filosofía. Con lo cual quedaría al menos sugerido que la filosofía, para Vassallo, no tiene más remedio que ser inactual. Sin embargo, si nos reubicamos en nuestro lugar de lectores, sería lícito preguntar: ¿qué puede significar su Obra reunida para nosotros, en el siglo XXI, en la perspectiva del tiempo? Una motivación aparentemente menor, si de tiempos se trata, estaría en el interés por conocer y reconocer la existencia de auténtica filosofía en la Argentina; una motivación que finalmente no es tan menor si eso contribuye a derribar los prejuicios que todavía, dentro y fuera de ámbitos académicos, perturban en nuestro país el óptimo desarrollo de la actividad filosófica. Por otra parte, aun cuando no se viese en esto último más que un asunto localista, pero si mantenemos la mirada en esas décadas tan agitadas como prolíficas de la filosofía occidental del siglo XX en general, sin duda que, en varios aspectos, la obra de Vassallo responde a su época. Y en tal sentido hay que destacar de inmediato que su escritura es, en nuestra lengua, uno de esos raros testimonios cuya profunda lucidez crítica nos permite, justamente, revisar y enriquecer nuestra “actual” perspectiva histórica sobre las filosofías del siglo pasado. De modo que más nos valdrá leerlo en la apertura y la gratitud, en lugar de apresurarnos a asignarle un casillero acorde a nuestras ideas previas al respecto.
El lector más interesado en el presente podría pedir, no obstante, que se le señale también en qué residiría la actualidad del pensamiento de Vassallo, ahora que ya hemos conocido el estructuralismo y la postmetafísica; ahora que las preocupaciones filosóficas que cubren no pocos estantes de las librerías están en los desafíos de nuestra era informática. Pero no tendría sentido intentar una respuesta a tal planteo si el mismo se limitara a expresar un reclamo retórico, si presupusiera ya una simple respuesta negativa: bajo criterios de actualidad cerradamente cronológicos, y muy dependientes de ismos o cánones, Vassallo resultaría ser tan poco actual como cualquier otro filósofo de su generación. Tanto peor, podría agregarse, si Vassallo no asimiló su filosofar a las pautas husserlianas, como tampoco a las de Heidegger o Sartre. Sin embargo, estas distancias críticas implican, como vimos, diferentes concepciones de la filosofía que no se dejan reducir a una secuencia progresiva, por mucho que algunas de ellas midan sus diferencias como superaciones históricas. Además, si toda filosofía responde a su época, pero no por eso se agota en corresponder a ella, entonces, sin necesidad de recurrir tampoco a la idea de una philosophia perennis, aquel pedido puede leerse más bien como el interés por identificar en Vassallo algún problema que persista como una preocupación filosófica ineludible de nuestros días. El planteo cobra así un sentido atendible, aunque esté claro que no vamos a indicar ese problema para pasar a un cotejo de sus variantes en la diversidad de enfoques y lenguajes “actuales”, y mucho menos como si buscáramos certificar la legitimidad del pensamiento de Vassallo. De hecho, hemos planteado la cuestión de su validez filosófica, y hemos mostrado incluso su justificación, sin apelar a ningún criterio de actualidad. En todo caso, la respuesta a aquella inquietud nos pondrá ante indicios sugerentes, aunque las referencias a autores de reconocida vigencia no sean mucho más que ilustrativas.
Ahora bien, el principal problema de Vassallo que continúa interpelándonos no es otro que el de la subjetividad misma en toda su dimensión moral; aun cuando hoy ya no suela expresarse como la necesidad de “un no caducable modo de existir” cuya verdad “nada quiere tener que ver con la llamada verdad científica” (I, pág. 339). ¿Qué sería hoy esta verdad científica, sino la de la informática en la que nos toca navegar? Pero Vassallo insistió, justamente, en la necesidad de afirmar una subjetividad personal muy diferente del sujeto de las ciencias y la tecnología, y muy diferente incluso del sujeto universal de las normas. Es lo que Sara Fernández Villamil, poniendo a Vassallo en diálogo con otros lenguajes, señala acertadamente como el problema del “estatuto de un sujeto real, ético”, según se plantea en relación a temas como “el sujeto dividido, la imposible reducción del otro a la conciencia, el reemplazo del ser por la alteridad en sus diversas formas”.[74] En este sentido, aquí podría recordarse, por ejemplo, una advertencia de Jacques Lacan: “Somos siempre responsables de nuestra posición de sujeto”.[75] En Vassallo, esa división del sujeto está en la finitud personal que da lugar a una subjetividad verídica, al tiempo que su itinerario lo lleva del ser a la trascendencia como una alteridad en la que se cifra el sentido moral de la propia existencia. Al respecto, no muy diferente fue la vía que siguiera Emmanuel Levinas cuando hizo de la ética la filosofía primera; y si en su caso la trascendencia se manifiesta en el rostro del otro, para luego dar lugar al problema de la justicia, esto no cancela la cuestión de la responsabilidad de cada cual por su propia realización. Al igual que Vassallo antes de él, Levinas advierte además que la ética, en su lenguaje, excede a la ciencia, pues el sentido de la alteridad, del metá de metafísica, consiste en una no-in-diferencia (non-in-différence), según una “intriga espiritual completamente otra que la gnosis”.[76] Por otra parte, en su momento recordamos ya que la cuestión de la auto-realización fue la que más preocupó a Foucault en sus últimos años. Pero agreguemos ahora que la misma cuestión repercute en planteos como los que se dieron cita recientemente en un coloquio internacional sobre Deleuze y Guattari en la Universidad París VIII (Vincent – Saint-Denis), en torno a “las transformaciones de la subjetividad [subjectivité] en el marco de las mutaciones en curso en el mundo contemporáneo (globalización, tecnologías de la información y la comunicación, retorno de lo religioso, industria cultural)”.[77] Si se quiere, la paradoja que de repente nos sorprende aquí, en relación al silencio que guardó Vassallo sobre la política, es que lo político, en cambio, especialmente a nivel micropolítico, se nos mostraría como el ámbito de la encrucijada entre la reproducción y la singularización de subjetividades; un desafío que Guattari concibiera además como epistemológicamente irreductible a la objetividad científica.[78] Pero si la subjetividad personal, singular, es así reconocida como baluarte de resistencia a mecanismos de objetivación, reproducción y control, ¿qué son estos mecanismos sino nuestro presente? Así es como lo entienden al menos Deleuze y Guattari cuando escriben: “No nos falta comunicación, al contrario, tenemos bastante de eso; nos falta creación. Nos falta resistencia al presente”.[79] ¿Creación, o realización de sí mismo? Ahí se inscribiría quizás el diferendo moral más delicado entre la micropolítica y la metafísica, pero en un diferir que es ya resistencia al presente, y que nos remite otra vez, de un modo insospechado, a la inactualidad de la subjetividad vassalliana: ¿en qué otro sentido sería deseable encontrar en el pensamiento de Vassallo un problema de interés actual, si no es entonces para repensar la necesidad de abrir grietas personales en medio de la actualidad como dominio del “tiempo real” y sus avatares?
Como vemos, las maneras en que la filosofía de Vassallo puede ser actual son tantas como las maneras en que puede ser inactual. Pero para cerrar entonces, en pocas palabras, el itinerario que hemos hecho a fin de introducirnos en su propia escritura, me bastará una apreciación amplia: cuando una filosofía, como la que nos ofrece esta Obra reunida de Angel Vassallo, nos hace pensar en profundidad, acaso lo impensado, además de hacernos repensar otras filosofías, ahí está ya la mejor prueba de su valor, por encima de cualquier criterio de actualidad.






* Doctor en Filosofía summa cum laude por la Universidad Nacional de Lanús y la Université Paris VIII Vincennes – Saint-Denis (Francia), por una tesis en régimen de cotutela titulada: Alteridad y existencialismo en la Argentina (2012). Ha expuesto y publicado trabajos de sus especialidades, metafísica e historia de las ideas latinoamericanas, en numerosos foros argentinos y extranjeros. Con una trayectoria docente que comprende distintas universidades nacionales, actualmente tiene a su cargo la cátedra “Pensamiento filosófico argentino y latinoamericano”, en el Instituto Superior del Profesorado Dr. Joaquín V. González, Buenos Aires.
[1] La Biblioteca, Bs. As., nros. 2-3 (2005), dossier especial: ¿Existe la filoso­fía argentina?
[2] Para el caso que nos ocupa, hace ya mucho tiempo se nos habló de “la figura de Angel Vassallo, de auténtico relieve nacional y americano” (Manuel Gonzalo Casas, Introducción a la Filosofía, Tucumán, FFyL e Instituto de Filosofía de la UNT, 1954, Lección XXIV [dedicada a la filosofía argentina], p. 319).
[3] En adelante, para escritos y citas de Angel Vassallo, las referencias entre paréntesis indican volumen y páginas en la presente edición de su Obra reunida.
[4] Véase mi artículo “La joven vanguardia filosófica argentina de la década de 1920”, en AA. VV., Filosofar desde Nuestra América. Liberación, utopía crítica y quehaceres comprometidos, México, UNAM, en prensa.
[5] Una teoría del yo como cultura, Buenos Aires, Gleizer, 1928, pp. 99 y 103. Con algunas modificaciones, las páginas del capítulo citado proceden de ensayos aparecidos en Inicial: “Introducción a la nueva sensibilidad” (II, 8, 1925) y “Oswald Spengler y la Nueva Generación” (II, 9, 1926). Cfr. Inicial. Revista de la nueva generación (1923-1927), Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2004, pp. 586 y 662.
[6] “Filosofía”, en AA.VV., Argentina 1930-1960, Buenos Aires, Sur, 1961, p. 280.
[7] “La filosofía en la Argentina (1930-1960) según el Dr. Virasoro”, Sur, nº 275 (1961), pp. 67-83.
[8] Bs. As., Lohlé, 1965.
[9] El juego existencial, Bs. As. Babel, 1933, pp. 9 y 10
[10] Bs. As., Cruz del Sur, 1948 (2da. ed. modificada y ampliada: Bs. As., Kairós, 1964).
[11] Carlos Astrada, “La noluntad de Obermann” (1918), en su libro Temporalidad, Bs. As., Cultura Viva, 1943, p. 40.
[12] Vicente Fatone, Filosofía y poesía, Bs. As., Emecé, 1954 (cap. IV “La disputa por la palabra”, p. 51). Este libro (reeditado por Biblos/S.C.N., 1994) es relevante para examinar la cuestión de la palabra filosófica en la óptica de otro de los filósofos argentinos más lúcidos de la época.
[13] Vicente Fatone, “La libertad en la historia del pensamiento argentino”, Cursos y Conferencias, XIV, nº 167 (Buenos Aires, 1943), pp. 223 y 235.
[14] El existencialismo y la libertad creadora. Critica del existencialismo de Jean-Paul Sartre, Bs. As., Argos, 1948.
[15] Los concursos se substanciaron en 1929, las clases se iniciaron al año siguiente. Vassallo era profesor titular de Historia de la Filosofía Moderna, mientras que Fatone era titular de Lógica y de Gnoseología y Metafísica. Ambos quedaron cesantes en 1931 con la intervención de la universidad bajo el gobierno militar de José Félix Uriburu.
[16] Desde los años setenta tendría lugar una fecunda renovación teórica y metodológica de la historia de las ideas, impulsada especialmente por Arturo Andrés Roig, con una vocación latinoamericanista cuya legitimidad y valor están fuera de discusión. Pero si bien se amplió así el campo de estudio, permitiendo apreciar ideas filosóficas presentes en textos políticos y afines, en cierta medida esto ocurrió a expensas de géneros filosóficos de apariencias más o menos académicas que quedaron bajo el estigma a veces demasiado ligero de la enajenación cultural, dadas sus características presuntamente europeístas, como sería el caso en Vassallo, mientras que la llamada historia intelectual no se interesó por repensar ese vacío. Considero, en cambio, que aunque requiera aun mayores desarrollos, mi concepto de “desfiguraciones” (anticipado en mi tesis doctoral), puede contribuir a una reconsideración crítica de esa área discursiva hasta ahora relegada, deslindando de allí los textos de genuino valor filosófico, además de abrir o intensificar indagaciones de no menor interés en el campo latinoamericanista tradicional de la historia de las ideas.
[17] Más ampliamente, el buen decir fue a menudo motivo de descalificación de los filósofos de habla hispana. Paradigmático es al respecto el caso de José Ortega y Gasset, quien reclamaba haber anticipado planteos que luego aparecerían en Heidegger, y que sólo entonces, en secas expresiones alemanas, serían celebrados como planteos cabalmente filosóficos. Durante treinta años, dice Ortega en una ocasión, ningún compatriota suyo supo admitir que en sus escritos “no se trata de algo que se da como filosofía y resulta ser literatura, sino por el contrario, de algo que se da como literatura y resulta que es filosofía.” (La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, Bs. As., Emecé, 1958, cap. p. 358, nota).
[18] Sur, 64 (Bs. As., 1940), p. 90.
[19] Ibidem, p. 94.
[20] E. Pucciarelli, “Saber y ser en el pensamiento de Angel Vassallo”, Cuadernos de Filosofía, XV, 22-23 (Bs. As., Instituto de Filosofía de la UBA, 1975), p. 252.
[21] Ibidem, p. 249.
[22] Ibidem, p. 249.
[23] Gilles Deleuze, Pourparlers, Paris, Minuit, 1990, p. 192.
[24] “Un filósofo: es un hombre que continuamente vive, ve, oye, sospecha, espera, sueña cosas extraordinarias; un hombre a quien sus propios pensamientos, su peculiar especie de sucesos y rayos, lo asaltan como desde afuera, desde arriba y desde abajo; y acaso sea él una tormenta que anda preñada de nuevos rayos; un hombre fatal en torno a quien todo siempre fastidia y gruñe y aúlla e inquieta. Un filósofo: ay!, un ser que con frecuencia se aparta de sí, que con frecuencia tiene miedo de sí, – pero que es demasiado curioso para no volver a sí, una y otra vez…” (Jenseits von Gut und Böse [Más allá del bien y del mal], IX, § 292).
[25] Para estas cuestiones, véase especialmente, en Elogio de la vigilia, “Defensa y rectificación del conocimiento” (I, pág. 377 ss.) e “Iniciación en la angustia” (I, pág. 339 ss.).
[26] Sin explicitarlas en estos términos, Vassallo deja entrever sus diferencias con Heidegger en distintos lugares; de manera más directa en “¿Qué es metafísica?” (III, pág. 267 ss.).
[27] Sein und Zeit, Max Niemeyer Verlag, Tübingen (17va. edición, 1993), § 62, p. 310.
[28] Puede discutirse si Pierre Bourdieu va demasiado lejos cuando sostiene que la distinción heideggeriana entre lo óntico y lo ontológico apuntaba a convalidar en el medio académico una retórica casi terrorista de lo fundamental (L’ontologie politique de Martin Heidegger, Paris, Les éditions de Minuit, 1988). Pero entre nosotros, V. Fatone ya había mostrado el “salto mortal” del pensador alemán cuando pretendía asignarle rangos ontológicos a la historicidad y a la comunidad de habla de su propio pueblo, previniéndonos frente a su “provincianismo”: La existencia humana y sus filósofos (Bs. As., Raigal, 1953, pp. 27 ss., 64 y 187) e Introducción al existencialismo (Bs. As., Columba, 1953, p. 40).
[29] Al margen de que sea imposible comprender la historia de las ideas sin distinguir en ella períodos (lo cual significa, al fin y al cabo, que no es posible comprenderla sino desde ciertos criterios ellos mismos filosóficos), considero que lo irreductible de esa confrontación de concepciones escapa a la visión e incluso a la alta valoración que de Vassallo nos ofrece Franciso Leocata cuando sostiene: “El hecho de no haber asumido el planteo de la fenomenología, y por consiguiente tampoco el de Heidegger en Ser y tiempo, ubica a Vassallo en una etapa todavía anterior de nuestro desarrollo, sin que esto indique juicio de valor alguno acerca de su nivel, ampliamente reconocido, como pensador.” (Los caminos de la filosofía en la Argentina, Bs. As., Cesba, 2004, pp. 258-259).
[30] “Νῦν εὐπλόηκα, ὅτε νεναυάγηκα”; cfr. Diógenes Laercio, Vidas, doctrinas y sentencias de los filósofos más ilustres, libro VII, 5.
[31] Norma Fóscolo, “El pensamiento de Angel Vassallo”, Cuyo 7 (1971), p. 38.
[32] Ibidem, p. 37.
[33] Cfr. Rafael Virasoro, “Subjetividad y trascendencia en la filosofía de Angel Vassallo”, Cuadernos de Filosofía, XV, 22-23 (Bs. As., Instituto de Filosofía de la UBA, 1975), especialmente pp. 243 ss.
[34] Este motivo escapó a Norma Fóscolo, que señala ese desconcierto por parte de autores como Luis Farré, y que de todos modos desarrolla con claridad las cuestiones que se plantea Vassallo en torno de la conciencia en los filósofos racionalistas. Cfr. su citado artículo, p. 9 ss.
[35] Cfr. Manuel Gonzalo Casas, “Tres irrupciones metafísicas en el pensamiento de Angel Vassallo” (conferencia de 1941), en su libro Santo Tomás y la filosofía existencial (Con otros ensayos), Santa Fe, Libros Meteoro, 1948, pp. 71-104. Esta línea de lectura aparece atenuada en el libro posterior de Casas, Introducción a la Filosofía, ya citado, pero persistió en otros autores, principalmente Alberto Caturelli. Acotemos que Virasoro, por otros motivos relativos a su evolución, también fue objeto de interpretaciones erróneas por parte de ciertos autores católicos, mientras que Astrada sostuvo una abierta querella con los mismos. En general, hubo mucho de batallas ideológicas, y acaso algo de mala fe, en las tergiversaciones que padecieron los filósofos laicos de la época. En tiempos recientes, Leocata representa una saludable rectificación de tales desvíos clericales.
[36] “Para una aproximación al conocimiento del hombre”, Memorias del XIII Congreso Internacional de Filosofía UNAM, México, 1963, Tema 1: El problema del hombre, vol. II, p. 432. En su versión definitiva de 1976, este texto se titulará “Los grados de la conciencia”, y tal como se lee en esta Obra reunida, la frase citada adopta un tono más enfático y omite el “ahora”: “Pueril, pura prestidigitación, me parece toda explicación ‘dia­léctica’” (II, pág. 279). Sobre la relación mística y la relación dialéctica cfr. también el fragmento “Sobre inmanencia y trascendencia” (II, págs. 281-2).
[37] Pensées, Br. 233 / Laf. 418.
[38] La frase de San Agustín reza: Tu autem, Domine Deus meus, exaudi, respice et vide et miserere et sana me, in cuius oculis mihi quaestio factus sum, et ipse est languor meus. (Confesiones, X, 33)
[39] Cfr. las últimas páginas de “Iniciación en Mauricio Blondel” (II, pág. 205 ss.). Con similares observaciones concluía sus “Nuevos prolegómenos a la metafísica” (I, pág. 173 ss.), donde a poco de empezar advertía además: “la hipóstasis es la esperanza secreta de toda la ontología tradicional” (I, pág. 179).
[40] Una prosopopeya similar puede leerse en I, pág. 422).
[41] Véase al respecto su reseña de Essai sur l’expérience de la mort, de Landsberg (III, 275 ss.) En una página de 1964 o posterior, titulada “Sobre las filosofías de la India”, Vassallo se muestra más convencido de que la filosofía sería un saber de salvación, pero “del doloroso enigma de la existencia”, no de todo dolor; y tomando expresa distancia de los dogmatismos (II,pág. 282).
[42] Esta expresión aparece tanto en “Ensayo sobre la subjetividad” (I, pág. 370) como en “Subjetividad y trascendencia” (III, pág. 30), referida al ser, en el primero, y a la trascendencia, en el segundo.
[43] En este sentido hay que entender, una vez más, tanto la distancia que toma Vassallo de la fenomenología husserliana, como su reivindicación del formalismo kantiano en tanto que base metafísica de la ética. Cfr. “Aproximación a la esencia de la vida moral”, especialmente el apartado titulado “Revisión y defensa del formalismo en la ética” (I,pág. 453 ss.).
[44] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Qu’est-ce que la philosophie ?, Paris, Minuit, 1991/2005, p. 12. Para estos autores, “la ilusión de los universaleses la de la contemplación, la reflexión o la comunicación, y se origina en una confusión entre lo que ellos llaman conceptos y plan de inmanencia (ibidem,  p. 51).
[45] Estos textos se encuentran, respectivamente, en Retablo de la filosofía moderna, Elogio de la vigilia, ¿Qué es filosofía?, y Notas de un itinerario casi metafísico.
[46] De este texto son las citas del presente párrafo, salvando las indicaciones de otras notas.
[47] A fin de apreciar con justeza el sentido de este vínculo según Vassallo, hay que aclarar ante todo que Etienne Gilson ya había propuesto en 1925 la abreviatura Dubito, ergo Deus est, para expresar una coexistencia dada “dans une seule intuition” (Cfr. su edición comentada del Discours de la méthode, Paris, J. Vrin, 6ta. ed., 1987, p. 315). La fórmula fue retomada por Léon Brunschvicg, Ferdinand Alquié, y aun recientemente por Jean-Luc Marion. Lo que distingue a la lectura de Vassallo es su énfasis en un saber donante de ser, y su prevención ante el paso en falso de aseverar la existencia de un Dios, en el sentido de que lo único intuitivamente evidente bajo ese nombre es la presente ausencia de una infinitud trascendente sin la cual la propia finitud sería inconcebible. Aunque Vassallo no pase de la trascendencia al rostro del Otro, entre otras cuestiones que no podemos detallar aquí, su pensamiento converge con lo que posteriormente dirá Emmanuel Levinas en este punto: lo trascendente excede infinitamente toda idea que tengamos de él.
[48] En un texto anterior prevenía ya Vassallo, en lenguaje de Marcel: “La posición del realismo acaba por aniquilar el cogito y con él, al sujeto. El ser es, por definición, aquello respecto del cual el ‘yo pienso’ es contingente; esto quiere decir que el ser es aque­llo para lo cual yo nada cuento” (I, pág. 246).
[49] De este texto proceden todas las frases entrecomilladas en el presente párrafo.
[50] Cfr. allí las citas de este párrafo.
[51] Cfr. las páginas finales de los ensayos ya referidos supra, nota 39.
[52] Cfr. Qu’est-ce que la philosophie ?, ed. cit., cap. 3: « Les personnages conceptuels », p. 60 ss.
[53] Miguel A. Virasoro, art. cit., p. 91.
[54] También al año siguiente, incluso con mayor acento crítico contra el vitalismo irracionalista, en “Nuevos prolegómenos a la metafísica” (I, pág. 173ss).
[55] Cfr. “Reflexiones sobre el pensamiento central de Hegel” (III, pág. 387ss), donde Vassallo da cuenta de la impresión a la vez fuerte y desconcertante que le produjera la lectura de Hegel. Esta conferencia resume, sin duda, su mejor estimación crítica del filósofo alemán. En cambio, el estudio que le dedicara en 1945 (II, pág.160 ss.), ya en plena madurez de su filosofar, es quizás el más frío de todos sus escritos, como si en ese caso hubiese adoptado un rol estrictamente académico de docente-investigador, absteniéndose de juicios de fondo.
[56] Cfr. también “Sobre la historicidad de la vida humana” (III, pág. 375 ss.).
[57] Me refiero especialmente a L’herméneutique du sujet (1981-1982), Paris, Gallimard/Seuil, 2001; y a los tomos II y III de su Historie de la sexualité : L’usage des plaisirs y Le souci de soi, ambos publicados en Paris, Gallimard, 1984.
[58] Cfr. allí las citas textuales de este párrafo y el siguiente, exceptuando la que tiene su propia referencia.
[59] Rafael Virasoro, art. cit., p. 237.
[60] El fragmento original completo dice: « Mon privilège c’est d’assister au drame de ma vie, d’avoir conscience de la tragi-comédie de ma propre destinée, et plus que cela d’avoir le secret du tragi-comique lui-même, c’est-à-dire de ne pouvoir prendre mes illusions aux sérieux, de me voir pour ainsi dire de la salle sur la scène, d’outre-tombe dans l’existence, et de devoir feindre un intérêt particulier pour mon rôle individuel, tandis que je vis dans la confidence du poète qui se joue de tous ces agents si importants, et qui sait tout ce qu’ils ne savent pas. C’est une position bizarre, et qui devient cruelle quand la douleur m’oblige à rentrer dans mon petit rôle, auquel elle me lie authentiquement, et m’avertit que je m’émancipe trop en me croyant, après mes causeries avec le poète, dispensé de reprendre mon modeste emploi de valet dans la pièce. – Shakespeare a dû éprouver souvent ce sentiment, et Hamlet, je crois, doit l’exprimer quelque part. C’est une Doppelgängerei tout allemande, et qui explique le dégoût de la vie réelle et la répugnance pour la vie publique si communs aux penseurs de la Germanie. » (Henri-Frédéric Amiel, Fragments d’un journal intime, Genève, tome I, 1915, p. 64.)
[61] De Nietzsche, cuando afirma, por ejemplo: “Por lo pronto, la comedia de la existencia aún no se ha ‘vuelto consciente’ de sí misma” (Die fröhliche Wissenschaft [La ciencia jovial], libro I, § 1); o cuando luego dice que quien tiene bastante tragedia y comedia en sí mismo, sólo ocasionalmente irá al teatro, y todo allí, incluido el público, será para él el verdadero espectáculo (ibidem, libro II, § 86). De Pirandello, véase en general L’umorismo (1908, varias ediciones), especialmente su segunda parte. Para una confrontación entre Heidegger y Pirandello sobre la metafísica y el humorismo, véase mi artículo “Nada de qué reír y reír de nada” (2002): http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.273/pr.273.pdf
[62] Schiffbruch mit Zuschauer. Paradigma einer Daseinsmetapher, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main (1979), 1997. Blumenberg escribió otra obra vinculada a esta temática: Die Sorge geht über den Fluß (Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1987). Hay traducciones castellanas de ambas, bajo los respectivos títulos de Naufragio con espectador y La inquietud que atraviesa el río.
[63] El pasaje está en la Crítica de la razón pura, al inicio del último capítulo de la analítica trascendental: “Esta tierra [del entendimiento] es, sin embargo, una isla a la cual la naturaleza misma ha circunscripto por límites invariables. Es la tierra de la verdad (un nombre encantador), rodeada por un océano vasto y tempestuoso, verdadera sede de la ilusión donde hay nieblas espesas y hielos pronto a derretirse que fingen nuevas tierras y que engañan así una y otra vez con vanas esperanzas al marino ansioso en ello de descubrimientos, lanzándolo a aventuras de las que no puede desertar, pero a las que nunca puede tampoco dar término.” (KrV, A235-236, B294-295; traduzco de: Immanuel Kant, Werke in zwölf Bänden. Band 3, Frankfurt am Main, 1977, pp. 267-268.)
[64] Véase La ciencia jovial, III § 124, I § 46 y IV § 289. Blumenberg comenta estos y otros textos nietzscheanos en Schiffbruch mit Zuschauer, ed. cit., pp. 23-28.
[65] Also sprach Zarathustra, Kritischen Studienasugabe, herausgegeben von Giorgio Colli und Mazzimo Montinari, Verlag de Gruyter, München, 1999, pp. 195 y 197.
[66] Sobre estos sentidos trascendentes pero entitativos de “realidad”, son ilustrativos “Elogio de la vigilia” y “Ejercicio sobre el misterio”, ambos en Elogio de la vigilia.
[67] Véase en especial “Metafísica de la libertad” (II,pág. 157 ss.) y el apartado “Revisión y defensa del formalismo en la ética”, en “Aproximación a la esencia de la vida moral” (I, pág. 453 ss.). También “La ética de Kant” (III, pág. 173 ss.) y el capítulo “Sólo el deber” de El problema moral (II,pág. 47 ss.).
[68] Sobre la gran distancia entre Bergson y la experiencia metafísica de la finitud, véase “Bergson y nosotros” (II, pág. 229 ss.).
[69] Véase también “Humanismo” (III, pág. 291ss.). Para un detenido examen de la evolución de la cuestión moral en Camus, que indirectamente avala los juicios de Vassallo, véase la reciente tesis doctoral de Zigor Perales, Etica y muerte en la obra filosófica de Albert Camus, a editarse en España en 2013, en ocasión del centenario del nacimiento del filósofo.
[70] “Un filósofo digno de tal nombre no ha dicho nunca más que una cosa; más aún, se ha esforzado por decirla antes que haberla dicho efectivamente” (H. Bergson, “L’intuition philosophique”, en La pensée et le mouvant, Paris, PUF, 1985, p. 122). Cito la inmejorable traducción del propio Vassallo (II, pág. 338). Véase también la respectiva antología: Bergson: una introducción, Bs. As., Quadrata, 2011, p. 50.
[71] Maurice Merleau-Ponty, Eloge de la philosophie et autres essais, Paris, Gallimard, 1953, p. 44.
[72] Sartre le escribe: « cette présence songeuse, je ne la reconnais pas comme mienne », « ta présence au Comité de Défense des Libertés est vraiment trop songeuse pour qu’on la pense efficace » (Carta del 18/07/53). Merleau-Ponty, en cartas y luego en Les aventures de la dialectique (1955), le replica que la discordancia entre ser y deber ser en la sociedad, es la que se da también entre facticidad y conciencia en sí mismo, siendo así erróneo derivar de su pensamiento una actitud indiferente al destino de la comunidad, mientras que Sartre, en el afán de hacer de su filosofía una acción política eficaz, se queda en una “action imaginaire”. Cfr. las cartas en Magazine Littéraire 320 (abril 1994), y una reseña de la polémica en Annabelle Dufourcq, Merleau-Ponty: une ontologie de l’imaginaire, Dordrecht, Springer, 2011, pp. 146 ss. Por otra parte, Sartre había usado la expresión “présence absente” en El ser y la nada, para las posibilidades ante las cuales se constituye la ipseidad, la personalidad, pero por obra de una conciencia nihilizante (néantisante) cuyo trascenderse es temporalidad y apertura de un mundo.
[73] Rafael Virasoro, art. cit., p. 244.
[74] Sara V. de Fernández Villamil, “Angel Vassallo (1902-1978)”, en Mario Magallón Anaya, Personajes latinoamericanos del siglo XX, México, UNAM, 2006, pp. 266 y 273. Una versión anterior de este trabajo, titulada “Introducción a la obra de Angel Vassallo”, puede consultarse en http://www.angelvassallo.com.ar.
[75] Jacques Lacan, Écrits, Paris, Éditions du Seuil, 1966, p. 858. Al respecto puede verse Grangeon Michel, « Lacan-Hintikka. Sujet divisé ou sujet multiple, deux interprétations antinomiques du cogito cartésien », Essaim, 2002/1 n° 9, p. 101-119.
[76] Emmanuel Levinas, Transcendance et intelligibilité, Genève, Labor et Fides, 1996, p. 19.
[77] Manola Antonioli, Pierre-Antoine Chardel et Hervé Regnauld (dir.): Gilles Deleuze, Félix Guattari et le politique, Paris, Editions du Sandre, 2006, « Avant-propos », p. 6.
[78] Cfr. Félix Guattari y Suely Rolnik, Micropolitiques, Paris, Empêcheurs de Penser en Rond, 2007.
[79] G. Deleuze y F. Guattari, Qu’est-ce que la philosophie ?, ed. cit., p. 104 (subrayado en el original).